El lunes 11 de febrero era fiesta en el Vaticano y los que aquí trabajamos estábamos disfrutando de un día de asueto. Bueno, no todos, el Papa y los cardenales tenían Consistorio para decidir sobre lo más importante en la vida de la Iglesia: la santidad. Lo que los purpurados no imaginaban era que iban a escuchar de labios del Pontífice que dejará de ser papa, por voluntad propia, el próximo 28 de febrero. Los que no estábamos allí nos fuimos enterando poco a poco; yo, a través de las redes sociales. En seguida cundió la alarma, y lo primero fue pensar que se trataba de un bluf. Bastó conectar con Radio Vaticana para escuchar las límpidas palabras del Papa: «siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma».
La sorpresa era superior incluso a la vivida hace ocho años, cuando el improbable “guardián de la fe”, el hombre con la peor fama pública del Colegio Cardenalicio, era elegido Papa. Entonces, como ahora, para quienes lo conocemos, dicha sorpresa ha sido solo un breve momento de conmoción, no de extrañeza real por lo ocurrido. En realidad, la renuncia del Papa aparece como algo lógico y coherente con su impecable trayectoria vital.
He trabajado largos años a su lado, cuando era Prefecto de la Congregación de la Fe. Como todos los que lo han conocido, sé que es un hombre absolutamente excepcional, dotado de cualidades que no voy a repetir aquí. Lo que tal vez muchos ignoren es que Ratzinger es también un hombre que ha sabido vivir siempre pendiente de la Providencia, renunciando para ello, no pocas veces, a su propia voluntad en aras de lo que esa misma Providencia disponía y le pedía.
Para quién conozca el clima eclesial de la Alemania postconciliar y sepa lo que significa ser teólogo en aquel País, aparecerá claro lo que significó para él renunciar a ese enorme prestigio social y eclesial, en obediencia primero a Pablo VI, que lo quiso arzobispo de Munich, y luego a Juan Pablo II, que lo llamó a Roma a ejercer el papel de “cancerbero de la ortodoxia”. Los que lo ayudamos en aquella ingrata tarea, pudimos ver cuánto tuvo que sufrir durante aquellos años en un rol que no amaba.
Representar el papel del intransigente, él, hombre de pensamiento libre; someterse a la política curial, él, hombre que mira a lo esencial, consciente de que las estrategias no deben sobreponerse a la defensa de la verdad y del bien; renunciar a sus deseos de dedicarse a la teología para no dejar solo en su tarea al amado Juan Pablo II, son cosas que permiten entender lo que ha sido su aceptación y su renuncia al Pontificado. Cuando en vísperas del cónclave lo despedíamos de la Congregación, recuerdo aquellos ojillos pícaros, llenos de ilusión, con los que nos confiaba su deseo de que el nuevo Papa lo dejara libre para dedicarse a su amada teología. Y, sin embargo, de aquel cónclave fue él en salir convertido en Papa.
Al mes de ser elegido, nos invitó a celebrar la Eucaristía en el Palacio Apostólico: el hombre menudo y encorvado que habíamos visto salir por la puerta de la Congregación camino del cónclave, y entrar de nuevo en su viejo despacho para visitarnos, en su primera salida como nuevo Pontífice, ahora, un mes más tarde, parecía un hombre nuevo. Más joven, más risueño, alegre como un niño, como alguien que, en lugar de haber recibido una carga pesada, se hubiera liberado de un peso que lo oprimía. Entonces lo entendí: antes tenía que rendir cuenta a los hombres de su misión, ahora su interlocutor era solo el Señor, y en Él descansaba todas sus responsabilidades y trabajos. Había recibido una prueba más de que la Providencia gobierna, no sólo la vida de la Iglesia, sino la de cada uno de nosotros.
Esta fe en la Providencia no está, sin embargo, reñida con la convicción de que Dios se sirve de nosotros según nuestros propios talentos. Por eso, Benedicto nunca hizo programas que fueran más allá de sus fuerzas. Desde el primer momento confió a sus íntimos que tenía intención de concentrarse en lo esencial de su misión, dejando a otros aquello que no podía abarcar, consciente como era de su edad y frágil constitución. Este pragmatismo tan “alemán” le ha llevado ahora a estimar que ha llegado el momento de renunciar. Una renuncia más, la suprema, pero también la que corona una vida llena de renuncias por el Evangelio. Una decisión coherente, generosa, clarividente.