Antonio Cañizares Llovera
Cardenal arzobispo de Valencia

Así he calificado recientemente, en público, la disposición del Gobierno de la Nación a sancionar, incluso con pena de prisión, a quienes en la inmediaciones de las clínicas abortistas, aconsejen, en verdad y libertad de expresión, a las mujeres que vayan a abortar para que no lo hagan y les informen de otros caminos abiertos a la vida. Según noticias fiables de medios de comunicación esas “personas pro-vida” no han sido denunciadas en ningún caso como coacción por ninguna de esta mujeres dispuestas a abortar, sino que los casos que se conocen han sido denunciados por empresarios desaprensivos, que no por ellas, como coacción. Y lo que sí sucede es que algunas o muchas de esas personas que se disponían a abortar, según su propio testimonio, sí que han sido, sin embargo, coaccionadas gravemente o por su pareja, o por su familia, o por sus amistades, o por otros, para inducirles o forzarles a abortar; y de esa coacción real nadie habla, con esta coacción que induce a una obra mala nadie se mete, y se meten, sin embargo, con unas gentes pro-vida, que informan, aconsejan, u orientan, sin coaccionar, a una obra buena como es la maternidad, la vida, la elección libre de la vida.

Claramente esta disposición sancionadora del Gobierno nos muestra muy a las claras donde se sitúa: además de ponerse decididamente en favor del aborto, se sitúa en contra de aquellos, como yo ahora, que declaran el aborto como un mal, o como un “crimen abominable”, cual lo califica el Concilio o Magisterio: “abominable”; me sitúo claramente y con toda decisión ahora junto a quienes informan en verdad y libertad en las inmediaciones de clínicas abortistas a las que van a abortar y me uno a sus voces, ¿cometo un delito que se castigue con prisión? Pues conmigo tienen a muchos candidatos a prisión, incluidos los Papas. ¿Tiene algún sentido esto, o no es una aberración? ¿Dónde está la justicia, la verdad, la libertad, el deber de difundir y defender la vida, la persona, el bien común? Por esto, al menos, es una gran barbaridad y una aberración que ofende la razón y el sentido común la intención del Gobierno de sancionar incluso con prisión, a quienes solo pretenden ofrecer, no imponer, una ayuda a quien lo necesita. ¿Hay que callarse y no hacer ni decir nada que impida un aborto? ¿Hay algo que agrave el decir esto, incluso privadamente, por decirlo en un tú a tú –incluso a la oreja- a la persona a la puerta de la clínica donde va a abortar? Pero más allá, incluso de esto que sería disparatado, es que el aborto provocado, no lo olvidemos y conviene recordarlo. contiene la misma maldad de eliminación de una vida humana inocente, frágil e indefensa. El aborto provocado es en sí mismo una acción gravemente inmoral. Llamando a las cosas por su nombre: abortar es eliminar al propio hijo, es eliminar violentamente una vida humana. Es una violación del derecho fundamental a la vida, que es base de la convivencia entre los hombres y de la vida en sociedad. El aborto es un crimen contra la persona y contra la sociedad misma.

El aborto es una hecatombe silenciosa que no puede dejar indiferentes, no digo ya a los hombres de Iglesia, sino a nadie, tampoco a los responsables de la cosa pública, las personas que piensan en el porvenir de las naciones. Quien niegue la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona ya concebida, aunque todavía no nacida, comete una gravísima violación del orden moral. ¿Qué sentido tiene hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales, si no se protege a un inocente o se llega incluso a facilitar los medios o servicios, privados o públicos, para destruir vidas humanas indefensas? ¿Cumple el Estado con su deber? El respeto absoluto a la vida de un ser humano inocente es norma de comportamiento privado o público para todos los hombres y mujeres que quieran vivir éticamente. Ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar este derecho fundamental e inalienable. “Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad” (San Juan Pablo II).

En el fenómeno tristísimo e involutivo del aborto, de tal modo generalizado por la permisividad de las leyes en todo el mundo, quien verdaderamente ha sido derrotado es el hombre; es la mujer. Ha sido derrotada la sociedad asentada sobre el bien común, ya que con el aborto se sacrifica la vida de un ser humano a bienes de valor inferior y se supedita el bien común a la eliminación de la vida en pro frecuentemente de un bienestar o, incluso, de un negocio pingüe. Ha sido derrotado el médico que ha renegado del juramento y del título más noble de la medicina: el de defender y salvar la vida humana; han sido derrotados los legisladores y quienes han de aplicar el derecho, llamados todos ellos a implantar la justicia y defender al débil.

En verdad es también derrotado el Estado de derecho, que ha renunciado a la protección fundamental y al sacrosanto derecho de la persona a la vida para convertirse en instrumento de un presunto interés de la colectividad; y que incluso, a veces, se muestra incapaz de defender la observancia de sus mismas leyes permisivas. (En España concretamente si se hubiese cumplido el contenido de la ley primera que despenalizaba el aborto, se hubiesen evitado muchos miles de abortos cada año; pero se ha mirado y se sigue mirando a otra parte). El Estado en lugar de intervenir, como es su misión, para defender al inocente en peligro, impidiendo su muerte y asegurando, con medios adecuados, su existencia y crecimiento, con sus leyes permisivas contra la vida humana, como es al aborto, ¿no habrá autorizado, de facto, la ejecución de sentencias de muerte, sin que además el “moriturus” haya podido defenderse?. No existe verdadera justicia en un país que permita la eliminación de vidas humanas inocentes, frágiles e indefensas. Un pueblo que mata a sus propios hijos es un pueblo sin futuro.

¿Queda claro que es “una gran barbaridad y una gran aberración” , un insulto incluso a la razón, el sancionar con penas de prisión a quienes en su deber de justicia y caridad aconsejan a las puertas de clínicas abortivas. Quiero, desde aquí felicitar y agradecer al director de un programa de la TV de un grupo de comunicación por atreverse a denunciar con discernimiento y criterio lo que vengo diciendo en este artículo. Únicamente por él lo he visto tratado con seriedad y suficiente amplitud y detenimiento. Gracias porque sabe él a quien me refiero y no divulgo su nombre, aunque lo merece, para que nadie lo ataque, porque todo es posible.