José Peiró pasa largos momentos de oración en la capilla de la residencia. FOTO: A. SAIZ

L.B. | 22.04.2021
A sus 98 años, José Peiró Durá sigue levantándose todos los días a las 7 de la mañana. Después de arreglarse y desayunar, su día gira en torno a la oración. Y a pesar de las limitaciones físicas propias de la edad, sobre todo ahora que acaba de ser operado de la cadera y aún se encuentra convaleciente, disfruta de una mente privilegiada y lúcida. Y eso que es el sacerdote más mayor de la diócesis y el que lleva más años ordenado.

José Peiró nació en marzo de 1923 en Benaguacil. Su vocación fue precoz. El ejemplo de su entonces párroco, Fermín Gil, fue la semilla que después germinó en su sacerdocio. “Ver cómo se volcaba en ayudar a la gente pobre me marcó”, señala José. “Era muy atento con todos. Nosotros éramos una familia pobre. Yo era el mayor de cuatro hermanos. Mi padre era labrador, pero jornalero, porque tenía tan poca tierra que no le daba lo suficiente para vivir”, recuerda Peiró.

José era acólito, por lo que tenía un trato muy cercano con don Fermín, quien intuyó la vocación sacerdotal del pequeño José. “Don Fermín les propuso a mis padres que yo estudiara”. Y don Vicente, el maestro del colegio nacional al que asistía, apoyó al sacerdote. Así fue como en 1934, con tan solo 11 años, “la edad mínima”, ingresó en el Seminario.

Estalla la Guerra Civil
También rememora cómo, a los dos años de entrar en el Seminario, estalló la Guerra Civil. “Cuando comenzó ya había terminado el curso y estaba de vacaciones en casa, en Benaguacil. Un domingo me levanté para ir a misa y mi madre me dijo que la iglesia estaba cerrada. Así me enteré de que estábamos en guerra”, explica.

Peiró reconoce que “como sólo tenía 13 años, era un niño, no tuve problemas. Solamente recibí algún insulto de algún otro niño que me gritaba ¡beato!”.

La familia de José tampoco tuvo más dificultades que las normales. “Contra nosotros no tenían más acusación que el ir a misa. Mi padre no tuvo ningún problema porque le conocían. Sabían que era honrado y no se metía en política. Además, éramos pobres. Si hubiéramos tenido dinero, quizás hubiera sido otra cosa”, manifiesta José.

Durante la guerra José y su hermano ayudaba a su padre en el campo. “Cuando la gente joven se iba, mi padre se hacía cargo de algún campo a cambio de comida: trigo, maiz, cebada…”. En la huerta, además, cogían caracoles para los patos y los ‘titos’ que tenían en casa. “Con uno de ellos teníamos que pasar toda la semana”, explica.

Lo que sí afectó mucho a José Peiró fue el asesinato durante la guerra de su párroco, don Fermín, y de su maestro, don Vicente. “Me impresionó mucho todo lo que se organizó para prenderles. Yo sabía que iban persiguiendo a todos los sacerdotes. Y don Fermín mismo lo sabía. Lo peor de todo es que le entregaron los mismos a los que él socorría por ser pobres”, manifiesta con evidente tristeza.

Vuelta al Seminario
Cuando terminó la guerra el Seminario volvió a abrir sus puertas. “El curso empezó más tarde, creo recordar que por noviembre. Éramos pocos en clase. De los 23 que entramos en el año 1934, nos reincorporamos sólo 7 y dos religiosos de otra diócesis que se habían quedado sin Seminario y vinieron al de Valencia”.

Fueron unos años difíciles. “Por una parte, habían matado a muchos profesores. Y por otra, habíamos estado tres años sin tocar un libro y nos costó retomar el ritmo de estudio. Además, tuvimos que estudiar mucho porque, como habíamos perdido varios cursos, nos propusieron hacer dos en uno para recuperar el tiempo”.

A pesar de todo, José Peiró recuerda sus años de Seminario con mucho cariño. “La verdad es que teníamos una vida feliz. Nuestra única responsabilidad era estudiar y aprobar”. Y no puede olvidar el “ambiente fraternal” en el que allí vivían. Entre sus compañeros de curso se encontraban Joaquín Mestre, que fue secretario de Marcelino Olaechea, y Vicente Subirá, Juez del Tribunal Eclesiástico.

“Me creía inmune a todo”
Tras ser ordenado por el arzobispo Marcelino Olaechea en 1947, a José Peiró le enviaron a la parroquia de San Miguel Arcángel de Burjassot como vicario. Allí se hizo cargo, especialmente, de los niños, jóvenes y hombres de Acción Católica y de los enfermos. “Entonces era la única parroquia que había en el pueblo y yo tenía que andar mucho, de punta a punta, para visitar a los enfermos. Pero era joven y no sentía ni calor ni cansancio. Y eso que íbamos con sotana”.

En esos primeros años “tenía mucho trabajo, pero no me molestaba. Para eso era sacerdote, para eso me ordené: para estar al servicio de la diócesis allí donde me mandaran”.

En Burjassot José cayó enfermo. “Creía que era inmune a todo y, como joven inexperto, iba sin ninguna precaución en mi trato con los enfermos. Entonces (años 48-50) había muchos tuberculosos y me contagié. Tuve que estar 3 años en casa enfermo, en el dique seco”.

Lo mejor, con los enfermos
Luego vinieron otras parroquias, como la del Santísimo Cristo de la Fe, de La Cañada, de la que fue el primer párroco en 1954. “Hasta entonces era parte de Paterna, pero la disgregaron. Claro, no era una parroquia tradicional porque se tenía que empezar todo. Además, al ser una zona de veraneantes, había muchas misas en verano, pero en invierno no llegábamos a mil habitantes”.

Posteriormente, iría a Navarrés (1959), a Benimámet (1964) y a la parroquia de la Asunción de Llíria (1977), donde más tiempo estuvo, 18 años.

Tras todo este periplo volvió a casa, ya que le enviaron a la Asunción de Nuestra Señora, en Benaguacil (1995). Y aunque ya estaba jubilado, asistía como capellán a las Terciarias Capuchinas del Santuario de Montiel y a los enfermos. “Todos los días, hacía visitas por la mañana y por la tarde”. Su entrega ejemplar fue reconocida por el Ayuntamiento, que le rindió un homenaje.

Y es que Peiró reconoce que con lo que más ha disfrutado allí donde ha estado ha sido acompañando a los enfermos. “La muerte es un momento decisivo, el final de la vida, es el paso más importante, el último, y es mejor darlo acompañado y preparado”.

Los enfermos han enseñado mucho a José. “Me he encontrado con personas que se rebelaban, sin embargo, otras demostraban mucha paciencia ante la enfermedad. Incluso yo me asombraba de ver cómo aguantaban el sufrimiento”.