ANTONIO CAÑIZARES LLOEVRA. Cardenal arzobispo de Valencia
El Papa Francisco acaba de escribir y hacer pública una carta dirigida a todo el Pueblo de Dios, especialmente a los jóvenes, con un título muy significativo e iluminador: “Christus vivit”, “Cristo vive, está vivo”. La escribe tras el Sínodo de los Obispos con los jóvenes, tan importante como ha sido; la escribe, además, después de la Jornada Mundial de la Juventud en Panamá, donde hemos visto tan estupendas maravillas que Dios hace, como en la fiel Esclava el Señor, María, en la que Dios hizo tan grandes maravillas; la escribe, días después, de la fiesta de la Encarnación, que nos abre, con el “SI” de María, a la gran esperanza de Jesucristo; y la escribe tras haberse reunido unas semanas antes con los Presidentes de la Conferencias Episcopales para tratar con ello la gran cuestión de la protección de los menores y de los terribles abusos perpetrados con ellos, incluso por gentes de Iglesia, que acabó con un importantísimo discurso para un mundo y una Iglesia que necesitan una renovación y una purificación en profundidad. Son estos algunos de los hechos que preceden a esta importante Carta, en la que vemos y escuchamos al Pastor de la Iglesia Universal que habla siempre –y en esta Carta se demuestra- con tanto amor a los jóvenes sin echarles nada en cara, confiando plenamente en ellos exigiéndoles mucho, todo, en autenticidad y discernimiento, y les anuncia la Buena Noticia, el Evangelio que no es otro que Jesucristo que está vivo, luz para su camino, respuesta a sus demandas más hondas, compañero de camino, salvador único que esperan y buscan, llamada apremiante a seguirlo.
Esta carta, por ser lo que su título proclama, es una llamada a todo el pueblo de Dios, particularmente a los jóvenes, a seguirle sin condiciones ni medidas, esto es, una llamada, una vocación, a convertirnos y volver de nuevo a Jesús. Una llamada a dejar de obedecer a diversas fuerzas o poderes que nos apartan de Jesús y que son una verdadera amenaza hoy. Poderes que nos dicen: si no me obedecéis, si no seguís mis consignas o no adoráis a mis estatuas de oro, llámense dinero, llámese bienestar o comodidad, llámese sexo, llámese ideología, llámese de tantas maneras, …, impediré vuestro futuro.
La cosa, viene a decirnos el Papa Francisco en todo su precioso y estimulante escrito, es no doblegarse a esos poderes, ni ceder a ellos; la respuesta es seguir a Jesucristo, en quien creemos, Él puede librarnos, nos libra, de esos poderes y amenazas. La Carta del Papa es una apelación a ser libres, a que los jóvenes sean ellos mismos y sean, en consecuencia, libres. No hay que temer miedo. El Papa, a lo largo de su Carta, invita y anima a no tener miedo y a ser fuertes y valientes, como corresponde al ser joven: fuertes en la fe, valientes, para secundar lo que Dios quiere, nuestra vocación: seguir a Jesús y ser santos. Y lo que Dios hace y hará con los jóvenes, con todos los que le escuchen y sigan es hacerlos santos, porque los quiere, los ayudará a vencer, los salvará y os librará de todos esos poderes que se presentan halagüeños y seductores, atractivos.
La historia humana es así: la historia del amor de Dios. Este amor de Dios, llega a su cima y a su colmo en la persona de Jesucristo, que se hizo hombre, servidor de todos, nos amó hasta el extremo, dio su vida en la cruz por nosotros, y ha resucitado vencedor de la muerte y de todos los poderes del mal, nada ni nadie podrá apartarnos del amor de Dios manifestado y entregado en Jesucristo, que vino a servir y no a ser servido. Por eso la vocación del joven y de todos, que en cada uno se concreta, dirá el Papa, ese ser para los otros, servir.
Por eso, nos pide el Papa Francisco, se lo pide a los jóvenes y a los adultos, se lo pide a la Iglesia, queridos jóvenes, que desde ella, os acompañemos, acompañemos a los jóvenes al encuentro con Cristo, que camina con los jóvenes como el Caminante de Emaús que, aunque no lo sepan ni lo perciban, comparte sus caminos, gozos y esperanzas, inquietudes, verdaderas y dignas, sufrimientos, fracasos y logros.
El Papa Francisco se muestra muy consciente de que los jóvenes son el futuro de la humanidad y de la Iglesia; más aún, como dijo en Panamá y repite varias veces en esta Carta, son ya la presencia de ese futuro, presencia de Dios, por las virtudes que hay en ellos, que Dios siembra y realiza en ellos, y serán aún más artífices de ese futuro por el encuentro con Cristo. Por eso esta Carta, tan delicada y tan llena de afecto y confianza en los jóvenes, tal como la veo, es una apelación, una amable invitación a que los jóvenes se vean necesitando a Cristo para edificar una humanidad nueva, hecha de hombres y de mujeres nuevos como ellos la desean: todos, y en particular los jóvenes necesitamos el encuentro con Cristo para aprender el arte de vivir que Él nos enseña. Ese arte de vivir que Él nos enseñó es el camino de las bienaventuranzas, que encarnó en su vida, y el amor: amar como Él nos ama, y servir como Él, darnos como Él sin exclusión de nadie, dándose y dando todos a los pobres.
El Papa, en esta Carta, aun no diciéndolo con estas palabras, viene a decir a través de todo su conjunto y de cada una de sus líneas, que la Iglesia no tiene otra riqueza ni otra palabra que Cristo, y no la podemos silenciar, ni la dejaremos morir, ni se la negaremos a quien nos lo pide ( es lo que el Papa hace) –y los jóvenes mismos piden a la Iglesia a veces sin saberlo: nos piden a Cristo, como aquel paralítico a la puerta del templo de Jerusalén con el que se encuentra Pedro. Y como Pedro, y tras esta Carta de Francisco, habríamos de responder lo mismo: ”Lo que tengo te doy; en nombre de Jesús Nazareno, ¡levántate y anda!”.
Eso es lo que pido a Dios todos los días, más todavía a raíz de esta Carta, que me enseñe a decir a los jóvenes, “por ahí pasa el que buscáis”, y acompañarlos a que se encuentren con Él y puedan ver dónde vive en este camino de la vida que Él comparte con los jóvenes. Pido a Dios que me enseñe a decirles con palabras vivas y verdaderas, con hechos y con trato amigo y paciente cercano a ellos, que sólo Él tiene palabras de vida y de esperanza, vive en la Iglesia, se le encuentra en los pobres, en los descartados y los que sufren.
Los jóvenes de hoy podrán encontrarlo en la Iglesia. ¿Qué es si no el Papa que la preside en fe, amor, y esperanza? Habrán de descubrir que ¡vale la pena ser Iglesia, sí, vale la pena! Habrán de percibir que los queremos, como los quiere el Papa, y que en ellos confiamos, como en ellos confía el Papa Francisco, que la Iglesia los acoge, los quiere, confía en ellos. Como San Juan Pablo II o el Papa Francisco, Santo Domingo Savio y tantos otros, jóvenes como ellos o identificados con ellos. Y, desde aquí, les digo a los jóvenes que en la Iglesia tienen su hogar, que buscan y hambrean.
Como siempre nos dice y hace el Papa, hemos de escuchar a los jóvenes, acogerlos y darles respuesta que les llenen y necesitan. Escuchándolos, atendiéndolos, veo que necesitan y quieren configurar el mundo del nuevo milenio en el que estamos; ¡no en balde son esperanza de nuestro mundo, esperanza de la Iglesia! En ellos se dan logros y valores que denotan que Cristo, verdadero y único futuro, no está lejos de los jóvenes y me atrevo a decirles que tal vez no lo conozcan bastante, pero que lo aman, lo buscan como a tientas, quizá incluso por caminos errados, pero la verdad es que lo buscan, que lo necesitan. Les han tocado tiempos difíciles a los jóvenes. Todo os invita a seguir otros caminos, tan fáciles como halagüeños, distintos al de Cristo. Pero sabeis que es el único camino que os conduce a la felicidad y a la vida, por sendas de libertad, de amor y de esperanza.
En esta larga Carta del Papa se encuentra un remanso de paz. leyéndolo, escuchándolo. Nos hace pensar. Uno me comentaba que es un tratado de pastoral de los jóvenes. Es mucho más que un tratado; no conozco ningún libro como éste para evangelizar a los jóvenes. Pero no sólo a los jóvenes: todos sacaremos de este texto espléndidas enseñanzas, concretas enseñanzas, que nos conducirán por los caminos y la misión si somos dóciles y buenos discípulos dispuestos a aprender, escuchar, seguir y aplicar, dejándonos de “monsergas” y de “criticismos” que no conducen a nada. Sí que conduce a buen puerto lo que el Papa nos dice.
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