La iglesia del monasterio de Santa Clara de las religiosas clarisas capuchinas de Valencia acogió el sábado 19 el oficio ecuménico ‘Lux in via’, presidido por el vicario episcopal para la Vida Consagrada, Martín Gelabert, junto a miembros de diferentes confesiones. (FOTO: M.GUALLART)
Hemos celebrando el octavario de oración por la unidad de los cristianos, de las iglesias. Comenzando el día 18 de enero, y finalizado el día 25, fiesta de la Conversión de San Pablo. Pero la oración por la unidad no se acaba nunca, no se puede acabar mientras no la haya entera y plenamente, mientras persista la separación de las iglesias y confesiones cristianas no debe acabarse. Entre las súplicas más fervientes y apremiantes, la Iglesia implora del Señor que prospere la unidad entre todos los cristianos de las diversas Confesiones hasta alcanzar la plena comunión. Urge y apremia la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan y así testimoniar al mundo la decidida voluntad de todos los discípulos de Cristo de conseguir lo más pronto posible la unidad en la certeza de que «nada hay imposible para Dios». Necesitamos la gracia del perdón de Dios para la unidad tan necesaria y que nos constituye como cristianos para seguir unidos a la vid que es Cristo y dar frutos.
Esta es la súplica que, desde la misma noche santa de la institución de la Eucaristía, la noche en que iba a ser entregado por todos, sigue dirigiendo Jesucristo al Padre «Que todos sean uno». Ante nuestros ojos tenemos el reto de la unidad de los cristianos para que el mundo crea. Sentimos la división como un pecado que nos separa de Cristo, no cumple la voluntad de unión en nuestro Señor y de permanecer unidos a Él y en Él, estar unidos en Cristo para dar frutos abundantes. Es éste un problema crucial para el testimonio evangélico en el mundo.
La llamada a la unidad de los cristianos, que el Concilio Ecuménico Vaticano II renovó con tan vehemente anhelo, debería resonar con fuerza cada vez mayor en el corazón de los creyentes. Cristo llama a todos los discípulos a la unidad. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para reunir en unidad a los que andan dispersos y, peor aún, divididos. Él ha entregado su cuerpo para que seamos un cuerpo con El y ha derramado su sangre para la reconciliación, el perdón de los pecados y la unión de todos los hombres en El con el Padre por el Espíritu Santo. El nos ha dado su Espíritu Santo para la unidad, y ha constituido su Iglesia como sacramento de la unión íntima con Dios y la unidad de todo el género humano.
La vocación de la Iglesia es la unidad. Le urge, pues, a la Iglesia buscar con verdadero ardor y empeño, y con la gracia de Dios, la unión de los discípulos de Jesucristo, de cuantos creen en El, para poder ser lo que es. No es una cuestión de segundo orden o que solo afecte a unos pocos dentro de la Iglesia o de las iglesias. Nos afecta sustancialmente a todos los que somos cristianos. Necesitamos redescubrir la esencia del misterio de la Iglesia que se manifiesta en Pentecostés. Frente a la Babel dispersa y dividida por el pecado, Pentecostés, nacimiento de la Iglesia y sustancia de la Iglesia, es misterio de comunión, de unidad y llamada a la unidad. De que redescubramos esto depende, mucho más de lo que creemos los mismos cristianos, el futuro no solo de la Iglesia, sino de la fe, de Europa y del mundo entero.
A pesar de esta vocación, hay en la Iglesia terribles pecados contra la unidad. Persiste en ella, desgarrándola, la ruptura de la Edad Media y del comienzo de la Edad Moderna, agrandada, que el mundo necesita ver superada. La Iglesia se siente llamada a abordar con particular empeño la tarea de la unión de los cristianos y por ello la reconciliación entre todos, don de Dios que sólo de Él podemos alcanzar. Las divisiones debilitan la fuerza del testimonio cristiano ante la increencia y secularización de nuestro tiempo, ante tanta indiferencia religiosa y mentalidad pagana como nos envuelve, ante el empuje de los fundamentalismos y de las sectas o ante una religiosidad difusa de espaldas al Dios personal. Estos son los grandes riesgos para el hombre de hoy que solamente podrán ser superados desde el cumplimiento de la voluntad del Señor «Que todos sean uno, …Yo en ellos y Tú en mí, para que lleguen a la unión perfecta, y el mundo pueda reconocer así que Tú me has enviado, y que los amas a ellos como me amas a mí». Que los cristianos seamos uno para que el mundo crea. ¡Qué grandísima y gravísima responsabilidad la nuestra! La unidad de los cristianos es clave para una nueva evangelización.
«Todos somos conscientes de que el logro de esta meta no puede ser sólo fruto de esfuerzos humanos, aun siendo éstos indispensables. La unidad, en definitiva, es un don del Espíritu Santo. A nosotros se nos pide secundar este don sin caer en ligerezas y reticencias al testimoniar la verdad, sino más bien actualizando generosamente las directrices trazadas por el Concilio» (S. Juan Pablo II). El momento que vivimos, de manera particular, anima a todos a un examen de conciencia y a oportunas iniciativas ecuménicas, como la de esta semana de oración por la unidad de los cristianos. Hay que proseguir sin duda el diálogo doctrinal, pero sobre todo esforzarse en la oración ecuménica. Oración que se ha intensificado después del Concilio, pero que debe aumentarse todavía comprometiendo cada vez más a los cristianos, en sintonía con la gran invocación de Cristo, antes de la pasión «que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros’ Jn 17,21)». A esta oración por la unidad nos ha convocado la Iglesia esta en, este octavario, con toda la seriedad y responsabilidad que reclama de todos nosotros.