JOSÉ MIGUEL MARTÍNEZ CASTELLÓ* | 14.04.2020

Vía crucis presidido por el papa Francisco en la plaza de San Pedro el Viernes Santo.

Varias preguntas me han ido rondando en esta Semana Santa especial y atípica que estamos viviendo. ¿Cómo se enfocaría el Vía Crucis del Viernes Santo en Roma? ¿Qué se diría? ¿Encontraríamos consuelo? Todo ello me ha sobrevenido porque como voluntario de prisiones de la Pastoral Penitenciaria de Valencia no he podido vivir otro Vía Crucis que ha marcado mis últimos años y es el que se celebra en el centro penitenciario de Picassent el Jueves Santo en el que participan todas las personas que hacen posible la vida de la prisión. Ese día se respira unidad, respeto, todo se funde en una sola voz acompañada de los redobles de los tambores de la Real Cofradía de Jesús en la Columna. Me ha faltado algo estos días. El confinamiento ha cambiado de un plumazo muchas de las rutinas que llevábamos a cabo. De ahí que desde el Domingo de Ramos esperaba cómo enfocaría Roma el Vía Crucis del Viernes Santo. Cuando llegó el momento, por los menesteres diarios del confinamiento, no pude escuchar con atención aquello que anhelaba. Pasada una hora del acontecimiento que quería vivir y se me pasó, como tantas veces repetimos y caemos en nuestra vida diaria, me llega un mensaje de mi maestro y amigo Agustín Domingo que me hizo despertar. Decía lo siguiente: “Te habrá gustado el Vía Crucis. Impresionantes los testimonios”.

De golpe, sentí la necesidad de ser testigo de ese camino, no podía dejar de lado algo que estaba esperando. Cuando el silencio se hizo en mi casa, en esa noche diferente a las demás, me trasladé a Roma y lo que comencé a escuchar, entre lágrimas, me recordó la expresión de San Pablo en la Carta a los Romanos: “Los camios del Señor son inescrutables”. La casualidad de aquello que yo anhelaba, que quería llenar con la ausencia de mi Vía Crucis en la prisión, se convirtió en algo que me partió en dos. Todos los testimonios fueron escritos y trabajados por la Pastoral Penitenciaria de la prisión Due Palazzi de Padua. Hora y media, 14 meditaciones escritas por personas presas, familiares de víctimas, funcionariado penitenciario o un juez de vigilancia. En cada estación estamos todos y cada uno de nosotros. La prisión es una de las metáforas para comprender nuestra vida. Evangélicamente, no es posible entender el sentido y las implicaciones de la salvación cristiana sin remitirse al espacio y a la figura de la prisión. Jesús es detenido y muere como delincuente desde su condición de preso. Su anuncio y su obra es la forma en cómo podemos librarnos de esa condena, para ser libres frente al pecado del egoísmo, de la incomprensión y de la violencia.

Podríamos comentar todas las estaciones. Cada una de ellas nos desenmascaran. Nos desnudan. El testimonio de la segunda estación es un golpe a nuestras conciencias. Hablan dos padres de dos hijas asesinadas. Se preguntan: ¿cómo superar el mayor dolor que unos padres pueden afrontar? Esa ha sido y es nuestra cruz. El tiempo, decían, no ha mitigado el dolor, pero hemos comprendido que sólo con la caridad, con la ayuda al necesitado podemos volver encontrar el sentido de la vida. En la tercera, un condenado a cadena perpetua, se define como la versión moderna del buen ladrón, “Acuérdate de mí” desde la aceptación de la culpa cometida. Cuántas veces hacemos daño y lo ignoramos, cuántas veces matamos con nuestras acciones, juicios y habladurías y no nos damos cuenta presos de una amnesia perpetua. La cuarta, Jesús encuentra a su madre, me traspasa porque el relato es de una madre de un preso que denuncia los dedos que la han acusado y señalado, que la ha acuchillado por algo que no hizo, pero que han hecho que transporte su cruz en su calvario diario. Rezo a la Virgen, decía, para que mi hijo vuelva a amar y se transforme en una persona nueva.

En la quinta, la del Cirineo, una persona detenida destaca que en la cárcel encontró por primera vez el significado del amor y de la ayuda por parte de las personas voluntarias. Me he ido encontrando a muchos cirineos que me han ayudado a portar mi cruz. ¿Somos cirineos o acusadores? ¿Señalamos y nos lavamos las manos o nos implicamos en las necesidades y urgencias de las periferias del dolor y el sufrimiento que abundan en nuestro mundo? ¿Ayudamos a transportar el yugo del mal que oprime a tanto hermanos y hermanas? En la séptima una persona presa relata cómo antes de entrar en la cárcel solía decir que nunca acabaría entre rejas. Señalaba a los que caían en ella como inferiores y, de pronto, calló en ella. Cuántas veces caemos en esta superioridad, en el engreimiento que nos hace mirar por encima del hombro a las personas que nos rodean. Cuando lo hacemos, nos olvidamos que lloran, que sufren, que cada persona tiene una historia diferente a la nuestra. Nuestra historia no es la de los demás. Y se pregunta, con lo que he hecho, con lo que he llegado a ser, ¿quién soy yo para que Cristo muera por mí? Una de las expresiones que siempre recordarán a Francisco es que Dios no se cansa de perdonarnos. ¿Y nosotros, nos cansamos? ¿Perdonamos?

En la novena, Jesús cae por tercera vez, un condenado relata las veces que cayó en la vida. Me he roto en mil pedazos y sé, de la mano del evangelio, que se pueden recomponer. Cuando Jesús cae tantas veces, parece que no se va a levantar del suelo y se vuelve a levantar. Qué metáfora tan profunda de nuestra vida. Jesús es Dios de vivos y no de muertos porque se preocupa por nuestro transitar en el mundo, no nos abandona, nos coge del brazo y nos vuelve a levantar. Cuando estamos solos, derrotados, Él nos dice, estoy aquí, he pasado por lo mismo que tú y debes pasar por ahí para cambiar y comenzar una nueva vida. La décima, una educadora social de prisiones, habla de las personas que ha visto despojadas, sin nada, como Jesús al pie de la cruz, despojado y desnudo ante la humanidad entera, sin trampa ni cartón. La educadora explicita su motivo profundo de su trabajo que lo eligió al perder a su madre en un accidente frontal en el que el conductor iba drogado. El mal que sufrió lo quiso transforma en bien haciéndose educadora social en un ámbito como el de la prisión.

Para finalizar la duodécima estación, relatada por un juez de vigilancia penitenciaria, mete en el dedo en la llaga de nuestra humanidad y de la posición de Cristo en relación con el pecado. Toda persona tiene que expiar su delito. Una verdadera justicia sólo es posible desde la misericordia. No siempre podemos permanecer clavados en la cruz, ya que el bien nunca tiene que apagarse. Se requiere la necesidad de comprender las verdaderas motivaciones de nuestras acciones, por duras e inexplicables que hayan sido, y buscar a la persona que hay detrás de ellas para que de nuevo sea acogida. Sólo reconociendo la humanidad de la persona que ha errado reconocerá el dolor ajeno causado. En todas y cada una de las estaciones se habla de la cruz, pero de algo más. Ese algo más me recuerda la otra parte del mensaje de Agustín: “Vía crucis, vía lucis”. Frente a las tinieblas del pecado, siempre emerge con más fuerza la luz del amor y la esperanza. El Vía crucis es el camino hacia la renovación y la salvación que cada día tenemos que experimentar y que la actualidad ha vuelto a poner sobre la mesa. Acompáñanos Jesús en nuestras cruces y rebeldías para resucitar y transformarnos en personas que iluminen el mundo de fe y esperanza.

*Doctor en Filosofía. Voluntario en el Centro Penitenciario de Picassent (Valencia). Profesor de Filosofía en el Colegio Patronato de la Juventud Obrera. Autor del libro, Esperanza entre rejas: retos del voluntariado penitenciario. PPC, Madrid, 2020 (en prensa).