Monseñor Enrique Benavent.

Mons. Enrique Benavent
Obispo auxiliar de Valencia

1. Dos experiencias humanas
Esta definición de las indulgencias que encontramos en el Catecismo de la Iglesia Católica necesita una explicación si la queremos hacer comprensible para el hombre de hoy. Para ello, antes de entrar en el análisis de los términos, partimos de dos situaciones que todos hemos vivido alguna vez en nuestras relaciones interpersonales.
Todos tenemos la experiencia de que rehacer una amistad rota exige la humildad de pedir perdón por parte de quien ha ofendido al amigo, el perdón por parte de la persona ofendida y exige también la necesidad de sanar las heridas que la ofensa a la persona amada ha causado no sólo en la persona ofendida, sino también en la persona que ha ofendido. Volver a vivir plenamente esa amistad exige pedir perdón y purificar el corazón para que la relación se rehaga en su totalidad.
El pecado implica una ruptura de la amistad con Dios. La conversión exige pedir perdón a Dios y curar las heridas que impiden una relación plenamente gozosa y confiada con Dios. Por ello, junto con el sacramento de la Penitencia, el proceso de conversión exige la virtud de la penitencia, por la que vencemos, con la ayuda de la gracia de Dios, la inclinación al pecado y el apego a las criaturas que permanece en el pecador. Únicamente cuando nos esforzamos en sanar esas heridas podemos experimentar plenamente el gozo del perdón.
Fijémonos en otra situación: el esfuerzo por curar las heridas que una ofensa ha provocado tiene un carácter reparador. Tiende a reparar el daño causado. Si la persona ofendida observa una sinceridad en el perdón y en la manifestación de dolor y pena por el mal provocado, no es necesario exigir una reparación que compense totalmente el daño causado. Al comprobar la sinceridad del arrepentimiento y el esfuerzo que hace el ofensor por reparar el mal, la persona ofendida puede decir: “¡Basta! No es necesario que te preocupes más. Está superado. Olvida ya el tema”. La persona ofendida no ha exigido una reparación que compense “matemáticamente” todo el daño causado. Ha tenido “indulgencia” con el ofensor.
En la relación con Dios sabemos que es imposible una reparación proporcionada, pero mediante signos y gestos con los que le expresamos a Dios nuestro amor, podemos manifestarle la sinceridad de nuestro arrepentimiento y del deseo de volver a vivir plenamente la amistad con Él que el pecado ha destruido. Para ello, además de una celebración sincera del sacramento de la Penitencia, las prácticas penitenciales constituyen un modo de expresarle a Dios nuestro amor sincero y nuestra voluntad de reparar el daño causado. Dios, cuando ve la sinceridad de nuestro arrepentimiento y el esfuerzo de conversión puede decir: “¡Basta! No es necesario que te preocupes más. Olvida esa cuestión para siempre”. Además de perdonarnos la culpa, nos dispensa de la obligación de una reparación “proporcionada” y borra completamente el pecado y las secuelas que éste ha dejado. Ha tenido “indulgencia”.

2. Carácter penal de la conversión

El pecado grave, que supone una ruptura de la amistad con Dios, implica la ruptura y el alejamiento de Dios. Si no se vive un proceso de conversión y el hombre permanece obstinadamente en su pecado, el alejamiento de Dios puede tener un carácter eterno. La pena eterna en una consecuencia intrínseca al pecado y a la voluntad de permanecer en él.
El sacramento de la Penitencia perdona la pena debida a la culpa, pero no rehace inmediatamente las consecuencias negativas del pecado en nuestro mundo, en el pecador y en su relación con Dios. Quien ha cometido un pecado y se ha arrepentido tiene la obligación de luchar contra estas consecuencias del pecado. Esta lucha tiene un carácter penal, no en el sentido de una pena legal impuesta desde fuera(1) , sino porque estamos ante una exigencia intrínseca al mismo proceso de conversión que manifiesta la sinceridad y la verdad del amor a Dios que mueve todo el proceso de conversión del pecador. Tiene un carácter penal, en segundo lugar, porque es un proceso doloroso, que exige un esfuerzo para superar las consecuencias del pecado (2) .
3. Necesidad de la gracia de Dios
En este proceso de conversión el cristiano no está solo. Necesita ser inspirado, sostenido y ayudado por la gracia de Dios y por los méritos de todos los santos que interceden por nosotros ante Dios (3).
La gracia de Dios nos sostiene en nuestro esfuerzo de conversión, nos consuela en nuestras luchas y, en este sentido, “acelera” nuestro proceso de conversión para que podamos vivir la amistad con Dios con un amor sincero a Dios, con una alegría plena y con una fortaleza mayor. La virtud de la penitencia no es únicamente fruto del esfuerzo humano, sino que nace de un asentimiento a la gracia de Dios que inspira, sostiene y acompaña nuestras obras.
4. Dimensión eclesial de la gracia
La Iglesia ha recibido de su Fundador la plenitud de los dones de la salvación y la totalidad de los medios que nos conducen a ella. Entre esos medios, algunos (los sacramentos) han sido instituidos por el Señor. Por el sacramento de la Penitencia el pecador recibe el perdón de la culpa y, por tanto, de la pena eterna.
Pero la Iglesia, que es la dispensadora de la gracia, puede determinar y establecer ciertas prácticas que, al aceptarlas en espíritu de humildad y de obediencia a la Iglesia y al ponerlas por obra, estamos manifestando la sinceridad de nuestro deseo de rehacer verdaderamente la amistad con Dios, nos mueven al amor a Dios y nos disponen a recibir su gracia, que nos mueve a la conversión del corazón y a la lucha contra las consecuencias del pecado por una vivencia más plena de la virtud de la Penitencia.
Estas gracias, de las que la Iglesia es dispensadora, reciben el nombre de indulgencias: cuando el pecador, después de haber celebrado el sacramento de la Penitencia, vive estas prácticas que la Iglesia determina en ciertos momentos, circunstancias y lugares, esta manifestando a Dios la sinceridad de su deseo de rehacer plenamente la amistad con Él. Son gestos de amor a Dios.
En estas circunstancias, Dios, por medio de la Iglesia, que es la dispensadora de la gracia, borra totalmente las consecuencias del pecado, por lo que el pecador puede vivir con la confianza de que el pecado y todas sus secuelas están totalmente superados. Dios, además de perdonarnos, tiene indulgencia. No exige una reparación proporcionada que, por otra parte, es imposible para nosotros.
5. Deseo de auténtica conversión
La conversión a Dios tiene que ser auténtica y debe brotar de la verdad del corazón del hombre. Por ello, para recibir la gracia de las indulgencias, es condición imprescindible una celebración verdadera del sacramento de la Penitencia y un sincero arrepentimiento.
También es necesario un desapego de todo afecto hacia el pecado. Sólo con estas condiciones está el corazón preparado para recibir la gracia que le sostenga en el proceso de la conversión despertando en el corazón un amor más intenso a Dios. El deseo verdadero de llegar a una amistad plena con el Señor es condición imprescindible para recibir la gracia de la indulgencia.
6. Pena temporal
El camino de conversión, que se manifiesta y se vive en la virtud de la penitencia, es un proceso que exige un tiempo. Además, no podemos tener la seguridad de que al final de nuestra vida temporal nuestro corazón esté verdaderamente preparado para el encuentro con Dios. Todos tenemos mucha inmundicia en nuestra vida que necesita ser purificada para el encuentro con Dios.
La doctrina del Purgatorio es expresión de la necesidad que los hombres podemos tener de ser purificados y, de este modo, prepararnos para el encuentro con Dios, incluso después de nuestra muerte. Esa situación exige una especie de sucesión “temporal”. No podemos imaginar cómo puede ser la experiencia de la “temporalidad” después de la muerte, pero hay que postular una sucesión en los estados de nuestra alma entre la muerte y el encuentro con Dios.
Ayudados por aquellas acciones con las que se refuerza nuestra fe y nuestro amor a Dios, nuestro corazón se va purificando y disponiendo para el encuentro con Dios. El “tiempo” que necesitamos para poder ver a Dios “cara a cara” en un encuentro que sea verdaderamente gozoso puede “acortarse” por nuestro deseo de conversión y por la oración de unos cristianos por otros, una oración que es eficaz en virtud de la comunión de los santos. De este modo, nuestro corazón, curado de las heridas que el pecado ha provocado en nosotros y que nos impiden gozar plenamente de la presencia de Dios, puede entrar en el gozo de su Señor.
Para expresar esta realidad, en algunos momentos la Iglesia ha empleado el lenguaje de la praxis del sacramento de la Penitencia para manifestar el carácter temporal de este proceso. Se trata, evidentemente, de una imagen que nos aproxima a una realidad que, en cierto modo, permanece en el misterio mientras caminamos en este mundo.
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