Desde la otra noche se oye mucho la palabra «cambio». Es verdad, se necesita un cambio; cambio en muchas cosas; pero sobre todo en los criterios de vida que nos rigen y dominan, cambio en el estilo de vida que llevamos e impera, que no suscita verdadera esperanza. El cambio que necesitamos y que sí inspira esperanza, por el contrario, es el que se refleja en la fiesta que celebramos este sábado: la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, en la que tenemos, vemos y palpamos, el proyecto de Dios sobre el hombre: ser hombres y mujeres nuevos como María, que aplasta la cabeza del enemigo del hombre, el príncipe de la mentira que trató de destruir ese proyecto con ideas e ideologías alienantes, desde el principio cuando se interrumpió por el pecado primero.
Ahí, en María Inmaculada, está el verdadero y profundo cambio que engendra y anima una esperanza viva. Por eso, desde esta esperanza y desde la contemplación de Santa María, Inmaculada, haremos bien en otorgar a esta fiesta de María Inmaculada, fiesta de nuestra Patrona, Patrona de España, una importancia reformadora, consoladora. Contemplamos admirada y agradecidamente a Santa María, sin pecado concebida, que a la creciente degradación permisiva de las costumbres opone la serena y resuelta energía de la libertad basada en la verdad y en la conciencia de la dignidad personal y comunitaria del hombre regenerado en el Bautismo y en la pertenencia a la sociedad de los santos, que es la Iglesia, la cual se siente representada y ensalzada en la humilde y grande Señora del Magnificat: Elegidos para ser santos e irreprochables por el amor.
María, es la primera cristiana, nos lleva y nos acerca a Cristo. Ella es modelo para todos los fieles, y lo es porque nos mueve a imitarla en las actitudes fundamentales de la vida cristiana, actitud de fe, esperanza, caridad y obediencia. María es el ejemplo de ese culto espiritual que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda al Señor. María es la personificación del verdadero discípulo de Jesús, que encuentra su identidad más profunda en el servicio a la Iglesia, en transmitir a todos el mensaje de la salvación, entregar a todos la salvación que es Cristo. Es la mujer creyente, la madre de los creyentes, que se pliega en todo a lo que Dios quiere, a lo que a Dios le es grato: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”.
No hay mayor desamparo, ni mayor pobreza para una persona y para un pueblo que la pérdida de la fe, sobre todo si se minimiza el daño y se intenta pasar de largo ante sus efectos deshumanizadores, porque es entonces cuando el interior de las personas y de las sociedades se convierten en un desierto inhóspito. A ese desierto se referían las palabras -que hago mías- del Papa Benedicto XVI cuando dijo: «La santa inquietud de Cristo ha de animar al Pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores». Efectivamente, perdida la fe, el hombre se queda sin luz que ayude a su razón a encontrar la verdad plena, la de su dignidad y la de los caminos de su salvación. ¡En ese tipo de existencia, vacía interiormente, es imposible que alumbre la esperanza! ¡Abrid pues las puertas de vuestras casas de par en par, abrid las puertas a la misericordia y derramad misericordia, sed misericordiosos, abrid vuestras puertas a la Madre de Dios, sin cortapisa alguna! Abridlas a la que es madre de vuestra fe y la de vuestros hijos. Lo necesitan urgentemente los jóvenes y los niños. No nos engañemos: muchas y poderosas son hoy en día las fuerzas sociales, políticas y culturales que pretenden arrebatarles la fe de sus padres, o, al menos, entorpecer al máximo su debida transmisión ya en el seno de la familia, y, muy especialmente en la escuela. ¿Por qué hacer tan difícil las cosas, por ejemplo, a la hora de abrir camino a la enseñanza de la religión católica, con el estatuto propio que le corresponde como materia fundamental, en ese ámbito tan decisivo para la formación de la persona que son los centros de educación primaria y secundaria?¿Por qué hacer tan difícil a los padres la educación de sus hijos en esa dimensión tan básica de la formación religiosa y moral de sus hijos de acuerdo con sus convicciones, y de la cual son ellos los primeros y fundamentales responsables con anterioridad al Estado y a cualquier otra instancia humana?
Invoquemos a nuestra Madre Inmaculada para que interceda por todos ante Dios, de manera muy particular por las que como ella son mujeres, criaturas suyas muy queridas y objeto de su predilección, como vemos en María, aunque tan atacadas por la insidiosa ideología de género que tanto las destruye y desfigura en su grandeza que les corresponde. Pidamos a María muy especialmente por nuestras madres o nuestras hermanas o las hijas, por las que más lo necesiten para que vivan la grandeza y la dignidad de su ser mujer.