El día de San José se ha cumplido el sexto aniversario del inicio “oficial” del pontificado del Papa Francisco, elegido por Dios, con la mediación de los cardenales, como sucesor del Papa Benedicto XVI en la Sede de Pedro, con quien ha mostrado una continuidad total querida por Dios, que es Quien, en definitiva, lleva la Iglesia y nunca la abandona, y, no lo olvidemos, elige el Papa que la Iglesia y el mundo necesitan. Damos gracias a Dios por este don que está siendo para la Iglesia y para la humanidad entera el Papa Francisco, Papa, como él mismo dijo, venido “del fin del mundo”, de las “periferias” de la tierra, a las que la Iglesia –todos sus hijos- ha de llegar, hemos de llegar, con el Evangelio, “el gozo o la alegría del Evangelio”, para usar el título de su Exhortación apostólica, tan luminosa e iluminadora como programa de la Iglesia para el momento presente y los próximos años. Veo en sus palabras en el Precónclave, en una conversación privada antes del Cónclave, y en el nombre elegido por él para su pontificado –Francisco- la clave de interpretación, luz que ilumina su actuar. Es un hecho: las gentes particularmente los sencillos y limpios de corazón, los pobres y los que sufren, desde el primer momento, lo recibieron y acogieron con gran alborozo, con ese gozo que es el anuncio, la llegada, la presencia del Evangelio, de la Buena Noticia que los hombres, especialmente los pobres y necesitados esperan. Una gran corriente de esperanza, sin ninguna exageración, se ha despertado, por doquier. ¡Cuántas veces nos ha urgido: “No os dejéis robar la esperanza!”. Todo está siendo muy revelador de que, en verdad, lo que Dios quiere en este Pontificado es abrir a la esperanza a los hombres contemporáneos, “capaces de lo mejor y de lo peor”, que se abran a una esperanza grande y nueva, la única que puede saciar sus corazones insatisfechos y sus necesidades más hondas, que no es otra que la de la misericordia, la misericordia de Dios, a la que tanto apeló el Papa San Juan Pablo II, otro Papa que abrió a la Iglesia y al mundo entero a una esperanza de renovación y de vida, a una “nueva primavera”. Lo que puede devolver al mundo y a la Iglesia una nueva faz no es otra cosa que el Evangelio de la Misericordia y la Caridad, como tanto subrayó con dos encíclicas espléndidas el Papa Benedicto XVI, del que son sus principales destinatarios los pobres, los últimos, los pobres, los que lloran, los que tienen hambre y sed de la justicia: sencillamente, el Evangelio de las Bienaventuranzas, que constituyen el núcleo del mensaje de Jesucristo, en el que Él mismo nos dejó su más fiel y auténtico “autorretrato”: ese es el camino de la felicidad y de la alegría, no hay otro, por mucho que nos esforcemos en imaginarlo o inventarlo por nuestra cuenta; como el nombre que el Papa eligió, Francisco, el de Asís, son las bienaventuranzas el eje de su pontificado, tan trasparente a la realidad de Dios sólo, Dios sólo, Dios amor por encima de todo.
Vivir y anunciar en obras y palabras ese Evangelio de las bienaventuranzas, el Evangelio de la misericordia está siendo el gran testimonio del Papa Francisco en estos momentos y el gran signo que nos ofrece es precisamente que los pobres son evangelizados; es, además, el gran signo que pide a la Iglesia para renovarse, a la Iglesia en su conjunto, a cuantos la formamos sin excepción alguna, es ese gran signo, como el mismo Jesús. Porque, como el mismo Francisco señala,: “El valor de la Iglesia, fundamentalmente, es vivir el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es la sal de la tierra, es luz del mundo, está llamada a hacer presente en la sociedad la levadura del Reino de Dios y lo hace ante todo con su testimonio, el testimonio del amor fraterno, de la solidaridad, del compartir”, con el gran testimonio de la misericordia.
Y así lo estamos viendo y palpando en Francisco, ante quien y ante cuyo obrar se sienten dichosos los pobres porque alcanzan y tocan la misericordia de Dios, de Dios revelado en la carne de Cristo, en su rostro humano, a veces tan escarnecido y desfigurado en todos los crucificados y despojados de su rostro de dignidad de nuestro tiempo. Esa carne de Cristo es hoy, entre nosotros, la carne de los crucificados, los pobres, los hambrientos, los privados de libertad, los enfermos, los ancianos, los niños, los abandonados, los refugiados huidos de sus países, los marginados, los necesitados, en suma, de tantísimas maneras de la misericordia,… con los que se identifica el Señor. No hay otra manera donde encontrar a Cristo, identificarse con Él, seguirle, tocar su carne, “tocarle, palparle” a Él que ahí, en esa carne. Y así nos lo dice el mismo Papa Francisco con signos y palabras, por ejemplo, entre otras muchas, éstas: ”Tocar la carne de Cristo es tomar sobre nosotros este dolor por los pobres. La pobreza, para nosotros cristianos, no es una categoría sociológica o filosófica y cultural: no; es una categoría teologal. Diría, tal vez, la primera categoría, porque aquel Dios, el Hijo de Dios se abajó, se hizo pobre para caminar con nosotros por el camino. Y esta es nuestra pobreza: la pobreza de la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, empezamos a entender algo, a entender qué es nuestra pobreza, la Pobreza del Señor”.
Es lo que el Papa está haciendo.