Publicamos el resumen de las predicaciones de la ‘Misión Magnificat’.
Primera predicación: ‘La Anunciación’
Hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 26-28)
El manantial de la acción evangelizadora
Decía el papa Benedicto XVI: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est 1). Y, comentando estas palabras, el papa Francisco añade: “Sólo gracias a este encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?” (Evangelii Gaudium 8). Esta primera predicación intenta servir de mediación al encuentro, o reencuentro, de cada uno de los oyentes con el amor de Dios, que es la fuente misma del ser cristiano y de su conciencia de misión.
Y, para lograrlo, presenta el gran paradigma del encuentro del amor de Dios con la Virgen María, la Anunciación, que fue el principio y fuente de todo el camino de fe de María y también del Nuevo Testamento, es decir, del camino de fe de todos los creyentes en Cristo hasta la consumación final. En la Anunciación, María escuchó la declaración de amor que le hacía Dios y le respondió con su entrega humilde y total; y, en ese encuentro amoroso, aprendió quién era Dios para ella y quién era ella para Dios. Pero, al mismo tiempo, conoció la misión única que Dios le reservaba en su designio salvador para con toda la humanidad. Hasta el punto que, a partir de aquel momento, María dejó de pertenecerse a sí misma para pertenecer a Dios y a todo hombre.
En María, y a través de ella, Dios nos quiere declarar su amor a cada uno de nosotros y, con María, nos sentimos movidos a responderle con nuestro amor. En María descubrimos quién es el Dios verdadero y también cuál es nuestra profunda verdad. Y en María comprendemos que hemos recibido la vida para darla, porque estamos destinados a ser imágenes y testigos del Dios-Amor ante todos nuestros hermanos. Por eso María alumbra nuestro ser cristiano y toda nuestra acción evangelizadora.
Segunda predicación: ‘Las bodas de Caná’
Jesús es el Evangelio viviente
¿Dónde nos encontramos con ese amor de Dios que nos transforma y nos convierte en sus instrumentos? ¿Cuál es el contenido de la Buena Nueva para la humanidad, del Evangelio? El corazón del Evangelio, su núcleo fundamental, es “la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado” (EG 36). Pero no como una verdad abstracta y genérica, sino como un mensaje que se dirige en concreto a toda persona: “Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte” (EG 164). “Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla a la propia vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se convence de que eso mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo reconozcan” (EG 265).
Por eso el Evangelio nos propone dos cosas fundamentales. Primera, la amistad con Jesús: “Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que buscamos es la gloria del Padre” (EG 267). Pero, en segundo lugar, el Evangelio nos propone en seguida el amor fraterno, porque Jesús nos dice: “La gloria de mi Padre consiste en que deis fruto abundante” (Jn 15,8). “Evangelizamos para la mayor gloria del Padre que nos ama” (EG 267).
En los mismos comienzos del ministerio público de Jesús, “a los tres días”, Jesús y su madre asisten como invitados a una boda en Caná de Galilea (cf. Jn 2,1-12). Y lo que parecería un acontecimiento normal y sin importancia, se convierte en el primer gran signo o manifestación de la gloria de Jesús, en el que María tiene un protagonismo esencial. Lo primero que hay que decir es que María ha vivido treinta largos años con Jesús y ha conservado y meditado en su corazón cada uno de los pasos de la vida de su hijo. Y esta larga convivencia ha producido una sintonía y una confianza asombrosas entre ambos, que se trasluce en toda esta escena.
Pero lo importante es que Jesús convierte la pequeña historia de la boda de Caná en un gran símbolo que intenta explicar lo que Él significa para la humanidad. Y lo explica en cinco puntos:
1º. La humanidad es infeliz, no puede hacer fiesta, porque es incapaz de amar, no tiene vino.
2º. Sólo Él puede solucionar esta carencia, proporcionando el “vino”, es decir, la alegría de amar por el don del Espíritu.
3º. Lo hará en su “hora”, es decir, cuando con su entrega total manifieste la superabundancia del amor del Padre.
4º. Pero el hombre sólo podrá recibir ese “vino” si hace lo que le dice Jesús.
5º. Y en todo este proceso María tiene una misión muy importante: servir de mediadora entre la necesidad de la humanidad y su Hijo, e incluso anticipar la acción de este último.
Tercera predicación: ‘María al pie de la Cruz’
“Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 25-27)
Necesitamos a María en casa
El Evangelio se transmite, ante todo y en primer lugar, “boca a boca”, de persona a persona: “Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en el camino” (EG 127).
Jesús quiso que su Evangelio nos llegara encarnado en una mujer, su Madre. Precisamente cuando María estaba siendo crucificada con Jesús, como formando parte de su suprema entrega al Padre por todos los hombres, Jesús le confía una nueva misión: “Ahí tienes a tu hijo”. Como diciéndole: “Acompaña a cada uno de mis discípulos, vive con él”. Y al discípulo le dice: “Ahí tienes a tu madre”. Y el discípulo lo entendió muy bien: se la llevó a su casa.
María se toma muy en serio su nueva misión, porque ha entendido muy bien que ser Madre de Jesús es ser Madre nuestra. Ella quiere darle a su acompañamiento “el ritmo sanador de la projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana” (EG 169). Nosotros, por nuestra parte, necesitamos tener en casa a María. Ante todo, para que nos traiga a Jesús y nos enseñe a descubrir su amor. También para que nos enseñe el “estilo mariano” que ha de tener la acción evangelizadora de la Iglesia. Ese estilo que une la búsqueda de la justicia con la ternura, la contemplación con el acompañamiento de las personas, la oración con el trabajo, el reconocimiento de la acción del Espíritu en los pequeños acontecimientos de la vida.
Necesitamos también a María como Iglesia, para que nos ayude y enseñe a hacer de la Iglesia una casa para muchos, una madre para todos los pueblos y especialmente para los más pobres (cf. EG 288).
“Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”
El más grande con los más pequeños
El Magnificat es el gran canto que refleja el alma de María y, por tanto, toda su personalidad. Es como un retrato, un verdadero icono de María a través del cual podemos verla tal cual es. Pero no es un autorretrato complaciente. María se dice a sí misma proclamando a Dios en su grandeza y misericordia. Es decir, convierte todo su ser y su historia en un anuncio vivo del Evangelio. Por eso “es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización” (EG 284).
Comienza proclamando que Dios es grande. No tiene miedo a que esta grandeza nos quite algo de nuestra libertad. Al contrario, ella sabe que si Dios es grande, también nosotros lo somos. Porque cuando el Grande ha mirado la pequeñez de su esclava, la ha hecho digna de que la feliciten todas las generaciones.
El ser humano se vuelve inmenso a la luz de Dios y se empequeñece al margen del esplendor divino. María experimenta y transmite la alegría de la salvación, dos realidades que van siempre unidas en toda la historia de la salvación y que brillan especialmente en el Evangelio, desde al anuncio a María hasta las apariciones del Resucitado y la primera proclamación del Evangelio (cf. EG 4-5). Y por eso ella nos invita y ayuda a recobrar el fervor, “la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas… Y ojalá el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza —pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo” (EN 80; EG 10).
María canta a Dios “que derriba a los poderosos y enaltece a los humildes,… que colma de bienes a los pobres y despide vacíos a los ricos”. Es también la ley constante de toda la historia de la salvación: el Todopoderoso quiere actuar a través de lo más impotente, el Señor del cielo y de la tierra oculta sus planes a los sabios y entendidos y los revela a los pequeños. Por eso María nos recuerda constantemente que “hoy y siempre, los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio, y que la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres” (EG 48). Y eso es lo que nos dice María al contemplar su imagen de Madre de los Desamparados.
Y María acaba cantando la misericordia y la fidelidad de Dios hacia Israel, el Pueblo de Dios. Como reconociendo que Dios se ha servido de ese pueblo para transmitirle la fe de Abrahán y para comunicarle su propia misión. María nace del Pueblo de Dios y crea Pueblo de Dios. Por eso estuvo presente en Pentecostés, el día del nacimiento de la Iglesia, como gozne entre el antiguo y el nuevo Pueblo de Dios. No hay María sin Iglesia, ni Iglesia sin María. Por ello nos enseña siempre a todos que tampoco hay cristianos sin Iglesia.