Eduardo Martínez | 13-02-2013
Por más sorprendente que haya sido, la renuncia de Benedicto XVI al papado no deja de ser una decisión coherente con su forma de pensar y de actuar. Durante toda su vida, Joseph Ratzinger se ha significado por su carácter humilde y servicial. Esa doble cualidad explica en buena medida su constante resistencia a la hora de aceptar ascensos en el escalafón eclesial y, a la vez, su permanente disponibilidad hacia Dios y la Iglesia.
Desde esa aparente paradoja (abnegación, en realidad), se entiende que el Papa, desde bien joven, haya renunciado una y otra vez a sus proyectos de vida. Fue asumiendo, así, cargos y responsabilidades más allá de sus preferencias o de sus fuerzas físicas, escasas desde muy temprana edad.
Siendo un veinteañero, Ratzinger siente que su “más íntimo deseo” es el hecho de poder “estudiar Teología para ser profesor universitario”, tal como confesó al periodista Peter Seewald en el libro-entrevista ‘La sal de la tierra’. Y al mismo tiempo, es consciente de que, si un día se hace sacerdote, la Iglesia le puede pedir que prescinda de su labor docente. “¿Estoy dispuesto a esto? Sí, porque veo que Dios me pide ser sacerdote, y si en algún momento Dios me pidiera renunciar a ser profesor lo haría, aunque me costaría mucho”, le comentó hace años Ratzinger al hoy rector del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, Pedro Barrajón, según recuerda éste.
Ese momento llega en 1977. Pablo VI le nombra ese año arzobispo de Munich. Antes de aceptar el cargo, el desconcertado profesor consulta a su confesor con el ánimo de que le disuada, pero éste le alienta a decir “sí”. Y lo hace: deja atrás el gran prestigio universitario que se había ganado, las varias cátedras que ya tenía, su cargo como vicerrector de la Universidad de Ratisbona… para servir a la Iglesia como pastor de la diócesis bávara.
Al año siguiente, el cardenal Wojtyla es elegido papa y, casi de inmediato, solicita los servicios en Roma del arzobispo alemán. Primero para la congregación para la Educación Católica. Ratzinger opone que no puede dejar su rebaño en Munich tan pronto. Juan Pablo II acepta el argumento. Pero, tras el atentado que sufre en 1981, vuelve a llamarle. Esta vez, para la crucial congregación para la Doctrina de la Fe. Su futuro sucesor alega entonces que quiere seguir publicando obras teológicas “de carácter privado” –recuerda él mismo en ‘La sal de la tierra’- y que no sabe si eso es “compatible con ese encargo”. A lo que Wojtyla contesta: “No, eso no es un obstáculo, podemos arreglarlo”. Ratzinger queda desarmado, se rinde y acepta. Al cabo de los años, no obstante, presentará varias veces –según Seewald- la dimisión de su cargo de prefecto en ese dicasterio. No le es aceptada.
En 2005 se produce el cónclave para la elección del sucesor de Juan Pablo II. El cardenal Ratzinger comparte con sus más allegados su ilusión de que el nuevo pontífice le deje marchar por fin a Ratisbona para emprender una vida más tranquila y de estudio teológico. Tiene 78 años. Sobrepasa en tres años la edad de una jubilación que Wojtyla le animó a no presentar. Cuando las votaciones de los electores empiezan a apuntar hacia Ratzinger, uno de ellos le entrega una carta en la que le expresa: “Si el Señor te dijera: ‘Sígueme’, recuerda lo que tú mismo has predicado. ¡No te niegues! Sé obediente como lo has predicado del gran papa difunto”. Aquella misiva “me dio de lleno en el corazón”, recordará más tarde Ratzinger. “Los caminos del Señor no son cómodos –añadirá el nuevo papa-; pero nosotros tampoco hemos sido creados para la comodidad, sino para lo grande, para lo bueno”. Una vez más, el cardenal alemán decide dejar de lado sus planes y acepta el que quizá es el cargo de responsabilidad más duro y exigente que existe: el de Sucesor de Pedro.
En 2010, Benedicto XVI explica en el libro-entrevista ‘Luz del mundo’, con esa extraordinaria sensatez con la que siempre ha enseñado: “Si el Papa llega a reconocer con claridad que física, psíquica y mentalmente no puede ya con el encargo, tiene entonces el derecho, y en ciertas circunstancias también el deber, de renunciar”. Y, finalmente, llega ese 11 de febrero de 2013 que ha pasado ya a los anales de la historia. El Santo Padre anuncia su renuncia dado que, “por la edad avanzada [85 años], ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”…
Su renuncia, un gran testimonio ante las ansias de poder y gloria
Vista a grandes trazos semejante hoja de abnegado servicio a la Iglesia, no parece difícil imaginar la profundidad que hay detrás de las palabras de Benedicto XVI cuando dijo el pasado lunes que renunciaba a su ministerio “después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia”. Y a tenor de su constante supeditación a la voluntad de Dios, en contra tantas veces de sus más intensos deseos, resulta también significativo conocer el lugar que él mismo ha elegido para retirarse: no es a la casa de su anhelada Ratisbona, a la que quizá nunca jamás volverá, es un convento del pequeño recinto vaticano. ¿Cuánto habrán pesado en esa nueva renuncia el sentido de la responsabilidad y la asombrosa discreción con que siempre ha vivido el Papa?
En un mundo donde las ansias de poder y gloria generan tantos sufrimientos o donde es tan difícil encontrar a alguien con arrestos para dimitir cuando se hace preciso… el testimonio de humildad y valentía del Papa al renunciar en conciencia a su ministerio (¡seis siglos después!) se hace especialmente luminoso. Ya sucedió algo parecido con el gran Juan Pablo II, pues no menos necesario era mostrar al mundo en aquellos inolvidables últimos días (y también hoy) el sentido del sufrimiento y la dignidad en la vejez. Dos finales de pontificado, por tanto, dispares pero ambos hermosos y edificantes. Dos modos distintos de cumplir bien su misión y hasta el final, es decir, exactamente hasta que Dios quiera.