Queridos jóvenes:
Nos vamos acercando al mes de octubre en el que la Iglesia celebrará con vosotros y para vosotros un Sínodo de los Obispos. Deseo escribiros esta carta para recordaros este acontecimiento tan importante para todos. Y, además, la escribo cuando nos encontramos a final de curso, a punto de tomar las vacaciones, que tanto estáis deseando- con razón- y que sin duda tan merecidas las tenéis. El tiempo de vacaciones un tiempo propicio para reflexionar y pensar en cosas que durante el curso no hemos tenido tiempo ni sosiego.
Es cierto que os rodea un mundo que no es fácil, a pesar de todas la apariencias; que no os ayuda en vuestros nobles y no pequeños ideales, ni ofrece las respuestas que verdaderamente os importan e interesan para vivir. No podéis taparos los ojos ante las amenazas que os acechan a vuestra alrededor. La Iglesia, vuestros pastores, os comprendemos y estamos más cercanos a vosotros de lo que os pueda parecer. Con demasiada frecuencia, el mundo en que vivimos, que os da tanta información, que os ofrece tantos sucedáneos baratos de la felicidad y de la libertad, deja sin respuesta las preguntas más importantes y urgentes. No os ayuda a reconocer el significado de la vida, ni os acompaña a entrar en la vida adulta, que consiste en afrontar la realidad de un modo que no destruya la esperanza. No os facilita el reconocimiento de vuestra dignidad como personas y de vuestra vocación. Os deja solos porque no le interesáis vosotros, ni vuestra esperanza, ni vuestra alegría. A veces, el desinterés se da en la misma familia, ese lugar que Dios ha creado para que el hombre pudiera experimentar lo que vale ser querido por uno mismo, y así adquirir la clave más decisiva para orientarse en la vida, y para reconocer a Dios. Por eso tantos de vosotros, a pesar de vuestros pocos años, vivís ya en la tristeza y en la desesperanza, o tratáis de buscar un alivio a vuestra inquietud en el alcohol o en la droga, o en el sexo irresponsable, o en la violencia, que os terminan destruyendo… A pesar de estas dificultades, o precisamente por ellas, os queremos decir que la vida no tiene por qué consistir en engañarse a uno mismo; que hay una alegría que no hace evadirse de la realidad, y una esperanza que no es ilusión, y un amor que no es interés disfrazado. Que hay una verdad como una roca, sobre la que puede construirse una casa -la vida-, sin que los vendavales, las tormentas o las lluvias que inevitablemente azotan la casa con el tiempo terminen por echarla abajo. Esa roca es Jesucristo. Él es ‘el Camino», la Verdad y la Vida'».
Por eso os digo, queridos jóvenes: dejad que Cristo sea para vosotros la base de vuestra existencia. Dejad que Cristo sea vuestro camino, ¡el único camino!, aunque se abran para vosotros otros caminos que os pueden halagar con metas tan fáciles como ambiguas. Sólo Él conduce a la realización plena de las expectativas que lleváis en lo profundo de vuestro joven y grande corazón. Dejad que Cristo sea vuestra medida. No os establezcáis en nadie más que en Cristo. Que Él os guíe y os guarde en su amor. Que Él sea vuestra alegría. Dejad que Él sea vuestra salvación y felicidad, la fuente de donde brote para vosotros la alegría y la paz. En Cristo descubriréis la grandeza de vuestra humanidad. Porque -¿lo sabéis?-, es grande ser hombre, ¡muy grande!. Porque Dios ama al hombre, porque el Hijo de Dios se ha hecho hombre; porque Él mismo nos ha dicho con hechos lo que vale ser hombre, tanto que no hay dinero en el mundo con el que se pueda pagar un rescate por un sólo hombre – cada hombre vale más que todo el dinero del mundo, no es comprable por nada-, por él, por el hombre, por cada hombre, por tí y por mí, Cristo mismo pagó el rescate. Hemos sido, en efecto, comprados no con oro o plata perecederos, sino con la sangre de Cristo, que es la sangre de Dios. Eso es lo que vale el hombre – la sangre de Dios- esa es la dignidad de todo ser humano. Así lo quiere Dios.
Por eso, mis queridos amigos, descubrid vuestra grandeza de hombres, admirad y asombraos ante la dignidad de lo que sois, gozad cómo sois amados y considerados por Dios, ¡nadie nos considera como Él! Amad a Cristo, seguidle, abrid de par en par las puertas de vuestra casa -de vuestra joven y prometedora vida- a Cristo. Recordad una y otra vez, siempre que Cristo os ama a cada uno, como sois, sin condiciones ni límites. Él ha venido por cada uno de vosotros, ‘para que tengáis vida, y vida abundante’. Él hace que todo tenga sentido, y que las cosas puedan situarse en su lugar adecuado, hasta el mal, el pecado, y la muerte. En Él se ha revelado el amor infinito de Dios por el hombre, por cada uno de los hombres, por cada uno de vosotros. En Él se ha revelado la dignidad de nuestra vida, nuestro verdadero destino, y se nos hace posible realizar ya aquí en la tierra la verdad de nuestra vocación: vocación a la verdad, al bien y a la belleza; vocación a la amistad y al amor que no pasan. Gracias a Él, es posible vivir con una razón adecuada a la realidad, a pesar de la fatiga y esfuerzo que la vida lleva consigo. Y es posible estudiar y trabajar con gusto, y luchar con ahínco por un mundo que corresponde más a la verdad del hombre. Gracias a Él, la vida entera se convierte en una misión.
Vivid desde la alegría del mejor amigo que tenemos
Mis queridos amigos, afianzaos en Jesucristo, vivid desde la alegría del mejor amigo que es Él – porque nadie ama más, ni es mejor amigo, que el que da la vida por sus amigos, y Él la ha dado por ti, por tus amigos, por los tuyos y cercanos, por mí, por todos-. Como decía aquél hombre que, como pocos tuvo una experiencia tan viva, real y honda de Jesús, aquél hombre tan lleno de esperanza, tan libre y valiente que fue san Pablo: «¿Quién podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús?». Ahí, en Jesús, está alegría verdadera de vivir. Todo en Jesús irradia alegría. Todo su Evangelio es proclamación de la dicha y de la felicidad que andáis buscando. Si Jesús irradia alegría, sabedlo bien, es por el amor inefable con que Él se sabe amado por Dios, su Padre. Él quiere que sintamos y vivamos con esa misma alegría suya; así, en aquella noche memorable en que fue entregado, oró a su Padre y le dijo: «Yo les he revelado tu Nombre, para que el amor con que Tú me has amado, esté en ellos y yo también en ellos; y así su alegría sea completa y cumplida». Es, ¡nada menos!, que la alegría de estar dentro del amor de Dios que nos hace hijos suyos.
Comparto con vosotros, mis queridos jóvenes, el gozo inmenso, la alegría incontenible, que nadie nos puede arrebatar: Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, es nuestro Padre y todos somos hermanos. Somos hijos de Dios. Somos hermanos. Somos, sencillamente, hombres queridos por Dios. Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos. Hemos recibido el Espíritu de Jesús que nos hace clamar, «Abba», Padre mío, Padre querido. Sí, Dios ama a los hombres, a todos los hombres. Es admirable que nos haya creado; pero más admirable aún es que nos haya redimido. Quiere a cada ser humano por sí mismo, y hace salir su sol sobre buenos y malos, sobre justos e injustos, sobre todos, sin excepción, porque a todos ama. Más aún, sigue llamando «hijo» a quien le ha dejado y renegado de Él; busca, como pastor bueno y de corazón grande, la oveja que se ha perdido y se alegra cuando la encuentra. El no pasa de largo del hombre, menos aún pasa de largo del hombre pobre y caído -que somos cada uno-; en Jesús, su Hijo, nuestro hermano, carne de nuestra carne, se acerca, se aproxima, tanto, que se hace hombre, uno de los nuestros; para amar así en nosotros, hombres, lo que ama en su Hijo predilecto que se ha hecho hombre. Mayor cercanía no es posible, mayor identificación no es ni siquiera imaginable. Como el Buen Samaritano se acerca, se aproxima al hombre, robado, maltrecho y malherido, tirado en la cuneta del camino, para curarle de sus heridas, reintegrarlo y llevarlo a donde hay calor y cobijo de hogar. Se identifica con él, lo carga a sus espaldas, carga sobre ellas los sufrimientos nuestros, y nuestros pecados, «sus heridas nos han curado». ¿Qué más podía hacer por nosotros?¿Qué podemos hacer nosotros?. Ser como Él, buenos samaritanos; como El y gracias a Él, sentirnos enviados para llevar ese amor a los hombres que piden ayuda, llevar esa alegría de ser amados por Él.
¿Por qué no vosotros mismos?
Mirad, queridos jóvenes, a vuestro entorno y veréis cuántos hay que no saben de qué van por la vida; andan, en efecto, como desorientados, fugitivos de sí mismos y sin otro ideal que la evasión, el disfrute a toda costa, el sexo o la diversión que enajena. Muchos de ellos, jóvenes también como vosotros, parecen estar satisfechos, pero viven profundamente infelices, privados de la verdad, esclavos de sí mismos, o de las pasiones o del ambiente que los amenaza y envuelve, privados de la auténtica alegría, tristes, vacíos y desalentados. Caminan como ovejas sin pastor. Jesús tuvo compasión de los que andaban así, es decir, como ovejas sin pastor, sin norte y perdidos. Y dio su vida por ellos; y compartió su vida con ellos y multiplicó ante ellos y para ellos el pan. Así Él es Buena Noticia. ¿Por qué no sois vosotros, jóvenes, quienes, solidarios y compasivos, os acercáis ahora a ellos y, con Jesús, les anunciáis la Buena Noticia que andan buscando? Ellos os necesitan. Dadles vosotros de comer. Dadles vosotros ese alimento que necesitan para ser saciados en su hambre de verdad, de justicia, de paz, de felicidad, de paz, de esperanza, de vida. Ese pan, ese alimento es Jesucristo. Dadles vosotros de comer, dadles a Cristo, dadles el Evangelio. No los defraudéis. Mostradles palpablemente cómo se vive con entera juventud cuando se sigue a Jesús, cómo uno no queda defraudado, cómo uno queda saciado, cómo calma el hambre que se siente en esa penumbra de la tarde que es el desaliento y la desesperanza, esa oscuridad que os da las noches de los viernes y los sábados que nada os llenan y sí os sumen más en la noche y en el tedio de la desilusión.
Cientos de jóvenes por el antiguo cauce del río. M.GUALLART
Conocéis mejor que nadie, el ambiente juvenil y sois testigos privilegiados de los muchos y grandes problemas que en él están sufriendo en el momento presente. El paro, la dificultad para lograr el primer empleo, la caída de valores, la duda, el desaliento, el pasotismo, el consumismo, la droga, el alcohol, la violencia, la delincuencia, el sexo fácil,…Pero, al mismo tiempo, sabéis bien que en todo joven está viva, sigue viva, una sed grande de Dios, aunque, a veces, esa sed se esconda dentro de una actitud de indiferencia y aun de hostilidad hacia lo religioso.
Cuántos jóvenes, cuántos sedientos de verdad y de salvación, ansiosos de felicidad y de amor, cuántos son los que están deseosos de dar sentido verdadero a la propia existencia. Vosotros sabéis muy bien que otros jóvenes como vosotros querrían ser más, valer más, dar más, no vivir presos del tener ni de las cosas; pero no hay quien les invite ni les ayude a que eso sea posible. Mientras hay tantos jóvenes que buscan a Cristo, como a tientas y sin saberlo, son pocos los apóstoles, los jóvenes trabajadores que se prestan a ir a trabajar a este campo. Se necesitan jóvenes, animados por el Espíritu Santo, que anuncien el Evangelio, que se lo entreguen de propia mano. ¿Por qué no vosotros? Sois vosotros, los jóvenes, los primeros y más inmediatos evangelizadores de los jóvenes. Ese es vuestro, nuestro, primero y principal servicio hoy en relación con los hombres de nuestro tiempo: entregarles el Evangelio, que es Jesucristo. Como le dice san Pedro al tullido que se encuentra pidiendo a la puerta del templo de Jerusalén : «No tengo oro ni plata, lo que tengo te doy; en nombre de Jesucristo Nazareno, ¡levántate y anda!». Eso es lo que necesitan tantos jóvenes tirados por los suelos y sin capacidad para andar el camino de la vida con vigor y con esperanza, que alguien les entregue a Jesucristo, que les entreguen esta verdadera y plena riqueza, y que en su nombre se levanten esperanzados y vuelvan a andar y reemprendan el camino de la vida con sentido, con esperanza, con vigor y aliento de vida. Evangelizad. Anunciad a Jesucristo, sin complejos; que nos dé corte ni vergüenza anunciarlo y hablar de Él a los demás; nos os echéis atrás ni os avergoncéis en el anuncio del Evangelio, que es fuerza de salvación, realidad de esperanza, para todo el que lo acepta. ¡Sí!, «anunciad a vuestros coetáneos el Evangelio de Jesús, palabra siempre nueva y joven que continuamente renueva y rejuvenece a la humanidad. Emplead para esto todos los medios y ocasiones. Testimoniad la fe donde haya jóvenes como vosotros. Sabed ser críticos, cuando sea preciso, con respecto a la cultura en la que crecéis y que no siempre está atenta a los valores evangélicos y al respeto del hombre» (San Juan Pablo II).
El grito de África ante el Occidente opulento
Mirad, queridos jóvenes, a tantas gentes sumidas en extrema e inhumana pobreza, carentes de trabajo y de pan, hambrientos de pan y de justicia, sin lo mínimo necesario y sin el calor y el cobijo de un techo y de un hogar: recordad, por ejemplo, lo que estos días estamos viviendo en Valencia: los 629 inmigrantes y refugiados que han llegado a nosotros en el barco “Aquarius” procedentes del África subsahariana y que debemos acoger; o en esos más de mil que, por los mismos días, llegaban en pateras a las costas andaluzas. Miradlos bien. Jesús siente compasión y lástima de ellos, como aquellos que le seguían extenuados en la escena de los panes y los peces; y también, como a los discípulos – vosotros también sois discípulos suyos – os dice: «Dadles vosotros de comer», “acogedlos”. Tal vez digáis, como aquellos discípulos, que con lo poco que tenemos no hay ni para empezar para tantos. Pero Jesús sigue insistiendo : «Dadles vosotros, jóvenes de hoy, dadles de comer, dadle de lo poco o mucho que tenéis, cambiad vuestras actitudes, no cerréis vuestras entrañas, empezad ya a compartir, no os dejéis enredar por una sociedad consumista y de disfrute, pensad de manera nueva y diferente a como suelen pensar los que dicen : «ese es su problema», y «pasan”; todo puede ser distinto; también hoy puede darse el milagro de la multiplicación de los panes para que el pan llegue a todos los hambrientos y extenuados, se sacie y hasta sobre; basta abrirse al amor del Señor y seguir su palabra que nos dice : «Dadles».
Amigos, escuchad el grito de tantos y tantos, que están muriendo en el mar Mediterráneo que huyen de sus países en busca de una situación un poco mejor; el clamor de estas gentes, hermanos nuestros, de estos jóvenes, y de una infinidad de niños, de hombres y mujeres, de ancianos y de toda edad, que nos llegan de Africa y de otros lugares y golpean la puerta del Occidente opulento, del nuestro y dicen : «Señores de Europa, es a su solidaridad y a su bondad a los que gritamos por el socorro de Africa.
¡Ayúdennos! Sufrimos enormemente, tenemos problemas en el plano de los derechos del niño y del hombre, enfermedades, falta de alimento, escolarización. Nuestros padres son pobres…Por tanto, si ustedes ven que nos sacrificamos y exponemos nuestra vida es porque se sufre mucho en África». Desde allí nos está llegando este clamor de dolor, es el grito que nos llega del corazón de esa África que se desangra y muere ante la pasividad y la complicidad, en el fondo, del Occidente opulento; no interesa que crezca, menos aún que se desarrolle, hasta se organizan campañas para que no aumente la población porque eso no conviene al sistema de quienes detentan el poder económico, ideológico o político de nuestro mundo.
No podemos permanecer impasibles
Queridos jóvenes, no podemos permanecer impasibles. No podéis seguir con el mismo sentido de vida. Permitidme que, con todo afecto, os lo diga: pasamos de largo de tantísimos millones de hermanos nuestros que no tienen lo necesario; cuando aparece alguna noticia de calamidades en los medios de comunicación nos condolemos y hasta nos quejamos y protestamos; pero continuamos igual, pasando de ese «mundo de pobreza e inhumano». Vivimos muy bien y «muy a gusto» aquí, derrochamos mucho; cuánto se malgasta en modas o «marcas»; cuánto se consume en droga y alcohol, cuánta inversión en la industria del sexo…Sois los jóvenes -creo que lo sabéis bien pero no veis cómo puede ser de otra manera- el objeto directo del mayor de los negocios actuales al lado del negocio del armamento. No podemos quedarnos así; no os dejéis que os manejen; sed libres; buscad una humanidad nueva hecha de hombres que, como buenos samaritanos, no «pasen» del sufrimiento de los hermanos, de los hombres «tirados». Seamos buenos samaritanos de hoy cambiando de actitud: más austeros, más sensibles, más sacrificados. Seamos buenos samaritanos, unidos a Jesús, que hacen posible la nueva civilización del amor, que se plasma en la cultura de la solidaridad y de la vida, frente a la cultura de muerte e individualismo que nos envuelve. Seamos buenos samaritanos ante esos más de cincuenta millones de seres humanos, inocentes, indefensos, débiles, no nacidos, que no verán nunca la luz porque son asesinados legalmente por medio del aborto. Seamos, queridos jóvenes, buenos y nuevos samaritanos de hoy haciendo que surja la cultura de la vida, donde todo ser humano sea querido por sí mismo, sea respetado en su dignidad inviolable, sea promovido en su desarrollo, sea alentado.
Haciendo mías las palabras de San Juan Pablo II, os repito: «En esta época, amenazada por la cultura de la muerte, los jóvenes cristianos debéis ser testigos valientes de la dignidad de la persona, defensores de la vida humana en todas sus formas y promotores incansables de sus derechos. Frente a una cultura de la muerte y ante alienaciones como el narcotráfico, la violencia, la negligencia ante las necesidades de los niños abandonados, de los enfermos y los ancianos, y particularmente ante gestos destructivos como el aborto, os invito a ser «profetas de la vida» trabajando por la cultura de la vida con la creatividad y generosidad que os caracterizan».
Todo esto pertenece a la entraña del Evangelio. Llevad el Evangelio del amor a todos. Implantad el Evangelio de la vida. Os lo digo de nuevo, mirad, contemplando este mundo nuestro, y observad esa otra impresionante pobreza, la que surge por la falta del consuelo y de la dicha que es el conocimiento del Evangelio, porque no hay apóstoles ni evangelizadores suficientes que se lo entreguen en obras y palabras. Aquí está la raíz de todas las pobrezas, les falta el Evangelio. Escuchad atentos el poderoso llamamiento que nos llega de ellos a ser evangelizados: llaman a nuestras puertas, las puertas de la Iglesia, para que les hagamos presente en obras y palabras el Evangelio que es Jesucristo. Mostradles con obras y palabras que ellos son amados por Dios, que Cristo ha muerto por ellos. Mostradles vuestro amor. Mostradles lo que habéis aprendido en la escuela de Cristo: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, sin medida y hasta el extremo. Llevadles el Evangelio, porque ésa es la exigencia del amor de Cristo. No tengáis miedo de las exigencias del amor de Cristo. El Espíritu Santo está con vosotros. El Espíritu que sacó del miedo y del refugio a los apóstoles para anunciar a Cristo, que es nuestra esperanza y el único en que podemos ser salvados. Vosotros necesitáis a Cristo; pero Cristo ha querido necesitar de vosotros y os pide ayuda. ¿Se la vais a negar vosotros, que tenéis un corazón grande y generoso, y que no resistís cuando alguien os quiere como Jesucristo, que se ha entregado por vosotros? El necesita de vosotros para seguir siendo «Buen samaritano» en medio de los hombres de hoy, los desgraciados y necesitados de nuestro tiempo; vosotros necesitáis de El para vivir, como El, siendo hermanos.
Queridos jóvenes, haciéndonos eco de las palabras que ese gran amigo vuestro, San Juan Pablo II, dijo en la Eucaristía inaugural de su pontificado, y os repitió tantas veces después, hoy también os digo : «¡No temáis! ¡No tengáis miedo a Cristo! Al contrario, ¡abridle vuestra vida, vuestra mente, vuestro corazón, vuestros ámbitos de estudio o de trabajo, vuestras alegrías y vuestros sufrimientos, vuestras relaciones y vuestros amigos, para que podáis experimentar el gusto por la vida que tienen los que son de Cristo! Es posible que el cristianismo os parezca a muchos una cosa aburrida y triste, o un conjunto de ritos incomprensibles o de normas extrañas y curiosas que viene a hacer la vida más difícil de lo que ya es en sí. Os podemos asegurar que no es así, que esa imagen es una deformación terrible del cristianismo. Tal vez los cristianos hemos dado esa impresión en ciertos momentos de la historia, o todavía la damos a veces hoy, pero entonces lo que veis no es el cristianismo, sino unos pobres sustitutivos moralistas o formalistas de la fe, casi una señal cierta de una fe raquítica, débil. Quienes hemos tenido la gracia inmensa de conocer a muchos cristianos verdaderos, os podemos asegurar que Jesucristo es una fuente inagotable de gusto de vivir, de amistad y de alegría. Cuanto más unido está uno a Cristo, cuanto más vive uno de Cristo y para Cristo, más grande es el amor por la vida, la gratitud por ella y por todas las cosas buenas que hay en ella, y más indestructibles el gozo y la esperanza.
¿Dónde encontrar a Cristo vivo hoy?
¡Buscad a Cristo, acogedle a Él! Él está muy cercano a cada uno de los jóvenes. Tuvo y tiene predilección por vosotros los jóvenes. Y vosotros tenéis predilección por Él. ¡Cómo vibráis, cómo estáis atentos, con una mirada limpia y fija cuando os hablo de Él!. Basta miraros para comprender que os interesa, como vosotros le interesáis a Él. Cuando todos dejaron a Jesús sólo ante la inminencia de la muerte, cuando lo apresaron, y, sobre todo, cuando lo crucificaron, todos sus discípulos se escondieron o huyeron; solo un joven, Juan, estuvo allí, junto a la Cruz, junto a María, su Madre. Y es que los jóvenes intuís que sólo Él tiene palabras de vida eterna. ¿A quién vais a acudir si no es a Él?. Como aquel joven del Evangelio, al que – ¿lo recordáis?- Jesús miró con cariño -así os mira siempre El-, buscáis respuesta a los interrogantes fundamentales, el sentido de vuestra vida y un plan concreto para comenzar a construir vuestra vida. Los jóvenes buscáis a Dios, buscáis el sentido de la vida, buscáis respuestas definitivas: «¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?», preguntó a Jesús aquel joven recogiendo la pregunta que, en el fondo, os planteáis todo los jóvenes, «¿Qué tengo que hacer para ser verdaderamente feliz?». La respuesta os la da Cristo, es el mismo Cristo, el Amigo que nunca defrauda, con el que siempre se puede contar.
Jóvenes, escuchad su voz y seguidlo, sólo El os conducirá a la verdad plena sobre la vida. Aquel joven del Evangelio, se marchó entristecido, falto de alegría, porque era rico y no quiso dejarlo todo para seguirlo. Que la tristeza no se apodere de vosotros como se apoderó del joven rico; así que no temáis, no tengáis miedo, y seguidlo: sólo Él «llena» de verdad la vida; que Él sea vuestro dueño y Señor, que vuestro pensar y vuestro sentir, vuestro querer y vuestro actuar, sea el suyo -eso es seguirlo dejándolo todo-, y seréis libres, os sentiréis dichosos.

¡Venid a Él! todos los que estáis cansados y agobiados!

¿Dónde encontrar a Cristo vivo hoy?¿Quién os puede llevar hasta Él?¿Quién os lo mostrará? Preguntáis, en efecto, dónde es posible hallarlo, como una ayuda concreta para la vida, que no sea una ilusión o una fantasía, una abstracción en forma de reglas y normas, o un mero recuerdo de alguien que vivió hace dos mil años, os aseguro que «Cristo puede ser encontrado hoy en su Cuerpo, que es la Iglesia. Sí, esta Iglesia concreta, cuya cabeza es el Papa Francisco, y de la que soy pastor junto con él, es hoy el Cuerpo de Cristo. Como su humanidad, su ‘cuerpo’, hacía visible ‘el Verbo de la Vida’ durante su ministerio terreno, hace dos mil años, así la Iglesia lo hace visible hoy para los hombres de todas las razas y de todos los pueblos. Purificado por los sacramentos del bautismo y de la penitencia, alimentado con la Eucaristía, vivificado por el Espíritu Santo de Dios, ese pueblo que es la Iglesia, a pesar de todas sus debilidades, es portador de Cristo, hace presente a Cristo a lo largo de toda la historia. En ese pueblo están, indefectiblemente, su palabra y sus sacramentos: es decir, está su gracia, su fuerza redentora. En él se da también esa inefable comunión y ese amor que cambian la vida de quien sigue la vida de la Iglesia con sencillez. Y por eso, en él no dejan de florecer innumerables hombres y mujeres que ponen de manifiesto de mil modos, en mil circunstancias diversas, cómo Jesucristo hace posible al hombre vivir plenamente la verdad de su vocación. «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo», ésa fue la promesa del Señor. Y nosotros somos testigos de que esa promesa se cumple.
En vuestra búsqueda no podéis dejar de encontrar a la Iglesia. No podemos encontrar a Cristo al margen de la Iglesia. Algunos dicen: «Jesucristo, sí, pero la Iglesia, no»; «creo en Jesucristo, pero no creo en la Iglesia»; «amo a Cristo, pero no quiero saber nada de la Iglesia». ¿Se puede creer en Cristo, quererle a Él, y no querer a la Iglesia, cuando el más hermoso testimonio de Cristo nos lo da san Pablo, cuando decía : «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella»?¿Podemos quererle a Él y no querer a esta Iglesia por la que lo dio todo y se dio todo sin medida?. Amad a la Iglesia. Sentíos muy cercanos de la Iglesia, como ella se siente cercana a cada uno; nada vuestro es ajeno a ella. Acercaos a la Iglesia, venid a ella.
«Venid y veréis», les dijo Jesús a Juan y Andrés, los primeros que se acercaron a él por indicación de Juan el Bautista. Ellos también buscaban, acaso sin saber muy bien lo que buscaban. Buscaban su felicidad, buscaban a Dios. Oyeron al Bautista hablar de Jesús, y llamarle «el Cordero de Dios». Y se fueron tras El. «Maestro, ¿dónde moras?», le preguntaron. «Venid y veréis», respondió Jesús. Muchos años después el Evangelista San Juan se acordaba todavía de la hora de aquel encuentro decisivo, el más decisivo de su vida, y el más decisivo para la historia del mundo. «Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con El aquel día. Eran como las cuatro de la tarde». Al día siguiente, les contaban a sus amigos que habían encontrado al Mesías. Lo mismo os dice a vosotros, queridos jóvenes, vuestro Obispo: «Venid y veréis». Acercaos, probad seriamente a vivir la vida de la Iglesia».
Cuando se ve a Cristo sin la Iglesia o separado de ella es como si se viera a un fantasma, algo irreal, algo que se esfuma y desvanece. Así les pasó una noche a los discípulos en el lago de Genesaret; ellos iban en la barca – en el Evangelio, y desde los comienzos, la barca es símbolo de la Iglesia, como aquella barca de Noé que fue lugar para la humanidad en el diluvio-; Jesús, de madrugada se les acercó andando sobre el agua; ellos se asustaron al verlo andar sobre el agua, pensando que era un fantasma; no lo vieron con ellos, lo vieron separado de la barca, así tuvieron miedo y creyeron que se trataba de un fantasma. ¡No tengáis miedo!, Jesús camina con la Iglesia sobre las aguas difíciles del mundo y de nuestro tiempo, va hacia ella y con ella, y, como en esa escena, llama a Pedro, llama a la Iglesia, nos llama: «Ven».
Queridos jóvenes: Id hacia Él con decisión, con Pedro, con la Iglesia, sin dudar de Él,sin dudar de que se trata de Él, en persona que está allí presente, en la Iglesia y a su lado; cuando se duda de que esto es así, ante el viento de las dificultades que azota fuerte, todo se tambalea, se pierde pie, se hunde uno, como le pasaba a Pedro. Pero Jesús, nos agarra de la mano, y nos saca de la zozobra. ¡No tangamos miedo de la Iglesia ni nos apartemos de ella! Los jóvenes necesitáis conocer la Iglesia y descubrir en ella a Cristo, que camina a través de los siglos con cada generación, con cada hombre.
El grupo de jóvenes valencianos en Taizé.
No receléis de la Iglesia; que no os dominen ni vuestros prejuicios ni los de vuestro alrededor respecto de la Iglesia; se la critica mucho, se la ama poco, se la conoce menos; se dice de ella que está cargada de pecados, de faltas; siempre se alude a los mismos tópicos -el caso Galileo, la Inquisición o las Cruzadas- de manera superficial, como si eso fuese toda la vida e historia de la Iglesia; a veces se os oye decir que la veis vieja y fea : sí, fea, por mis pecados, por los tuyos, por los de todos los que la formamos, los pecados de los hombres de todas las épocas; pero gracias a que es así yo, y tú, joven, que somos pecadores podemos estar en ella, vivir en ella, conocer a Cristo en ella, gozar de su amor, participar de su perdón y de su Cuerpo, escuchar su Palabra de Luz y de Vida. Os lo digo con toda verdad: lo mejor que me ha podido pasar es encontrarme con la Iglesia, ser Iglesia, porque en ella me he encontrado con Cristo, que con mucho es lo mejor, lo más importante incomparablemente que le puede suceder al hombre.
No os quedéis mirándola desde fuera, entrad en ella y descubriréis su belleza, su luz esplendorosa, que no es otra que Cristo y su amor, su gracia y su verdad. ¿Qué le pasa a uno que se queda fuera de nuestra Catedral? Sólo entrando en ella se puede ver y apreciar, experimentar, su grandeza. Entrad, por eso, en la Iglesia, conocedla desde dentro, probad a vivir su vida. En el fondo es muy sencillo. Los signos de la redención están muy cerca de vosotros. Abrid los ojos, estad atentos a las personas de fe viva y verdadera que haya en vuestro entorno. El Espíritu Santo no deja de renovar las comunidades de la Iglesia y suscitar en su seno nuevos carismas, formas y estilos de vivir la misma fe. No temáis uniros a aquellos lugares donde el espectáculo de la fe vivida os provoque una claridad, un gusto y una alegría mayores, según vuestras circunstancias, vuestra historia y vuestro temperamento personal. Así podréis experimentar cómo Cristo cambia la vida y llena de gozo. Como para Juan y Andrés, y como para tantos otros después, hasta nosotros, el encuentro con Cristo es lo más grande y natural. Lo más decisivo y lo más inesperado. Y a la vez lo más sencillo, lo más humano.
Cuando uno se encuentra con Jesucristo todo cambia, todo se renueva, porque Él tiene afecto a todo el hombre, a todo lo humano, todas las esferas de la vida tienen que ver con Él; en caso contrario, Él no tendría que ver con nada. Nada humano le es ajeno; sólo Él sabe lo que hay en el corazón del hombre; todo lo humano le importa. No podemos, por ello, seguir manteniendo, mis queridos jóvenes, una situación en la que la fe y la vida que se desprende del Evangelio se arrinconan en el ámbito de la más estricta privacidad, quedando así mutilada de toda la influencia de la vida social y pública. La fe en Jesús, el encuentro con Él provoca y desencadena un nuevo estilo de vivir: el del Evangelio, el del perdón, el de la amistad, el de la generosidad y el compartir…Una de las trampas peores en que podemos caer es pensar que la fe es para una esfera exclusivamente religiosa, pero no para la totalidad de la vida. Uno de los males más graves que podrían aquejarnos es una fe que, separada de la vida, no afecta a la totalidad de la existencia y a la realidad en todas sus dimensiones. El encuentro con Jesucristo, Camino, verdad y Vida, la fe en Él y su seguimiento implica un cambio real que se hace efectivo en todos los órdenes de la vida real, en la vida interior y religiosa, en la vida matrimonial y familiar, en el ejercicio de la vida profesional y social, en las actividades económicas y políticas, en todo lo que es tejido real y social en el que de hecho vivimos inmersos y nos realizamos como personas.
Por eso, evangelizar para que los hombres se encuentren con Jesucristo, se conviertan y crean, para que hagan de la fe y de esa experiencia de Jesús la pauta inspiradora de su conducta individual, familiar, social y pública es, sin duda, la primera y la más importante respuesta que los cristianos podemos dar a los hombres, también en orden a la transformación del mundo y a una solución más justa de sus grave problemas humanos y sociales. La hora que vivimos, como tantas veces nos dice el Papa Francisco a toda la Iglesia, ha de ser la hora de la evangelización, la hora de que seamos fermento del Evangelio para la animación y transformación de las realidades temporales, con el dinamismo de la esperanza y del amor cristiano. Por eso, mis queridos amigos, si nuestra vida, si vuestra vida «está orientada por Cristo, la cultura y la sociedad serán más cristianas, porque vosotros mismos la habréis cambiado, al menos en parte» (San Juan Pablo II). No escondáis el Evangelio, vividlo en el mundo para que sea su fermento que lo transforme y algo nuevo, como vosotros, en vuestro corazón limpio de joven desearíais.
Sin miedo, a las calles y plazas
La Iglesia necesita vuestras energías, vuestro entusiasmo y vuestros ideales juveniles para hacer que el Evangelio penetre el entramado de la sociedad, transformando el corazón de la gente y las estructuras de la sociedad, para crear una civilización de justicia y amor verdadero. Hoy, en un mundo que carece a menudo de la luz y de la valentía de ideales nobles, la gente necesita más que nunca la espiritualidad lozana y vital del Evangelio. No tengáis miedo de salir a las calles y a los lugares públicos, como los primeros apóstoles que predicaban a Cristo y la Buena Nueva de la salvación en las plazas de las ciudades, de los pueblos y de las aldeas. No es tiempo de avergonzarse del Evangelio. Es tiempo de predicarlo desde los terrados. No tengáis miedo de romper con los estilos de vida confortables y rutinarios, para aceptar el reto de dar a conocer a Cristo en la metrópoli moderna. Debéis ir a los «cruces de los caminos» e invitar a todos los que encontréis al banquete que Dios ha preparado para su pueblo. No hay que esconder el Evangelio por miedo o indiferencia. No fue pensado para tenerlo escondido. Hay que ponerlo en el candelero, para que la gente pueda ver su luz y alabe a nuestro Padre celestial. Jóvenes, la Iglesia os pide que vayáis, con la fuerza del Espíritu Santo, a los que están cerca y a los que están lejos. Compartid con ellos la libertad que habéis hallado en Cristo. La gente tiene sed de auténtica libertad interior. Anhela la vida que Cristo vino a dar en abundancia. Ahora que se avecina una nueva época, para la que toda la Iglesia debería estar preparándose, el mundo es como un campo ya pronto para la cosecha. Cristo necesita obreros dispuestos a trabajar en su viña. Vosotros, jóvenes católicos, no lo defraudéis. En vuestras manos llevad la Cruz de Cristo. En vuestros labios, las palabras de vida. En vuestro corazón, la gracia salvífica del Señor.
Hay momentos y circunstancias en que es preciso hacer elecciones decisivas para toda la existencia. En estos tiempos «recios» que vivimos, cada uno de vosotros está llamado a tomar decisiones valientes: decisiones valientes y generosas para seguir a Jesús, darlo a conocer y entregarlo a los demás como sacerdotes, en la vida consagrada, en la acción misionera. En la vocación sacerdotal, religiosa o misionera encontraréis la riqueza y la alegría de la entrega de vosotros mismos para el servicio de Dios, y de vuestros hermanos. ¿Cuál será, pues, vuestra libre y generosa decisión?
Sé que, a veces, -tal vez muchas-, experimentáis dificultades reales para afirmar y vivir vuestra fe; pero también sé de vuestra generosidad y vuestro coraje. Dios y su Iglesia esperan mucho de vosotros, confían totalmente en vosotros. Sé que se os puede pedir mucho, que deseáis que se os pida mucho; no os contentáis con medianías; no os satisfacen los sucedáneos, a los que tan acostumbrados nos tiene este mundo hedonista, placentero, y fácil. ¡Navegad mar adentro!, les dijo Jesús a sus discípulos; remad arriba, siempre adelante, a lo más hondo de nuestro mundo y de nuestra humanidad. Nada de quedaros en tierra, cómodamente instalados. Id siempre hacia lo más alto. Así viviréis en la alegría. Esa alegría que tiene su fundamento no en el tener, no en el poder o el dominio, no en el goce o disfrute individualista o en el bienestar a toda costa, sino en la donación de vosotros mismos, en el dar una preferencia absoluta a las cosas del Reino de Dios. Se trata de la alegría profunda y exigente de las Bienaventuranzas, de los santos – ¡no tengáis miedo a ser santos!- , de los lugares y de las personas en que se vive la entrega total a Dios, donde se tiene a Dios que basta, donde no se tiene nada porque se tiene todo, y el «todo» es Dios. Es la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena: la alegría que nada ni nadie os podrá quitar, la que es fruto del amor y por consiguiente de Dios mismo en persona, que es Amor.
El mundo actual necesita de vosotros, porque necesita evangelizadores, pero no evangelizadores tristes y desalentados, sino hombres y mujeres de fe, cuya vida irradia amor y alegría en Cristo Jesús, testimonio de salvación, disponibilidad plena para consagrar su vida a la tarea de anunciar el Evangelio del Reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo. El Reino de Dios es justicia, paz y gozo en el Espíritu. Por eso los santos tienen que ser necesariamente alegres. Dichosos, como la Virgen María, porque creen, se fían, confían, esperan contra toda esperanza, pliegan su voluntad a la de Dios; dichosos porque escuchan la Palabra y la voz del Señor; dichosos porque viven la misma vida de Cristo, que es la vida de las Bienaventuranzas, de las alegrías profundamente humanas : dichosos los pobres, dichosos los mansos y humildes de corazón, los limpios de corazón, los que lloran, los misericordiosos, los que tienen hambre y sed de la justicia, los que trabajan por la paz, los que son perseguidos por causa de Jesús. Con alegría y esperanza, caminemos, pues, queridos jóvenes, puesta nuestra mirada en Quien es nuestra meta, al que todas las miradas del mundo se dirigen, porque en Él está la salvación, la Buena noticia de los pobres, la sanación de los corazones desgarrados, la verdadera libertad, el tiempo de gracia, toda gracia y don de Dios. Que el próximo Sínodo de los jóvenes sea un medio de Dios para que las cosas cambien a mejor en el sentido que en esta Carta os ofrezco de todo corazón y con mi entera amistad.
¡Animo y adelante!. La Virgen María, Nuestra Señora de los Desamparados, os acompaña, os guía y protege; que Ella sea para vosotros ayuda y esperanza.
Valencia, 24 de junio, 2018, Fiesta de San Juan Bautista