Ángel Pérez es ingeniero agrónomo y junto con su familia el verano es tiempo de misión. Durante un mes lo dejan todo para “conocer más caminos de Dios” en República Dominicana, en un pueblo de la provincia de San Juan de la Maguana, Sabaneta.

BELÉN NAVA| 20.10.23

El primer contacto de Ángel con las misiones viene de sus tiempos colegiales. “Yo estudié en el colegio de Escolapios de calle Carniceros en Valencia. Como cristiano, desde muy pequeño fui inspirado por estos misioneros que venían normalmente de Nicaragua. Eran sacerdotes que venían con una gran calma interior y eran capaces de transmitir la gran ilusión de conocer y compartir el cristianismo con otras culturas, otros niños. Yo me preguntaba cómo sería todo ese mundo, tenía curiosidad de conocerlo y vivirlo. Siendo adulto, nunca tuve la valentía de dejar todo por algo que no conocía, la misión.

A través de un gran amigo, Vicente, conoció la posibilidad de ayudar en las misiones en verano. “Figúrate que ilusión me dio pensar que podía compartir esta vivencia, por el corto periodo de tiempo de un mes, que me permitiera compaginar trabajo, familia y conocer más caminos de Dios”, comenta.

“En un principio, yo no sabía lo que me iba a encontrar allí, pensaba que podría dar clases de lectura a niños o preparar juegos en los campamentos de verano, pero me dije a mi mismo, que sea lo que Dios quiera. No sabía lo mucho que me iba a encontrar a Dios en mi corazón”, asegura.

Ángel, su mujer Lili y su hijo Ángel fueron asignados a la misión en Sabaneta en un pueblo de la provincia de San Juan de la Maguana en República Dominicana.

Tras varios vuelos, de Barcelona a Bogotá y desde allí a Santo Domingo, y varias horas de autobús, Ángel y su familia tuvieron su primer contacto con la misión. “Veía pequeñas casas precarias con techos metálicos, paredes de cemento mal cubiertos, carreteras de trocha y muchos niños jugando y riendo juntos”.

Su hogar durante el siguiente mes fue una casita de tres habitaciones, camas muy rudimentarias, un baño común con ducha, agua que llegaba a un pequeño depósito cada dos días, una cocina diminuta…

“Las paredes de la casa eran prefabricadas, mal acopladas, donde se filtraba el agua de lluvia, y la misionera risueña nos decía, esta casa es a prueba sísmica. El techo era de metal y prácticamente sin ningún tipo de ventilación”, comenta Ángel.
Pronto conocieron su misión que no sería otra que visitar a las comunidades de haitianos para integrarlos en las comunidades cristianas católicas dominicanas, a través de reuniones, organizando grupos de oración por cada comunidad. “En un principio me sentó como un jarro de agua fría, por todos los prejuicios que llevaba yo desde España. Bueno, luego pensé que sea lo que Dios quiera”.

También conocieron a Saul, el responsable de la comunidad. “Fue una acogida increíble llena de generosidad, amor y amistad hacia nosotros tal que no teníamos ganas de volver a casa”, indica.

De igual manera, visitaron Aventura, un internado donde dan continuidad a la educación secundaria, a niños que no pueden acceder a otros institutos por cuestión de lejanía y recursos. “La sensación que te producía era de paz y te hacía pensar la gran ayuda de la iglesia que realiza para los más desfavorecidos”.

COMIENZA LA MISIÓN
Llegó el día en que comenzó la misión. “Puerta a puerta saludábamos a las familias y les invitábamos a la oración, primero a la comunidad dominicana y luego a las comunidades haitianas, por cuestión de lejanía. Los haitianos me miraban con desconfianza, temerosos, pero con gran respeto. Yo pensé, no van a venir a la oración”.

Mientras preparaban la oración, Ángel pudo compartir las experiencias de Dios en su vida. “Mi gran decepción era que no había venido ningún haitiano”. Aunque todo iba a cambiar.

“Dios es sorprendente por los caminos desconocidos que nos muestra. A lo lejos vi a un haitiano acercándose temeroso de ser rechazado”. No se sentía a gusto y a punto estuvo de irse. Sin embargo, al momento llegaron dos familias de haitianos.
Esto conmovió a Ángel hasta el punto de llevarlo a las lágrimas. “Me había conmovido la grandeza que hace Dios de cada uno, yo que venía con un corazón duro desde España, me habían tocado el corazón estas familias de haitianos. Con lágrimas en los ojos di gracias a Dios en voz alta, de que nos acompañaran estas familias de haitianos en nuestra oración y pedí a Dios que esto se repitiera como hijos de Dios que somos todos. Al final de la oración nos abrazamos y reconocimos que habíamos tenido una experiencia de oración muy bonita y que deberíamos de repetir en más ocasiones”.

Así fueron pasando los días, “llenos del amor de Dios. Estas comunidades nos llenaron de generosidad, nos invitaban a comer con lo poco que disponían y nos arropaban con sus abrazos y sus palabras de cariño y amistad. En ellos veía el cielo, la misericordia de Dios, el corazón humano y el placer de compartir con los demás”.

“Allí me di cuenta que Dios obra en nosotros, lo único que tenemos que estar despiertos, abrir los ojos a lo que Dios quiere de nosotros y ser valientes para seguirlo”, concluye Ángel después de vivir esta experiencia junto a su familia.