Como cada año, la Campaña Contra el Hambre de “Manos Unidas” golpea a nuestras puertas y nos hace llegar el eco de las palabras de Jesús, dichas a nosotros, hoy y ahora: “Dadles vosotros de comer”. Estas palabras se las dice Jesús a sus discípulos, nos las dice a cada uno de sus discípulos, ante esa multitud ingente de hermanos desvalidos, sin qué comer y aguardando que les llegue el pan suyo de cada día que les corresponde; porque los bienes de la tierra, el pan de cada día, no puede ser monopolio exclusivo de unos pocos.

Una mayoría de la humanidad no tiene lo mínimo necesario, que les corresponde en justicia; la mayoría pasa hambre y muchos millones de hermanos mueren a causa del hambre y de la miseria que se ceba sobre ellos. Como denunciaba el Papa Juan Pablo II hace unos años, “muchas personas, es más, poblaciones enteras viven hoy en condiciones de extrema pobreza. La desigualdad entre ricos y pobres se ha hecho más evidente, incluso en las naciones más desarrolladas económicamente. Se trata de un problema que se plantea a la conciencia de la humanidad, puesto que las condiciones en que se encuentra un gran número de personas son tales que ofenden su dignidad innata y comprometen, por consiguiente, el auténtico y armónico progreso de la comunidad mundial…El número de personas que hoy viven en condiciones de pobreza extrema es vastísimo. Pienso, entre otras, en las situaciones dramáticas que se dan en algunos países africanos, asiáticos y latinoamericanos. Son amplios sectores, frecuentemente zonas enteras de población que, en sus mismos países, se encuentran al margen de la vida civilizada; entre ellos se encuentra un número creciente de niños que para sobrevivir no pueden contar con más ayuda que la propia. Semejante situación no constituye solamente una ofensa a la dignidad humana, sino que representa también una indudable amenaza para la paz”. “Toda la humanidad debe reconocer en conciencia sus responsabilidades ante el grave problema del hambre que no ha conseguido resolver. Se trata de la urgencia de las urgencias”.
Vivimos una situación muy grave que afecta a toda la sociedad, que concierne a los Estados y que nos afecta a cada uno de nosotros. No podemos ni debemos inhibirnos, ni encogernos de hombros ante la magnitud del problema. “El derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que corresponde a todos…Los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y ciertamente no sólo con los bienes superfluos” (GS, 69).

El problema del hambre en el mundo, es verdad, es problema que reclama ir a las raíces y a las causas de la pobreza, cambiar las estructuras, promover un nuevo orden económico internacional, aplicar a la economía mundial unos fuertes correctivos que hagan posible una distribución más justa y equitativa de los bienes de la tierra, destinados a todos los hombres sin privilegios de ningún tipo. Para la erradicación del hambre en el mundo, llaga abierta en la humanidad entera, es necesario que cambien los sistemas sociales, políticos, económicos y comerciales, las relaciones entre los pueblos que la han provocado.

“Es necesario trabajar juntos, con la solidaridad exigida por un mundo cada vez más interdependiente” (Juan Pablo II). Todos podemos y debemos hacer algo. No podemos cruzarnos de brazos o bajar la guardia; podemos y debemos hacer lo que está en nuestra mano para que este mundo de hambre se transforme en un mundo de hermanos donde todos y cada uno de ellos reciba el pan de cada día y sea reconocido y respetado en su dignidad.

“Que cada uno se examine para ver qué ha hecho hasta ahora y lo que debe hacer todavía. No basta con recordar principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética, todo ello no tendrá peso real si no va acompañado en cada persona de una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva. Resulta demasiado fácil echar sobre los demás las responsabilidades de las presentes injusticias, si al mismo tiempo no nos damos cuenta de que todos somos responsables…Cada uno debe determinar su responsabilidad y discernir en buena conciencia las actividades en que debe participar” (Pablo VI).

Y no olvidemos que necesitamos abrirnos a Cristo, que nos ha dado a conocer en qué consiste el amor, que nos ha revelado a Dios, que es Amor. El amor de Dios, destinado a todos, se identifica y se dirige de manera privilegiada a los pobres, a los últimos, a los que tienen hambre, a los que lloran. “Dichosos los pobres, los que tenéis hambre, los que ahora lloráis”, leemos en el Evangelio. Es necesario meterse en el corazón mismo de Dios y sentir con Él el dolor de un amor divino, gratuito y generoso, compartir los sufrimientos y tristezas, las carencias y necesidades de toda la humanidad.

A eso nos invita particularmente Manos Unidas en esta Jornada contra el hambre en el mundo. Es necesario, urgente y particularmente apremiante en nuestro tiempo, que nos volvamos a Dios y pongamos nuestra confianza en El, que nos arraiguemos en El, que Dios sea todo para nosotros, para que El entre en lo profundo de nuestras vidas, nos cambie radicalmente tanto en nuestra forma de ser como en nuestros valores y en nuestra forma de actuar.

Si, de verdad, nos arraigásemos en Dios, nos sentiríamos más cercanos ante nuestros millones y millones de hermanos que carecen de casi todo lo más fundamental y primario para vivir. Cuando se pone la confianza verdaderamente en Dios, todo se dirige al bien del hombre, de la persona humana, singularmente del que está más necesitado.

El mundo de hoy, sin embargo, parece confiar sólo en el hombre, en sus fuerzas, en sus economías y técnicas económicas. Muchos hombres, en efecto, sobre todo en las regiones desarrolladas, parecen guiarse únicamente por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está teñida de cierto espíritu economicista. “En un momento en que el desarrollo de la vida económica, con tal que se le dirija y ordene de manera racional y humana, podría mitigar las desigualdades sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a veces hasta un retroceso en las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio de los pobres. Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo estrictamente necesario, algunos, aun en los países menos desarrollados, viven en la opulencia o malgastan sin consideración. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda iniciativa viviendo en condiciones de vida y trabajo indignas de la persona humana” (GS 63).

Necesitamos apoyarnos más y más en Dios para que el mundo se renueve, para que haya una humanidad nueva hecha de hombres nuevos capaces de amar, de compartir el pan, de buscar la justicia y edificar la paz sobre la base de una verdadera y eficaz convivencia fraterna. Apoyarnos en Dios es vivir conforme a su amo y a su querer; el cumplimiento de este camino trazado por el Señor, no es otro que el del cumplimiento de su voluntad, es decir el de la Caridad, el de compartir el pan de cada día. Nadie, conforme a esta voluntad de Dios manifestada en Jesucristo, puede ser excluido de nuestro amor: porque El, Hijo único de Dios, con su encarnación se ha unido a todo hombre. En la persona de los pobres hay una especial presencia suya que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. Es la hora de hacernos cercanos y solidarios con los que sufren; es la hora de compartir fraternalmente con ellos.