El arzobispo de Valencia presidió en la Catedral la misa solemne en sufragio del papa emérito Benedicto XVI. (A. Saiz)

Hermanos y hermanas todos en el Señor:

Nos hemos reunido para celebrar la Eucaristía en sufragio del Papa emérito Benedicto XVI, que recibió el encargo de apacentar el rebaño del Señor. Misión que vivió con dedicación hasta el momento en que se hizo efectiva su renuncia al ministerio petrino. Ahora, cuando ya ha llegado al término de su peregrinación por este mundo, y ha sido llamado definitivamente por Dios, y se ha cumplido en él el misterio pascual, lo recordamos en actitud orante ante el altar del Señor. 

Hemos escuchado en el evangelio unas palabras del Señor: “El que quiera servirme que me siga”. Estas palabras dirigidas a sus discípulos son en el fondo un programa de vida sacerdotal, querer servir al Señor y seguirlo. Pero en ese seguimiento, no somos nosotros quienes lo decidimos todo, es el Señor quien va indicando en cada caso la misión concreta, el modo en que quiere ser servido.

Sin duda alguna, el Papa emérito Benedicto XVI, cuyas cualidades y cuya inclinación natural lo predisponían al estudio y a la enseñanza de la teología, nunca imaginó que sería llamado al ministerio de Pedro, pero lo aceptó como un humilde trabajador de la viña del Señor; y mientras sus fuerzas se lo permitieron. Como teólogo, obispo, como prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, Papa y Papa emérito, ha prestado un gran servicio al Señor y a su Iglesia. Servicio por el que hoy en esta eucaristía damos gracias a dios. 

Ha prestado el servicio de la palabra, de tal modo que ha alimentado la fe del pueblo de Dios. El programa de la vida del apóstol se resume perfectamente en la frase del San Pablo que hemos escuchado en la primera lectura: teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito, creí, por eso hablé. También nosotros creemos, y por eso, hablamos. El Papa Benedicto XVI, en sus años de pontificado, fue un Papa de la Palabra. Sus homilías e intervenciones magisteriales alimentaban al pueblo de Dios con las riquezas de la Palabra. Pero en él no había espíritu de erudición. Creí, por eso hablé. Más que un Papa de la Palabra, fue un Papa de la fe, como ha dejado claro en su testamento espiritual. 

Su teología, su predicación, sus enseñanzas, estaban al servicio de la fe, de una fe profesada con humildad. Con la humildad de quien sabe que la fe del hombre, incluso del más creyente, siempre puede estar amenazada por el abismo de la duda. Y con la humildad de quien no impone su manera de ver las cosas, sino que muestra la lógica interna de la fe. El Papa emérito Benedicto XVI, ni como teólogo ni como Papa fue un fundamentalista. Era su profunda comprensión de la fe lo que configuraba su manera de pensar. Por eso fue un hombre que no se sometió a juicios humanos, ni buscó éxitos o reconocimientos que vienen del mundo. 

A quien me sirva, nos ha dicho el Señor en el evangelio, el Padre lo honrará. Comentando estas palabras del Señor en una homilía de una ordenación sacerdotal, él decía a quienes iban a ser ordenados: nosotros no buscamos la honra de los hombres, no buscamos un puesto, pues en este caso tendríamos que someternos a la opinión pública, que pasa por ser un instrumento de libertad, pero en verdad es la esclavitud propiamente dicha. 

Una y otra vez ocurre que los hombres son esclavizados debido a que ellos se congracian con esta opinión, buscando su pasajera y frágil gloria. No es esto lo que buscamos nosotros. La verdad os hará libres, os hará abandonar la búsqueda de las opiniones. Nosotros tenemos la vista puesta en la verdad de Dios. 

Su obra teológica y magisterial que ha sido un servicio a la palabra y un servicio a la fe, vivido con auténtica libertad cristiana. Creí, por eso hablé; esta frase que es el programa de la vida del apóstol, ha sido también lo que ha orientado su vida. Hoy agradecemos al Señor el tesoro grande que nos ha dejado en su palabra al servicio de la fe. 

Si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo. En una homilía de una primera misa, predicada en 1962, el joven teólogo Joseph Ratzinger, veía el ministerio sacerdotal en dos figuras evangélicas. El sembrador que salió a sembrar y siembra la semilla de la palabra en medio de dificultades y de alegrías, de fracasos y de frutos que muchas veces él mismo no llega a ver. 

Pero el sacerdote, que es sembrador de la palabra, ha de convertirse en grano de trigo, si quiere que su ministerio y su vida generen frutos. Viviendo así, se asemeja a Cristo, Palabra convertida en grano de trigo que Dios siembra en la tierra. El sacerdote deberá ser de algún modo grano de trigo de Dios. No puede contentarse solo en dar palabras y acciones exteriores, debe dar la sangre de sus venas, debe darse a sí mismo. 

La autenticidad de una vida sacerdotal, no está en el éxito de las propias iniciativas, sino en la capacidad de convertirse en grano de trigo. Aparentemente insignificante, pero que en realidad es lo que produce fruto. El Papa emérito fue un predicador de la palabra, un sembrador del Evangelio. En un momento dado de su vida, respondiendo a la voluntad de Dios, entró en el silencio. Se convirtió en grano de trigo, y este tiempo de silencio no es inútil, en el sufrimiento da el hombre más que en la acción. No solo su energía, sino su sustancia misma, se da a sí mismo. 

La Iglesia se edifica y crece por la entrega de los cristianos a su misión., tanto en el tiempo en que estamos llamados a ser sembradores de la palabra, como cuando nos llega el momento de convertirnos en grano de trigo, cuya misión es desgastarnos a nosotros mismos. Es entonces cuando experimentamos que aun cuando el hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando día a día. 

En el texto de la segunda carta a los corintios que hemos escuchado, San Pablo nos habla de un deseo que mueve toda su vida apostólica: suspiramos anhelando ser revestidos de la morada que viene del cielo. La fe es la puerta que nos lleva a la vida eterna. Sin duda, uno de los textos magisteriales más impresionantes que el papa Benedicto XVI ha regalado a la iglesia, ha sido su encíclica Spe salvi sobre el contenido de la esperanza cristiana; que no debe ser confundida con el progreso humano. 

Es un texto en el que se entremezclan reflexiones teológicas y destellos de la más auténtica espiritualidad cristiana, y que nos permite entender con qué esperanza y confianza en Cristo afrontaba él la última etapa de su vida. En su encíclica, nos recordaba que la vida eterna es la meta de la esperanza cristiana. Esa vida eterna es la vida bienaventurada, la vida que simplemente es vida. Si la vida eterna es la meta de la esperanza, no es nunca para el cristiano un mal menor, ha de ser el término de todos nuestros deseos. Porque la vida eterna es la posesión del sumo bien que es Dios. 

Un cristiano que cree en la vida eterna es un cristiano que desea la vida eterna y que alimenta este deseo en la oración. Siguiendo a San Agustín en la Carta a Proba, nos enseñaba en esta encíclica que la oración tiene como finalidad hacernos crecer en el deseo del cielo, y en la esperanza de que Dios, a pesar de nuestras inmundicias nos purificará. 

Toda nuestra vida está llena de ambigüedades, solo Dios conoce lo que hay escrito en libro de la vida de cada uno de nosotros. Pero en nosotros queda una apertura a la verdad y al amor de Dios que nuestras mediocridades nunca logran apagar. Nuestras inmundicias no nos ensucian eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. 

Por eso podemos afrontar el juicio con esperanza. Porque confiamos que el amor de Dios nos curará, porque en el fondo de nosotros queda algo bueno que mueve a Dios a mirarnos con ojos de amor, por lo que podemos encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el juez a quien nosotros conocemos como nuestro abogado. 

Para él, Cristo juez, con el que se tenía que encontrar al final de su vida, era al mismo tiempo su juez y su abogado. Un juez extraño que no busca motivos para condenar, sino que busca motivos para salvar, porque es capaz de ver lo bueno que hay en el corazón de todo hombre, y de purificar con su amor las inmundicias, los pecados que todos arrastramos a lo largo de nuestra vida. En esta Eucaristía le pedimos a Dios por el Papa emérito Benedicto XVI para que su deseo de vida se haya visto saciado, y para que esa confianza en Cristo, que con su amor purifica nuestras faltas y que en el día del juicio será para nosotros al mismo tiempo juez y abogado, se haya visto recompensado. Así sea.