6-06-2018
La fiesta de Corpus, en todas las partes, también aquí en Valencia de modo particular, tiene un especial esplendor -¡Qué esplendor el de Valencia capital! -. Como decía la sabiduría y la fe popular, es un día «que reluce más que el sol». Necesitamos darle un realce y un esplendor si cabe mayor todavía que en lCas épocas en las que ha tenido un máximo esplendor. Para que tenga ese esplendor es preciso que sea una fiesta donde se proclame con toda verdad gozosamente la fe que le da sentido y razón: que sea un día donde, de verdad, se renueve y confiese públicamente con los labios y el corazón, la fe en Jesucristo, «Amor de los amores», y se adore al Señor inseparablemente de la vida y obras de caridad: Día del amor fraterno, Día de la caridad.
Junto a la Rocas, a las flores, los pétalos de rosas perfumadas, las músicas, los cantos, las colgaduras que embellecen y engalanan los edificios al paso de la procesión de esta tarde, lo más importante, lo que cuenta, más allá de todo, es la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento del altar, al que adoramos.
En este sacramento se encuentra el Cuerpo de Cristo, el Cuerpo de Cristo entregado por nosotros, ahí está la gran belleza, la suprema belleza del amor, el gran signo y la gran realidad de unidad y reconciliación que tanto nos urge: esto es lo principal, lo verdaderamente importante y sustancial de este día, el esplendor de esta fiesta de Corpus, del Cuerpo de Cristo, Hijo de Dios, entregado por nosotros, y de la sangre de Cristo, derramada para el perdón e nuestros pecados.
El Cuerpo y la Sangre de Cristo reclaman el verdadero culto, el culto en espíritu y verdad, el que agrada a Dios, el que el mismo Cristo ofreció al Padre: el de su vida entregada por amor y en servicio de los hombres, cumpliendo así la voluntad del Padre. Por eso el esplendor del Corpus no puede ser otro que el esplendor de la adoración verdadera inseparable de la caridad y del amor fraterno, la entrega y el servicio, la solidaridad, la caridad para con los pobres, los afligidos, los débiles y los últimos, la donación gratuita de cuanto somos y tenemos a los que nos necesiten. Las obras de caridad, compartir el pan nuestro de cada día, son exigencias del sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. La celebración del Corpus con esplendor reclama por ello superar tantos egoísmos que nos encierran en la propia carne e intereses, superar cuanto rompa la comunión y la paz, superar cuanto destruye la unidad y causa división, o pobreza.
Celebrar con esplendor la fiesta de Corpus reclama no pasar de largo de los necesitados ni, menos aún, utilizarlos para los propios intereses; reclama asimismo el estar y sentirse cercano a los que tienen hambre y sed, son explotados o extranjeros, se encuentran enfermos o están amenazados de miles formas en sus vidas -aunque sea no nacida o esté en fase terminal-; celebrar esta fiesta con esplendor reclama también ser y sentirse próximos a quienes vagan sin sentido o sienten conculcada su dignidad. No podemos celebrar esta fiesta y olvidar a los parados, a los afligidos y a los tristes, ignorar tantas situaciones de precariedad, de malos tratos, y de exclusión como se dan en nuestro entorno. Conocer y confesar la presencia de Jesucristo en medio nuestro en el Santísimo Sacramento de su Cuerpo, es reconocer a Jesucristo en los pobres (cf. Mt 25), los humillados, los sin techo, los tristes y desconsolados.
El esplendor de la fiesta de Corpus, más allá de los adornos de nuestras calles que no debemos escatimar, sobre todo radica en unirnos a Jesucristo tal y como está en la Eucaristía, amándonos unos a otros como Él mismo nos ha amado: compartiendo, acercándonos de manera real y efectiva a todos los «crucificados» y pobres de nuestro tiempo, a los cristianos perseguidos por causa de su fe, en los que Cristo está también presente con esa otra presencia distinta a la Eucaristía, pero inseparable de ella. De la Eucaristía nace y toma fuerza el amor de Dios y a los hermanos, inseparables entre sí; la participación en la Eucaristía y su adoración impulsan a reconocer y promover la inalienable dignidad de todo ser humano por medio de la justicia, de la paz, la libertad y la concordia, y a compartir el pan con los demás y a ser, de algún modo, también pan para los demás: así promoveremos el bien común.
En el misterio que, con tan singular esplendor e inigualable belleza celebramos en Valencia este día de Corpus se concentra y resume toda la historia de Dios con el hombre, la entera historia de amor de Dios en favor de los hombres, de su desbordante misericordia para con nosotros. Ahí está Dios, que es Amor; ahí vemos y palpamos la grandeza y dignidad de todo hombre así querido y amado por Dios. En este Cuerpo y Sangre que se expone a la adoración y contemplación de todos, ahí está el acontecimiento central de la historia del mundo que atañe de manera tan decisiva como única a cada hombre y al mundo entero. Todo está ahí y todo se resume ahí. Invito a meditar, contemplar y adorar, en estos momentos y siempre, el decisivo acto de amor con el que Jesús, en aquella imperecedera Cena, la noche antes de su Pasión, rebajándose hasta el extremo anticipó su propia muerte, la aceptó en su interior y la transformó en un acto de amor, en la única revolución realmente capaz de renovar al mundo y de liberar al hombre: la revolución del Amor, la revolución de Dios, que es Amor.
El Cuerpo de Cristo, la Sangre de Cristo, su muerte en cruz, de por sí violenta y absurda, se ha transformado en un supremo acto de amor y liberación definitiva del mal para la humanidad. Allí, en la Cruz, en el Cuerpo de Cristo que cuelga de la Cruz y que está ante nosotros mismos en el altar, en el sagrario o recorriendo las engalanadas calles de nuestros pueblos y ciudades, ahí puede contemplarse la verdad de Dios que es amor; a partir de ese Cuerpo se debe definir qué es el amor; desde esa mirada el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar; lo que ha de distinguir nuestras vidas marcadas por el nuevo y original mandamiento de Jesús. No olvidemos, por lo demás, que el «mandamiento del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser ‘mandado’ y exigido porque antes es dado» (Benedicto XVI).
Adentrémonos en este abismo de grandeza, de belleza y de amor insondable e infinito en este esplendor del misterio eucarístico, del misterio del Cuerpo de Cristo, y dejémonos apropiar, adueñar por Él. Para renovar nuestras vidas y nuestro mundo, hermanos, miremos atentos, estemos abiertos, acojamos al Cuerpo de Cristo, vivamos y aprendamos del «Sacramento de caridad» su gran lección.
Se trata del «don que Jesucristo hace de sí mismo revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre». Jesús ha perpetuado su acto de entrega en la Eucaristía durante la última cena y lo ha entregado en el sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. «En este admirable Sacramento se manifiesta el amor ‘más grande’, aquél que impulsa a ‘dar la vida por los propios amigos’. En efecto, Jesús ‘los amó hasta el extremo’. Con esta expresión el evangelista presenta el gesto de infinita humildad de Jesús: antes de morir por nosotros en la cruz, ciñéndose una toalla, lava los pies a sus discípulos. Del mismo modo, en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos ‘hasta el extremo’, hasta el don de su cuerpo y de su sangre. ¡Qué emoción debió embargar el corazón de los Apóstoles ante los gestos y palabras del Señor durante aquella Cena! ¡Qué admiración ha de suscitar en nosotros este Misterio!
En el Sacramento del altar, el Señor va al encuentro del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, acompañándole en su camino. En efecto, en este Sacramento el Señor se hace comida para el hombre hambriento, hambriento de libertad. Puesto que sólo la verdad nos hace auténticamente libres, Cristo se convierte para nosotros en alimento de la Verdad, la verdad del amor, que es la esencia del mismo Dios. Ésta es la verdad evangélica que interesa a cada hombre y a todo el hombre. Por eso la Iglesia, cuyo centro vital es la Eucaristía, se compromete a anunciar a todos, «a tiempo y a destiempo», que Dios es amor.
Por esto es tan importante la fiesta del Corpus Christi, providencial, este año por las circunstancias concretas en las que la celebramos. Cuántas lecciones podemos y debemos aprender hoy y poner en práctica, sacadas de la Eucaristía. En primer lugar que no solo de pan o de economía, de riquezas o de sueldos, vive el hombre, sino de este Pan de Dios, bajado del cielo, que da la vida y la llena de amor, de alegría y esperanza, y fragua la unidad entre todos, y de la Palabra que sale de la boca de Dios.
Esto es lo que la Iglesia ofrece a los hombres, a la sociedad, en estos precisos momentos: ofrecemos lo mejor que se nos ha dado a la Iglesia, a nosotros, y esto mejor es: la fe, el misterio de la fe que hoy celebramos, el Cuerpo de Cristo, el misterio del despojamiento de su rango o condición de Dios, de su rebajamiento y anonadamiento, de la entrega y el servicio de Dios mismo, Amor de los amores, el servicio y la donación de su amor sin límites a los hombres para el momento presente, para que nos amemos con su mismo amor y como Él nos ama, sin avasallamientos ni dominios: ¿quién puede temer esta fe, o quien puede ver en ella dominio, colonialismo, poder, negación de libertades, intransigencias? Que nadie tema a esta fe, cuya substancia está en el sacramento de la fe, el cuerpo y la sangre de Cristo, que hoy celebramos.
No, no es el poder ni la lucha por el poder lo que salva, ni tampoco la amoralidad sistemática, ni carecer de principios y valores fundamentales y válidos para todos, ni la traición, ni las maniobras para vencer e imponerse sobre los otros vencidos y derrotados, ni la falsedad, la mentira o las argucias sibilinas, o el odio, la división, la que nos abren caminos de futuro para edificar una sociedad y una ciudad nuevas: solo nos salva el amor, el que vemos aquí, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y se nos entrega sin condiciones ni intereses espúreos, o se derrama por nosotros para el perdón y la reconciliación; sólo ese amor es digno de confianza para una mesa común, para una casa para todos, o una ciudad libre abierta sin exclusiones. Esto es básico y fundamental para un rearme moral que tan urgente es entre nosotros para la reconstrucción de nuestra sociedad sobre la base de la verdad de Dios y del hombre, sobre el amor, sobre la justicia, sobre los derechos humanos fundamentales, sobre principios que vertebradores del bien común, y sobre la unidad: Esto es la fe que profesamos llenos de alegría, este es el misterio de la fe, que ofrecemos a todos, no imponemos a nadie, pero exigimos el respeto a esa fe que profesamos, porque es un derecho inalienable que nos corresponde y nadie nos puede cercenar.
Una lección que los cristianos hoy hemos de aprender, en este preciso día de este concreto año, es prioritariamente, avivar la fe, tener fe, profundizar y consolidar esta fe: este es el sacramento de la fe, Dios está ahí, Amor de los amores, abre caminos de futuro y esperanza, de cambio profundo y verdadero. y los abre sobre caminos de vuelta a Dios que es Amor, de vuelta a la fe, de abrazar de nuevo y con renovado vigor la fe, y de aportar con renovada alegría esa fe sin la que nada podemos hacer. Me preguntaba ayer una periodista, responsable de comunicación de una institución relevante para la sociedad ¿qué puede y debe hacer, qué puede y debe aportar la Iglesia, en estos momentos de España? Y le respondí con toda sencillez, con mi mirada puesta precisamente en este día de Corpus: La fe, eso es lo que debe ofrecer y aportar, fortalecer la fe: ser sencillamente Iglesia, que, como el justo, vive de la fe y la comunica: sin ella, sin la fe, repito, nada podemos hacer ni aportar nada valioso a esta España nuestra: en esa fe, además, veremos y sabremos discernir y nos atreveremos a seguir, juntos, los caminos de futuro que unidos, unidos a Dios, hemos de alumbrar y reemprender. La fe engendra esperanza, amor, paz, unidad.
Junto con la fe, que sustenta la Iglesia y de la que ella vive y ofrece a todos como su mejor e imprescindible servicio, la Iglesia siempre y sobre todo en estos momentos, como en otras épocas, tenemos que llevar a cabo lo que aprendemos y reclama este sacramento del Cuerpo de Cristo, esto es: la unión, la unidad de todos,-la Eucaristía es sacramento de unidad-, la Iglesia misma, que brota de la Eucaristía, es sacramento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano: unidad, reconciliación, nada de vuelta a las andadas de otras épocas de división. Esta unidad comporta, entre otras cosas, la reconciliación, el respeto a la persona y a su dignidad inviolable y el respeto a las personas, a todas sin excepción, el amor que está por encima de todo y es ceñidor de la unidad consumada.
El sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo es el sacramento de la fe, en él radica la esperanza, en él se nos ofrece y da el amor. Este es el camino para una humanidad nueva, hecha de hombres y mujeres nuevos. Ahí se alumbra una luz que brilla más que el sol. Que el Señor nos conceda esta bendición de vivir el sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Amén.