Eduardo Martínez | 2-02-2012
Con motivo del 40º aniversario de la muerte de don Marcelino Olaechea, hemos entrevistado en PARAULA al también salesiano Pedro Ruz, que investiga en la actualidad la figura del que fuera arzobispo de Valencia de 1946 a 1966 con el fin de elaborar una biografía. Entre los rasgos del prelado que Ruz destaca -tras un año ya de estudio- están su “ingente labor” religiosa y social durante la dura posguerra, así como su “valentía” e “independencia” ante el régimen franquista.
– Desde la perspectiva que dan cuarenta años, ¿cómo definiría la importancia histórica de don Marcelino?
– Según veo a medida que avanza la investigación, no se entiende del todo la historia de Valencia de la parte central del siglo XX sin don Marcelino: él es una de las personalidades claves para entenderla. Entre otras cosas, por la ingente labor que desarrolló en esta archidiócesis tanto en el plano religioso como en el social y educativo, en un contexto además de pobreza y grandes dificultades como las de la España en la posguerra.
– ¿Qué rasgo de su personalidad le llama más la atención?
– Su capacidad de trabajo y de discernimiento y elección de personas. Encontró mucha ayuda en diferentes personas y grupos de la diócesis. Don Marcelino veía una necesidad, como la situación de los que vivían en las chavolas del lecho seco del Turia, y rápidamente buscaba soluciones y personas que le ayudaran: en dos meses ya había encontrado arquitectos, terrenos, financiación… para facilitar vivienda a esas gentes. Es famosa la tómbola que organiza para recaudar fondos para los necesitados. La capacidad de responder a las necesidades y de encontrar a las personas adecuadas me parece que es un valor de primer orden, sobre todo en una persona de gobierno.
– En un hombre tan activo y diligente como don Marcelino, ¿qué papel desempeñaba su espiritualidad?
– Por raro que parezca, a pesar de su enorme actividad y débil salud, no se agotaba. Eso habla de su profunda espiritualidad, de donde sacaba la fuerza. En este sentido son muy importantes su intensa y cuidada vida de piedad, los largos periodos que pasaba en la capilla, junto al sagrario, junto a su pequeña comunidad salesiana… Con él, en el Palacio Arzobispal de Valencia, siempre hubo dos, tres o cuatro salesianos. Ello también se debió a que quiso mantenerse siempre como salesiano, además de obispo, y no olvidar su pertenencia a la congregación salesiana.
– Cuando uno ve fotos de don Marcelino, le llama la atención la extraordinaria afabilidad que desprende su rostro. ¿Era realmente así?
– Sin duda, sí. Quienes vivieron con él han dejado constancia testimonial de que era un hombre sumamente bondadoso y afable. Eso le hacía ganar los corazones de la gente. En sus fotos la sonrisa era amplia y sincera. Era un hombre de gobierno, inteligente, que sabía donde iba… No era un simple. Tenía una predilección especial por los niños y los jóvenes, como buen salesiano. Muchas veces jugaba con ellos y los cubría bajo su capa o cogía su solideo y se lo ponía; cuando los esperaba a la puerta, les recibía con un saquito de caramelos; iba al comedor del colegio y se sentaba en la mesa a comer con ellos… Fíjese, todo un arzobispo de los años 50, una época en la que la eclesiología y el sentido de la autoridad era distinto a ahora. Todo eso es muy significativo.
– Además de salesiano, se sentía muy enraizado en su País Vasco natal…
– Sí, en su escudo episcopal aparecen los altos hornos de Barakaldo, donde nació, y el escudo de la congregación salesiana. Su padre era obrero de los altos hornos. Él estaba muy sensibilizado con la juventud obrera, al modo de Don Bosco. Llegó a decir: “yo nací en unos altos hornos” y “debajo de la hopalanda del obispo está la camisa del obrero”. Era de familia humilde, obrera, y con fuerte sensibilidad religiosa y vasca. Era un gran amante de su tierra vasca y de su Barakaldo natal.
– En Valencia traslada esa sensibilidad en obras suyas como la Escuela de Deportes de la Iglesia ‘Benimar’…
– Sí, le preocupaba por ejemplo el tiempo libre de los hijos de los obreros, que no tenían posibilidad de irse de vacaciones. Gracias a Benimar, en Nazaret, muchos jóvenes de familias humildes pudieron tener un verano que no era solo la playa: era ping-pong, ajedrez, teatro, conferencias formativas… Es justo y necesario hacer mención aquí a la ingente labor y entrega desarrollada por el padre Elías Llagaria, que con tanta maestría y dedicación supo atender esta preciosa y original iniciativa que tantos bienes reportó al tejido social y deportivo de la ciudad. ¡Cuántos jugadores valencianistas y de otros clubes jugaron y se formaron en sus campos! Durante toda su vida, en fin, le preocupó mucho la cuestión de la juventud obrera: defendió los derechos de los trabajadores, el salario justo, su formación integral (que no se formaran solo desde el punto de vista técnico sino también de valores) su posibilidad de conjugar la familia con el trabajo, un tema tan de moda ahora…
– ¿Cómo se posicionó ante el régimen franquista?
– Era un hombre muy libre e independiente. Es famosa, por ejemplo, su abstención ante el referéndum que Franco proclama sobre el modelo de estado en 1947. Además, logró por su intercesión la liberación o conmutación de penas de cientos de presos políticos durante la guerra y en la posguerra. Para ello llegó a escribir al mismo Franco. Don Marcelino utilizó su cargo y sus influencias para su fin principal de ser pastor de todos sin distinción. Harto significativa es su intervención pública el día de su entrada en Valencia como nuevo arzobispo retratando esta actitud conciliadora e independiente: “Con amor especial a los pobres y a los obreros, a los que sufren, sea lo que sean y crean lo que crean”.
– ¿Y le creó problemas esa línea?
– Su talante no era de confrontación, sino de confrontación. Cuando lo nombra Franco procurador en Cortes -como un cargo de representación de la jerarquía eclesiástica-, don Marcelino fue a visitarle y le dijo que él ni era franquista ni dejaba de serlo, que él de lo que hablaba era de la doctrina de Jesús y que por eso no podía aceptar el cargo. Y Franco le respondió que eso es lo que precisamente le pedía: que fuera él mismo. En un momento en que era fácil la adulación, el silencio o la aquiescencia, don Marcelino no se identificó con el régimen, sino que convivió con lo que había en ese momento manteniéndose independiente. Le criticaron por ello: que si era del PNV o socialista, pero también lo decían de otros como Herrera Oria y cualquiera con esa sensibilidad era censurado por la parte más radical del franquismo.
– Y en la guerra, ¿cuál fue su postura?
– Al estallar la guerra es obispo de Pamplona. Muchos párrocos le llaman para alertarle de la represión en los dos bandos, de que estaban matando a mucha gente… Don Marcelino fue valiente y se la jugó. Había incertidumbre y presión por ver cómo se posicionaba cada uno, con qué bando estaba. Y él levantó la voz como pastor y pronunció aquella famosa frase de ‘no más sangre, no más venganza’ e hizo una disertación sobre el perdón que conmovió a muchos. Acogió a los dos bandos, tanto acogiendo a numeroso clero y comunidades religiosas perseguidos en la zona republicana, como facilitando el paso a Francia del clero vasco republicano. Se la jugó con el régimen que estaba empezando a nacer. No se calló, se posicionó críticamente. Aunque, desde luego, también censuró la persecución religiosa. Fueron tiempos muy difíciles en todos los sentidos para el conjunto de España y para Navarra en particular.