Entramos en la Cuaresma. Emprendemos de nuevo este camino que lleva a la meta de la paz que se nos otorga en Cristo, crucificado y resucitado por nuestros pecados para la redención de todos. Emprendemos una senda de penitencia. Es tiempo de gracia, hora del arrepentimiento, día de salvación. Ojalá acojamos la poderosa llamada de Dios que nos urge de nuevo a renovar nuestra fidelidad a su palabra y a su amor. No le cerremos nuestro corazón. Escuchemos su voz. Abramos nuestras puertas al Redentor, a Cristo Resucitado, que Él nos renueve y convierta. Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo, y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios su Padre, pues, derramada por nuestra salvación alcanzó la gracia del perdón y de la reconciliación para todo el mundo.
“Dice el Señor: “Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras: convertíos al Señor Dios vuestro; porque es compasivo y misericordioso”. (Jl 2, 12-14). “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc. 1.14). Estas palabras con que la Iglesia nos apremia en el miércoles de Ceniza deberían penetrar en lo más profundo de nuestro corazón y de nuestra mente. Todos hemos pecado. Lloremos humildemente nuestros pecados y acerquémonos a Dios, lento a la cólera y rico en piedad. Todos tenemos necesidad de la reconciliación con Dios y con los hermanos. “Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios” (2 Cor, 5, 20). Todos estamos necesitados de la misericordia entrañable de Dios, “que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta, cambie de conducta y viva” (cf. Ez 18,23).
Abandonemos el camino del egoísmo y recorramos el camino de la adhesión a la verdad y al amor de Dios. Ésta es la senda que ahora emprendemos y por la que hemos de encaminar nuestros pasos para la renovación de la Iglesia y de la sociedad. Nuestra conversión es el mejor servicio que podemos prestar al mundo. Si con nuestro pecado hacemos opaca la obra de Dios sobre los hombres, con nuestra conversión se restaura la claridad del testimonio humanizador y liberador que brota del Evangelio. La Iglesia nos invita a escuchar con más asiduidad, en este tiempo, la Palabra de Dios, a dedicarnos con mayor ahínco a la oración, a la penitencia y al ayuno, y a entregarnos más decididamente a las obras que manifiestan la caridad de Dios. Estos medios, relacionados entre sí, no han perdido vigencia en nuestro tiempo. Al contrario, son tanto más necesarios cuanto más preteridos se hallan.
Es necesario el ayuno, las privaciones voluntarias, con las que Dios nos enseña a reconocer y agradecer sus dones, a dominar nuestro afán de suficiencia y a repartir nuestros bienes con los necesitados, imitando así la generosidad del mismo Dios: “Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso, nos dice Jesús. Sed misericordiosos y alcanzaréis misericordia; perdonad y se os perdonará; como vosotros hagáis, así se os hará a vosotros; dad, y se os dará; no juzguéis, y no os juzgarán; como usaréis la benignidad, así la usarán con vosotros”. Para esto, precisamente, para mantener viva esta actitud de acogida y atención a los hermanos, animo a todos, a mí el primero, animo a las parroquias y demás comunidades a intensificar durante la Cuaresma la práctica del ayuno personal y comunitario, cuidando asimismo la escucha de la palabra de Dios, la oración y la limosna. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían colectas especiales, y se invitaba a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido. También hoy hay que redescubrir esta práctica del ayuno y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.
No olvidemos el mal de fondo que nos aqueja y nos conduce a la quiebra de humanidad que padecemos: nuestros pecados. Estamos muy heridos en el fondo de nuestro ser. Es ahí donde está la raíz de nuestros males. Por eso los cristianos sentimos en esta Cuaresma la llamada a la conversión para recomponer al hombre conforme al proyecto de Dios, revelado en Jesucristo, su Hijo. Dios, por ello, nos apremia a la conversión en una situación en la que los hombres mueren por falta del pan de cada día, pero también por pretender vivir sólo de pan, de bienestar o de disfrute a coste de lo que sea. Dios nos urge a la conversión en unos tiempos en que se vive como si Dios no existiera, al margen de Él, en la soledad más radical de nuestra miseria.
Nuestra conversión: vuelta al Dios vivo y dejar que Dios se vuelva a nosotros, implica el anuncio de Dios a nuestros hermanos, la entrega de Jesucristo, que es el pan vivo que sacia el corazón hambriento de vida de todo hombre y es la fuente inagotable en medio del desierto y de nuestra soledad que colma y calma la sed insatisfecha del pobre corazón del hombre, que es sed de verdad, sed del Dios vivo. Tiempo de Cuaresma, tiempo de conversión, es tiempo de anuncio de Evangelio en obras y palabras. Ese es el servicio que Dios nos exige, el pan que nos piden tantos hermanos nuestros: hacer presente a Cristo, ser sus testigos, porque Él es nuestra reconciliación y nuestra paz, la luz y la misericordia divinas en medio de los hombres, la vida eterna y la justicia verdadera, la esperanza y la salvación para todos los necesitados de ella, pues Él es el rostro de Dios, imagen de Dios invisible, Hijo de Dios, primogénito de todo lo creado. La Cuaresma es un tiempo favorable para recomponer nuestra existencia y reajustar nuestros criterios de acuerdo con el Evangelio de Jesucristo. Que surja el hombre nuevo, la sociedad nueva, renovados según Cristo. Sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Que Dios nos haga capaces de comunicar esta certeza y esta esperanza a todos nuestros hermanos, para que la luz de Cristo resucitado que da el Espíritu se difunda en toda la sociedad.