Los diez nuevos diáconos de la diócesis. FOTOS: V.GUTIÉRREZ

CARLOS ALBIACH | 23.09.2020


“Sois llamados a servir a todos y a dar a conocer a Dios tanto con obras como con palabra. No cerréis los oídos ante los que piden ayuda hoy en este mundo”. Con estas palabras el arzobispo de Valencia, el cardenal Antonio Cañizares, alentaba a los diez nuevos diáconos ordenados en la Catedral el pasado sábado 19 de septiembre.


La celebración tuvo lugar siguiendo las normas sanitarias con motivo de la pandemia de la covid-19 lo que hizo que el aforo estuviera limitado. Aún así, la celebración se pudo seguir a través del canal de YouTube de la Catedral. De hecho, en algunas parroquias se instaló una pantalla para seguir la celebración.


En su homilía el Arzobispo animó a los nuevos diáconos a “mostrar el rostro de Cristo sirviendo al mundo, especialemente a los más pobres”. Asimismo, le recordó que no son maestros “sin Cristo, que es quien trae el amor”. “Hablad con valentía, predicad con fe profunda, alentando siempre a la esperanza. Procurad creer lo que leéis, enseñar lo que creéis y practicar lo que enseñáis.”, añadió. En este sentido, remarcó que “no podemos ni debemos callar a Cristo, los hombres nos lo están pidiendo”. Por último, les exhortó a seguir el ejemplo de los titulares de los seminarios de los que proceden: de María, de San Juan de Ribera, el obispo de la eucaristía y de Sto. Tomás de Villanueva, el obispo de los pobres.


En la celebración fueron revestidos con estola y dalmática y recibieron la imposición de manos por el Arzobispo. Igualmente, se les hizo entrega del libro de los Evangelios.

ORDENACIÓN DE DIÁCONOS

19 septiembre 2020

Queridos ordenandos: Sois fruto de la elección de Dios. Por pura gracia habéis sido elegidos para el orden de los diáconos, asimilándoos sacramentalmente al que está en medio de nosotros como el que sirve: que ha sido entregado por el Padre para que todos tengan vida eterna. Kénosis. El es la transparencia del amor de Dios: Vosotros transparencia del rostro misericordioso de Jesús, el único que salva. Habréis de reflejar los mismos sentimientos de Jesús: «se despojó de su rango» dando siempre testimonio de una inmensa caridad: Tanto amó Dios al mundo. Esa caridad se expresa siendo siervos y servidores, haciéndoos los más pequeños: “el mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el que gobierna como el que sirve. Como ministros de la Eucaristía para la que vais a ser ordenados diáconos, es lo que se os reclama.

Debéis vivir siempre con la misma preocupación del Señor, identificados con Él, y como a Él, que murió por todos, al contemplarle a Él, os debe apremiaros el amor de Cristo y os ha de llevar a buscar el salvar al hombre. Vuestro ministerio quedaría vacío de contenido, si en el trato diaconal con los hombres, olvidaseis la dimensión salvífica cristiana, contenida en la Eucaristía y en la Palabra de Dios. Vuestro ministerio no se trata de una mera función de simple ayuda humana, social o psicológica. Sois enviados con el mayor de los servicios que podéis prestar a los hombres: anunciarles, en obras y palabras, que son queridos por Dios, enseñarles que Dios les ama infinitamente y que les espera, hacerles descubrir su vocación de hijos de Dios, despertarles su ansia de vida eterna.

Sois ordenados como ministros de la Palabra, servidores del Evangelio de Jesucristo, proclamadores en obras y palabras de la Buena Nueva que salva. El Señor que os envía, pone sus palabras en vuestra boca, como en el envío del profeta Jeremías. Proclamar esta palabra de Dios y no otra, trae sinsabores y hace correr riesgos, muy particularmente en nuestros días. No os echéis atrás, ni tengáis miedo, no digáis soy joven ni os retiréis o calléis, porque donde el Señor os envíe, iréis, lo que Él os mande lo diréis, sin miedo, porque el Señor está con vosotros para libraros de poderes amenazantes. El Señor os guía, pone sus palabras en vuestra boca. Dejaos llevar por Él.

Esto es lo que esperan los fieles de vosotros: que seáis auténticos ministros de la Palabra. Os exhorto a que vuestra predicación se inspire siempre en la Palabra de Dios, transmitida por la Tradición y propuesta autorizadamente por el Magisterio de la Iglesia. Hablad con valentía, predicad con fe profunda, alentando siempre a la esperanza, como testigos del Señor Resucitado. No os consideréis maestros al margen de Cristo, inseparable de su Iglesia, sino testigos y servidores, dispensadores de la gracia del amor salvador, servidores de quien nos ha traído el amor: procurad creer lo que leéis, enseñar lo que creéis y practicar lo que enseñáis.

Ordenados para la evangelización. No podemos aceptar como normal e irremediable una situación en la que la Iglesia en lugar de ganar nuevos miembros corre el riesgo de ir reduciéndose poco a poco a una pequeña minoría sin relevancia apenas ni influencia social. Semejante postura encubriría una negación de la necesidad de la fe para la salvación y cultiva un optimismo casi pelagiano al valorar la autosuficiencia de la razón humana y de los recursos naturales del hombre. Llevar a vuestro ánimo la responsabilidad de la difusión de la salvación de Dios en las generaciones futuras. Necesidad de la oración: la oración de la liturgia de las Horas. Alimentada de la eucaristía, de donde brota la caridad pastoral.

Los diáconos, en resumen, contribuyen a la misión de la Iglesia «como ministros del altar, proclaman el Evangelio, preparan el sacrificio y reparten a los fieles el Cuerpo y la Sangre del Señor. Los diáconos, por lo demás, enviados por el Obispo, exhortan tanto a los creyentes como a los no creyentes, a los fieles como a los infieles, enseñándoles la doctrina santa; presiden las oraciones, administran el bautismo, asisten y bendicen el matrimonio, llevan el viático a los moribundos y presiden los ritos exequiales. Consagrados por la imposición de manos que ha sido heredada de los Apóstoles, y vinculados al servicio del altar, van a ejercitar el ministerio de la caridad en nombre del Obispo o del párroco. Con el auxilio de Dios van a trabajar de tal modo que en ellos reconozcamos a los verdaderos discípulos de Aquel que no vino a ser servido sino a servir» (Cf. Ritual, n.14).

En vuestro servicio, queridos hermanos que vais a ser incorporados al orden de los diáconos, como testigos del amor de Dios y de la salvación que en El se nos ofrece, y asimismo en vuestro servicio, como expresión del amor con que amáis a Jesús tomaréis parte con diligencia en los duros trabajos del Evangelio, obedeciendo a Dios, antes que a los hombres, y no callaréis en modo alguno ni dejaréis de enseñar en nombre de Jesucristo, a quien los hombres han rechazado, colgándolo de un madero, y que sin embargo, como el Cordero degollado, ha sido digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza por los siglos de los siglos.

Desde ese mismo amor que os identifica con Jesucristo y a semejanza de El, siervo de Dios y por eso servidor de los hombres, que, siendo rico, por nosotros se hizo pobre, para que con su pobreza nos hagamos ricos, vosotros también habréis de mostrar este rostro de Cristo sirviendo a los pobres, mostrando vuestra solicitud por los más desheredados y desvalidos, desde el servicio radical y gozoso en obediencia plena a Dios. Haréis realidad, expresamente manifestada en vuestro ministerio, lo que el Evangelio nos pide a todos, a la Iglesia entera: entregar los bienes a los pobres a fin de ser recibidos por Dios en su Casa eterna. Mostraréis el rostro de una Iglesia apacentada por Pedro, confirmada en la fe y en la caridad por él, una Iglesia servidora, cuyos bienes son para los pobres, de una Iglesia que testifica en obras concretas entre los hombres que, a la hora de la muerte, falla el dinero y el poder y sólo queda el Amor, sólo queda Dios, sólo basta Dios. No olvidéis que este servicio exigirá de vosotros la defensa arriesgada de los indefensos, la denuncia de la explotación de los débiles, la condena de la injusticia de los que oprimen. No cerréis vuestros oídos ante la llamada de los que están pidiendo ayuda. ¡Son tantas las ayudas que piden nuestro acercamiento servicial! Sois llamados a servir con obras y palabras.

Recordad aquella visión de Pablo: en una noche «se le apareció un macedonio, de pie, que le rogaba: Ven a Macedonia y ayúdanos» (Hech l6, 9). También hoy, desde nuestro mundo, desde los hombres y mujeres de nuestro tiempo sumidos en la noche del ateísmo colectivo, nos llega una voz poderosa que pide ayuda, un poderoso llamamiento a ser evangelizados, que no podemos dejar de escuchar y atender.

Necesitado de muchas cosas, nuestro mundo de nada está tan falto como de Dios. Un mundo sin Dios es un mundo pobre, un mundo angosto. En esta situación, y ante tal carencia fundamental, la Iglesia debe mostrar su compasión, y hacer, en consecuencia, del anuncio del Dios vivo el centro de su servicio a los hombres. Sería paradógico que la Iglesia, llamada a servir a los hombres y a socorrer sus carencias, no estuviese atenta suficientemente a esta indigencia primera del hombre. Vosotros que sois rostro sacramental de esta Iglesia servidora, habréis de tener una especial solicitud de los que necesitan ser evangelizados, mostrando que Dios es Dios.

En las circunstancias que vivimos, la Iglesia, nosotros todos, nos sentimos urgidos a ofrecer con sencillez y gozo, alegría, confianza y libertad en el Señor, lo que constituye el gran camino de salvación que Dios ha preparado y entregado a todos: Jesucristo, Verdad y Vida. Ante la quiebra de humanidad que padecemos, ante la demanda de ayuda por parte del mundo contemporáneo que solicita nuestra presencia, la Iglesia no tiene otra respuesta que ofrecer, con respeto y libertad, a los hombres y mujeres de hoy, particularmente a las jóvenes generaciones, que la respuesta de Pedro a quien le tendía la mano: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy. En nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda» (Hech 3,6). Que es tanto como decir: toda la riqueza de la Iglesia es Jesucristo y la vida que El hace posible entre los hombres.

Solo Jesucristo es la Vida y al margen de Jesucristo no tenemos sino muerte. Solo El es el Camino y al margen de El andamos desorientados y perdidos. Solo El es la Verdad que nos hace libres y la luz que alumbra a todo hombre, y fuera de El no encontramos sino oscuridad y carencia de libertad. Este es nuestro mejor servicio a los hombres y nuestra más valiosa aportación a la sociedad: hacer posible a todos el encuentro con Jesucristo. La Iglesia y los cristianos no tenemos otra palabra que ésta: Jesucristo. Pero ésta no la podemos olvidar; no la queremos silenciar; no la dejaremos morir.

No podemos ni debemos callar a Jesucristo; no tenemos derecho a ocultarlo. No nos pertenece. Es de todos y para todos. Los hombres tienen derecho a El. Nos lo están pidiendo. Debemos confesar su nombre: Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El es el que revela al Dios invisible, el primogénito de toda criatura, fundamento de todo, maestro de humanidad. El es nuestro Redentor.

Las gentes: los jóvenes, los ancianos, los pobres, los niños, todos piden la ayuda de conocer a Jesucristo, la riqueza de su misterio, dentro del cual creemos que toda la humanidad, maltrecha y malherida, puede encontrar, con insospechada plenitud, todo lo que busca a tientas acerca de Dios, del hombre y de su destino, de la vida, de la muerte, de la verdad. Por eso la Iglesia mantiene vivo su empuje misionero e incluso se siente urgida a intensificarlo en un momento como el nuestro.

No será posible afrontar esta tarea si los cristianos, las comunidades cristianas, en comunión con la Iglesia presidida y apacentada por Pedro, no vivimos gozosa e intensamente la fe y la vida del Evangelio de tal manera que se haga visible en nosotros y en nuestras obras la fuerza transformadora del Evangelio de Jesucristo, esto es, su poder de conversión de nuestra vidas que pasan de la negación o del miedo a manifestarse a la explicitación del amor y a su testimonio público en medio de los hombre. No será posible el anuncio y la Buena Noticia de la que somos testigos si no vivimos en Cristo, unidos a Él, en comunión con él y si no mostramos su desbordante capacidad renovadora y liberadora, su firme y permanente vigor para fecundar todas las esferas de la vida propiciando una humanidad nueva con la novedad del Evangelio. Hemos escuchado a san Pablo en la carta a los Romanos: “Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo”; y lo nuevo es la reconciliación con Dios.

No olvidéis en ningún momento lo que nos dice el Señor: «El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar». Vosotros sois llamados a presencializar sacramentalmente una vida de servidores como criaturas nuevas. Y a un servidor lo que se le pide es que sea fiel. Pues bien, la fidelidad de los grandes momentos se forja, ensaya y demuestra en la fidelidad de las pequeñas circunstancias. La fidelidad a lo grande se prueba antes en la fidelidad a lo pequeño. Ojalá no lo olvidéis, no lo olvidemos, nunca. Y sed libres, con la libertad de los hijos de Dios. Dios es el único que merece y puede ser servido, El es el único Dios, no hay otro. Es el centro de la vida, origen, guía y meta de todo lo creado. Quien sirve a Dios no es esclavo de nadie ni de nada; es libre. Pero cuando entre Dios y el hombre se meten otros ídolos, perdemos la libertad y caemos en la miseria. Por ello, intensificad la vida de fe, la vida interior, la contemplación y la adoración a Dios, la obediencia y la entrega y la confianza incondicionada en El. Perseverad en la plegaria. Entregaos, cada día con mayor empeño, a la oración y a la escucha de la Palabra. Convertid en fe viva lo que escuchéis, lo que leáis y contempléis de la Palabra, y lo que hayáis hecho fe viva, enseñadlo; cumplid lo que habéis enseñado. Así gozaréis de aquella promesa que el Dueño dirige a sus siervos: Entra en el gozo de tu Señor. Sed santos como Dios es santo, el diácono no se puede contentar con menos que la santidad.

Por el ministerio que recibís, vais a estar vinculados al altar de la Eucaristía. En la Eucaristía, que nos hace ser Iglesia, tenemos la prueba máxima del servicio de Cristo que nos ha dejado en su Cena, cuyo memorial celebramos en la Eucaristía, Jesús se arrodilló ante los discípulos, como siervo les lavó los pies, y nos dejó el encargo de que nosotros hiciésemos lo mismo. En la Eucaristía se nos da a Aquel en el que vemos cuánto ha amado Dios al mundo, a Aquel que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos. Al participar de la Eucaristía nos incorporamos al mismo Cristo, para como El ser servidor de todos.

Habéis sido formados en el seminario Mayor de la Inmaculada y en los Colegios de Santo Tomás de Villanueva, y de San Juan de Ribera, ahí tenéis el camino que habréis de seguir: como María siervos y servidores, de los pobres, testigos y anunciadores de la Palabra, evangelizadores, ahí en la escuela de María, de santo Tomás de Villanueva y de san Juan de Ribera tenéis el modelo a seguir para ser buenos diáconos, hombres de las bienaventuranzas, fieles siervos, esclavos del Señor, dichosos porque la Palabra se cumple en vosotros y, por la acción del Espíritu Santo, se hace carne en vosotros, ministros de la Palabra y del altar, esto es, de la Eucaristía, haced lo que Él os diga asimilados a Cristo e identificados con Él que se despojó, se rebajó, y vino a servir y no a ser servido. Que la Virgen María, esclava del Señor y fiel servidora, os acompañe y os bendiga.

+ Antonio Cañizares Llovera

Arzobispo de Valencia