Por José Francisco Castelló Colomer
Canciller-Secretario del Arzobispado de Valencia.
Catedrático de Derecho Canónico en la Facultad de Teología ‘San Vicente Ferrer’ de Valencia.

La Iglesia, tiene el deber y el derecho originario, independiente de cualquier poder humano, de predicar el Evangelio a todas las gentes, utilizando incluso sus propios medios de comunicación social (cf. canon 747§1).
Ante la sociedad secular y los poderes públicos ese derecho original significa que la entrega del depósito de la fe a la Iglesia, con la consiguiente misión de predicar el Evangelio, no se lo ha dado ninguna potestad humana y que ninguna potestad humana debería condicionar ni impedir ese derecho1. Con ello la Iglesia no reivindica para sí un derecho exclusivo para ella o un privilegio. En realidad, afirmar ante la sociedad y ante los poderes públicos, el derecho de la Iglesia a predicar el Evangelio, no es sino formular el derecho fundamental de todo hombre, considerado individualmente o asociado en grupo, a poder adoptar y ofrecer a los demás una determinado credo religioso.
El reconocimiento del derecho a anunciar el Evangelio conlleva la libertad para poder exponer la propia creencia o fe, una de las manifestaciones del derecho de libertad religiosa. Y así cuando se afirma que la Iglesia por su misión (que es la razón de ser de la misma) tiene derecho a predicar el Evangelio, no hace otra cosa que reivindicar el derecho a la libertad de expresión, derecho fundamental del hombre, como individuo, y de los grupos sociales sean religiosos, políticos o sindicales (art. 20. 1 Constitución Española).
Se observan, cada vez con más frecuencia, en una democracia que se consideraba ya consolidada, intentos, a veces logrados, para limitar libertades y derechos recogidos en la Constitución Española (CE) como: La libertad de enseñanza (art. 27.1 CE), la libertad del derecho de los padres a elegir una educación para sus hijos acorde a sus convicciones religiosas y morales (art. 27.3 CE)… También se perciben intentos numerosos para poner ciertas trabas administrativas al culto público de los creyentes (art. 21 CE) con la excusa de una supuesta protección pública de los valores culturales que, lógicamente, se derivan de los actos cultuales y que, por su repetición a lo largo de los siglos, se consolidan como patrimonio religioso e histórico de una sociedad (la fe tiende a hacerse cultura siempre). Estoy hablando, lógicamente, del interés inusitado por declarar muchas procesiones y otras festividades religiosas bienes de interés cultural inmaterial. Paradójicamente, por un lado, se pretende una separación total Iglesia-Estado, entendida no como una laicidad positiva, sino como la exclusión incluso de la sana cooperación que debe haber entre Iglesia y Estado en orden al bien común (art. 16.3 CE). Y, por otro lado, los poderes públicos están intentando interferir con frecuencia en las expresiones culturales de la Iglesia, ya sea con los B.I.C. mencionados, ya sea hasta determinando qué piezas musicales se pueden o no interpretar en las mismas o qué autoridad pública que representa a todos los ciudadanos, incluidos los católicos, puede o no asistir a ciertas expresiones públicas de la fe católica.
Por tanto, una limitación discriminada de tales posibilidades por parte de la autoridad estatal, sería una restricción totalitaria e ilegítima del derecho de libertad de expresión, reduciendo la actividad de la Iglesia a la sacristía y una vulneración injustificable del derecho a la igualdad de los españoles ante la ley (art. 14 CE).
El principio de la libertad de la fe católica (canon 748), expresión de un derecho fundamental de la persona, tiene un reverso: el deber de los demás de no coaccionar en orden a la profesión de la fe. A nadie le será lícito coaccionar a una persona a abrazar una religión o a renegar de una religión contra la propia conciencia.
El poder humano legítimo no tiene ningún derecho a imponer una ideología o religión, y sí tiene, en cambio, el derecho y el deber de velar por la justa libertad y justo ejercicio de esa libertad de sus ciudadanos como factor del bien común.
La educación es un tema de permanente actualidad, por lo que supone para el desarrollo de los pueblos y el fomento de las libertades individuales en el marco de una convivencia democrática y pacífica2. Educar es transmitir conocimientos, criterios de juicio y de comportamiento de manera adecuada a la persona: ser racional, libre, social y trascendente, llamado a desarrollar y usar sus propias facultades para buscar su felicidad y la de los demás. El derecho a la libertad de enseñanza se establece en el art. 27 de la Constitución Española. Dicho principio se ha desarrollado en relación con la asignatura de religión católica en el Acuerdo sobre Enseñanza, de 3 de enero de 1979, entre España y la Santa Sede, que prevé dicha enseñanza en los niveles primario y secundario (art. II). En cambio, en el nivel universitario sólo está prevista la posibilidad de organizar cursos voluntarios de enseñanza (art. V) y el establecimiento de un servicio de asistencia religiosa que tiene por finalidad promover y organizar, de acuerdo con el parecer de la autoridad competente, las prácticas religiosas de la comunidad universitaria y las actividades de orden formativo a favor de los alumnos. Sólo un planteamiento totalitario sería capaz de solicitar y exigir que se expulse toda expresión libre de la fe católica que se haga voluntariamente en una universidad estatal.
Tanto la sociedad como el Estado deben reconocer y tutelar eficazmente la libertad de los padres a decidir el tipo de educación que desean para sus hijos, sobre todo en el campo religioso y moral. Dicho derecho y deber excluiría tanto cualquier monopolio escolar como la negación de las ayudas necesarias a la educación religiosa alegando la separación Iglesia-Estado. Si los ciudadanos optan por instituciones confesionales, no deben pagar por duplicado los costes de la enseñanza, participando en el sostenimiento de la educación pública y pagando por su cuenta la religiosa que han elegido.
Para que se dé una efectiva libertad de enseñanza es necesario que los Estados tutelen el derecho no sólo a crear centros docentes en los que se imparta la educación deseada para los propios hijos (art. 27.6 CE), sino también que esos centros docentes sean financiados con cargo a los fondos públicos en la misma medida en que lo son los centros docentes de creación estatal, por lo que dicho principio no iría contra el pluralismo educativo; al contrario, lo potenciaría.
Y es un derecho que la autoridad civil, obligada a respetar la libertad religiosa, debe reconocer a todas las confesiones religiosas, no solamente a la católica. De otro modo, los padres se verían discriminados económicamente a la hora de elegir escuela para sus hijos. Declarar el derecho y no dar los medios necesarios para poder ejercerlo sería una mera protección formal, no real.
“Queremos una escuela pública y de calidad”. Este lema, que como un latiguillo se repite constantemente hasta la saciedad en las manifestaciones a favor de una única enseñanza pública y con un claro sesgo de laicismo radical, no tendría mayor problema si con el vocablo UNA no se entendiese en realidad única, es decir, sólo un tipo determinado de escuela; si por la palabra PÚBLICA, no se pensase que esa escuela única debe estar penetrada transversalmente en las materias que se imparten a los estudiantes, por una ideología de carácter a la vez nacionalista, de izquierda radical y de rechazo claro a la religión católica (esto último lo viví en carne propia en mi bachillerato en un instituto público, pero como se aprecia por estas líneas, gracias a Dios, no hizo mella en mí, que sí en muchos compañeros); y si por la palabra CALIDAD no se comprendiese que se deba dotar a la escuela pública de todos los fondos públicos necesarios (provenientes de los impuestos que pagan todos los ciudadanos, incluidos los millones de católicos que hay en nuestro país) con exclusión de que se destinen fondos públicos, a través de conciertos o de cheque escolar, a aquellos centros que son también de iniciativa social aunque no autonómicos o estatales, y que libremente quieren escoger los padres para sus hijos. Curioso es observar cuando un gobierno autonómico se configura por varios partidos, cómo una de las “peleas” en orden a la formación del gobierno, es quién se lleva la influyente y todopoderosa Consejería de Educación. Y lamentable fue escuchar en labios de sus nuevos responsables que se deseaba acabar con “la barra libre” de los conciertos educativos, como si estos fuesen una concesión graciosa de la autoridad autonómica y no un derecho de los padres.
Con un sentido realista, señala además el canon 797 que no basta la proclamación del derecho, sino que además es necesario protegerlo con ayudas económicas, conforme a la justicia distributiva. La concreción de este derecho se podrá efectuar de modos diversos. La Iglesia no toma partido por ninguna solución técnica concreta (concierto, cheque escolar, desgravaciones fiscales…), pero ha de suponer una ayuda efectiva que permita en la práctica elegir la escuela deseada sin que suponga un gravamen añadido para las familias.
El triunfo de la libertad sobre la opresión y la falsedad gnoseológica de la ideología totalitaria que sustentaba los regímenes que imperaban en el bloque soviético hizo caer el muro de Berlín. Sucedió entonces que los partidos políticos y sindicatos que defendían en las democracias occidentales dicha ideología, bien abiertamente bien veladamente, quedaron huérfanos de referentes sólidos (por no ser válidos) para construir un discurso consistente y atrayente para las personas que, sin renunciar a la justicia social, también desean que se garantice la libertad y el respeto de todos los derechos humanos fundamentales (lo cual es propio de todo Estado de Derecho que se precie).
Qué lástima que no se entienda como progresista profundizar en los textos de la Doctrina Social de la Iglesia (fundamentalmente desde la Rerum Novarum de León XIII hasta la encíclica Laudato Sii del Papa Francisco) y así poder asumir algunos de los principios, orientaciones y criterios de actuación que encierra dicha doctrina y que permiten en la sociedad defender la justicia social sin renunciar a la libertad.
Por el contrario, en pleno siglo XXI, se observa con tristeza que algunos de los que se consideran progresistas en España cuando consiguen algo de poder, para mostrar lo progresistas que son, a lo que se dedican es (como en el siglo pasado y anterior) a dificultar a la Iglesia su misión de anunciar el Evangelio y la difusión de los aspectos morales y sociales que se derivan del mismo; o a limitar los derechos de los padres para elegir libremente la educación que quieren para sus hijos, entre otras batallas decimonónicas que, por desgracia, se siguen librando.
(Resumen del artículo publicado por el autor en Anales Valentinos. Nueva Serie núm. 4, 2015, pp. 253-266)
1 Cf. PÉREZ DE HEREDIA Y VALLE, I.: Libro III del CIC, la función de enseñar, introducción y cánones preliminares, Valencia 2005, pp. 37-49.
2 Cf. CALLEJO DE PAZ, R.: La función de enseñar en el derecho y en la vida de la Iglesia, Madrid 2013, pp. 126-133.