Antonio Díaz Tortajada
Delegado episcopal de Religiosidad Popular

Es Navidad. Navidad es la fiesta de la Luz, que brilla en las tinieblas de la noche más larga del año. Navidad son los ojos de un buey y una mula que miran asombrados al pesebre en el que yace el Niño. Navidad es la carrera de unos pastores que los ángeles han alborotado. Navidad es la meta del camino de tres sabios escrutadores de estrellas. Navidad es el otro nombre de la paz.

Siempre que nace un niño, también es en cierto modo Navidad. Porque todo niño tiene parte en aquella Luz, en aquel asombro, en aquel alboroto angelical, en aquel camino y en aquella paz de la Navidad. Por eso, los belenes les gustan tanto a los niños. Aunque todavía no hayan ido a la catequesis. Aunque sean tan pequeñines que no acierten aún a comprender apenas nada de las explicaciones de mamá y de papá, ni de los villancicos que se cantan junto al portal. Los niños siempre se embelesan ante el belén, porque allí se encuentran con todo eso: con la Luz, con los ojos asombrados del buey y la mula, con los pastores, con la estrella de los sabios de oriente y con la paz. Todo está en el belén.

En el belén está la Luz en medio de la noche. Los niños tienen miedo a la oscuridad. Los adultos también. Por eso, en estos días las calles se llenan de luces, a pesar de los costos y de la crisis… aunque algunas de esas luces no aludan ya de modo directamente comprensible a la Navidad. Los artificios luminosos navideños, en todo caso, ayudan a espantar los temores ancestrales del corazón de los humanos. Unas noches tan largas necesitan ser acortadas: no vaya a ser que la oscuridad se apodere de nosotros sin que podamos ver de nuevo la vuelta del sol.

Estas noches largas del adviento y de la navidad traen al alma de niños y mayores la nostalgia de la Luz. De una luz que alumbre sin desmayos ni interrupciones; luminosa, pero no cegadora; de una luz cálida, pero no abrasadora; de una luz fuerte, pero humilde. El ser humano es un ser para la Luz, porque para vivir necesita fuerza, calor, guía, compañía. Y todo eso lo trae la luz. En cambio, la debilidad, el frío, la desorientación y la soledad nos quitan la vida: Es lo que traen precisamente las tinieblas. Por eso, ¡todos las aborrecemos! ¡Y deseamos la luz!

“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló…. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” (Is 9, 1.5)

El Niño del portal es el hijo de una mujer, de María. Allí está siempre ella, con José. Pero aquel Niño es también el Hijo eterno de Dios. Por eso es luz permanente, luminosa, cálida, fuerte: Y todo, al modo divino, de un modo verdaderamente infinito. Por eso, es luz humilde, que no nos abrasa ni nos ciega: No viene de focos de ningún escenario, ni de ningún trono de oropeles; ilumina desde un portal donde está la mula y el buey.

El buey y la mula
Navidad son por eso también — además de la Luz — los ojos de un buey y una mula que miran asombrados lo que ven en aquel pesebre. A los niños les gustan mucho esos dos animales, tan pacíficos. No pueden faltar en un belén. A los mayores nos llama la atención que el buey y la mula tengan cara y ojos muchas veces como si fueran humanos. ¿No os habéis fijado, por ejemplo, en esas preciosas pinturas románicas, en las que los dos abren unos ojos como platos, tiernos y escrutadores? Parece que miran con la ingenuidad, con la curiosidad y la penetración de un niño inteligente.

“El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no me comprende” (Is 1, 3).
Es el profeta Isaías quien hablaba así del pueblo de Dios ocho siglos antes de que Jesús naciera en Belén. Dice que aquel pueblo era peor que los animales, porque éstos — el buey y el asno — reconocen a su dueño, en cambio, Israel — la humanidad elegida por Dios — no conoce ni comprende a su Señor.

Al comenzar el siglo XIII, allá por el año 1223, el pobrecillo de Asís, san Francisco, puso en la cueva de Greccio el primer nacimiento: Jesús, en un pesebre, entre el buey y la mula. Quería revivir y contemplar lo que había sucedido en Belén: La pequeña y frágil humanidad del Hijo de Dios, su sufrimiento humano y su “con-pasión” divina, el sufrir de Dios con nosotros. Pero también, quiso simbolizar en aquellos animales al nuevo Pueblo de Dios, a todos los que formamos parte de la Iglesia. El buey y la mula, con ojos bien humanos, somos nosotros, es la Iglesia, que sí reconoce a su Señor. Lo habían dicho ya los primeros santos teólogos cristianos — los Padres de la Iglesia — en sus interpretaciones del profeta Isaías: En Belén se abren los ojos tanto de Israel como de los demás pueblos para reconocer la auténtica y asombrosa verdad de Dios.
Navidad, son, por eso también, de modo muy especial, los ojos de un buey y de una mula, que sí reconocen a su Señor. Pero ¿cómo sucede eso?

Ángeles y pastores
Pues es la misma Luz del cielo la que hace que pueda ser reconocida cuando ella aparece en la tierra y brilla en medio de las sombras de la muerte. Por eso, no hay tampoco belén sin ángeles y pastores.

“En aquella misma región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. De repente un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor… Fueron corriendo y encontraron a María y José, y al Niño acostado en el pesebre” (Lc 2, 8-9.16).

Las figuras de los pastores aparecen en el belén en varias posturas: Escuchando al ángel, corriendo al portal, ofreciendo sus regalos y volviendo a sus casas. Así, ellos son el prototipo de la Iglesia, el ejemplo señero de cómo sucede el reconocimiento del Señor.

Los pastores pasan la noche al aire libre haciendo guardia. Si no hubiera sido así, si hubieran estado durmiendo en sus casas, no habrían podido ver la noche iluminada por la gloria de Dios ni escuchar la palabra de su mensajero. No podemos conocer el cielo si nos pasamos la vida bajo las tejas.

No es verdad que la razón humana se reduzca sólo a lo que podemos pesar y medir. Esto está muy bien. Pero nuestra razón es mucho más que la experimentación material y el cálculo económico. Tanto o más que esas capacidades, también suyas, es muy propio de la razón el escuchar la pregunta por el Amor incondicional y por la Luz sin ocaso; preguntarse por aquel Amor y por esta Luz no es sólo cosa de niños o de otras épocas de la historia, más infantiles, que ya habrían pasado para siempre. Buscar la respuesta a la pregunta sobre el sentido que tengan nuestra vida y nuestra muerte es especialmente propio de la razón humana. Y eso no se puede hacer bien cuando se censura la cuestión de la demanda de incondicionalidad que habita en el corazón humano: Todos deseamos ser reconocidos y amados sin condiciones; pero algo así ha de venir de más allá de lo material y de lo calculable, que es lo absolutamente condicionado; ha de venir del Incondicionado y Absoluto, de la mismísima Luz de luz.

Los pastores vigilan al aire libre, no le ponen coto a su razón, encerrados bajo las tejas de la propia casa –tan pequeña– en su yo solitario. Es a ellos a quienes les es posible ver aquella Luz; escuchar la voz del verdaderamente infinito, que es audible sólo para quienes despliegan al viento las alas de la razón, es decir, para los humildes.

La Navidad es la carrera de los pastores, de los desprendidos, de los capaces de salir de lo suyo para ir al encuentro del otro, al encuentro de Dios, cuando Él viene a los hombres; de aquellos que quieren verle con ojos sinceros, como Él sea en verdad, no como los hombres lo imaginan o lo niegan.

La Luz del cielo, esa que trae a la vida la fuerza, el calor, la guía y la compañía que la noche del mundo no nos puede dar, hay que recibirla a la intemperie, hay que acogerla cuando viene y como viene de lo alto a nuestro suelo.

Y aquí podemos preguntarnos: Pero, ¿dónde? ¿Dónde está en realidad esa Luz divina? ¿A dónde ha venido? ¿No es Belén un pueblo insignificante para una humanidad tan grande?

Los tres magos
En los belenes los magos vienen siempre de muy lejos. El camino de esos tres personajes fascinantes, acompañados con frecuencia de nutridas caravanas, constituye el eje que determina la magnitud de un paisaje belenístico. Vienen de lejos y con grandes alforjas, cargadas de misteriosas mercancías, que atraen la mirada de los niños –y también de los mayores– hasta convertirse, a veces, en competidores del verdadero centro del belén, que es el portal.

Pero lo importante es que estos magos son escrutadores de estrellas. Hasta el punto de que uno de los símbolos más frecuentes de la Navidad es esa estrella de larga cola de luz, cuyo curso intermitente investigan y siguen los tres sabios viajeros.

Por muy grandes y hermosos que sean, los belenes son pequeños. Y Belén misma, la de Judea, aunque la Sagrada Escritura la llame ciudad por su gran significado, nunca ha sido tampoco más que una población pequeña y hoy, para colmo, medio encerrada por un muro de discordia. Sin embargo, las estrellas alumbran en los anchos cielos para todo el mundo. Las estrellas simbolizan la inmensidad de la maravillosa creación. Los grandes telescopios y demás instrumentos astronómicos todavía no han sido capaces de contar el número de las estrellas, que son como la arena de esa playa sin límites que parece ser el universo.

Quien sabe orientarse en la inmensidad del firmamento, sabría orientarse también en la vida. Las estrellas son un símbolo universal del sentido de la vida. Tener buena o mala estrella es lo mismo que tener una vida lograda o, por el contrario, sin sentido.

En los tres magos están representados todos los pueblos y razas de la tierra. En los cuatro puntos cardinales, el ser humano busca una Luz que otorgue a su vida fuerza, calor, guía y compañía. Belén es un lugar pequeño. Además, allí los pastores y los magos no encontraron más que a un niño envuelto en pañales. Pero es allí donde fueron conducidos por el ángel y por la estrella. Es allí donde, en un gesto supremo de razón, cayeron de rodillas en el silencio de la noche. Porque era allí donde el infinito era pequeño, donde el poderoso era débil, donde el eterno comenzaba a ser niño. Porque era allí, precisamente allí, en aquel estrecho portal, fuera de una pequeña población de Judea, donde la razón de ser del universo se estremecía en los brazos de una mujer, de una Madre. La inteligencia humana se arrodilla al encontrarse con lo que los magos buscaban: El Poder sin límites que realiza su omnipotencia precisamente en la fragilidad de un niño. La luz fuerte, pero humilde que nos caldea y que nos guía sin quemarnos ni violentarnos nunca. La razón se arrodilla en Belén ante el Amor omnipotente, que es el “Dios-con-nosotros”.

Por eso, Navidad es el otro nombre de la paz.

“Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14).

La guerra es la explosión de la las innumerables formas de violencia que unos seres humanos ejercemos sobre los otros: Violencia espiritual o material; cibernética o convencional; violencia familiar, laboral, religiosa o estatal; contra los que van a nacer, o contra los prójimos más débiles, o contra los que van a morir. La guerra es el producto de éstas y de todas las violencias injustas de las que el hombre es siempre capaz.

Navidad es el otro nombre de la paz, no por la mera ausencia de guerra o de violencias. Navidad es la paz por la presencia del Amor omnipotente, por la presencia de Dios encarnado. Navidad es la paz, porque el buey y la mula, los pastores y los magos han visto la gloria de Dios en nuestro suelo, en nuestra carne, para nosotros.

La violencia anida en el corazón, cuando el ser humano se siente sin fuerzas para afrontar la vida, con sus límites y sufrimientos; cuando carece del calor del reconocimiento y del amor de los otros; cuando no encuentra guía y ni compañía.

No hay solución a la violencia sólo con la fuerza de la ley o de la policía; ni siquiera sólo con la fuerza de las normas morales. La violencia sólo es frenada por la Luz que brilla en las tinieblas de la debilidad, de la desorientación y de la soledad. ¿Existe esa Luz? Sí, en Belén. Por eso, Navidad es verdaderamente el otro nombre de la paz. Porque en Belén brilla la Luz sin ocaso capaz de iluminar todas las noches de la vida; porque allí nace siempre de nuevo el Amor que ha encendido el sol y las estrellas y que es capaz de alumbrar la esperanza en todos los tramos y circunstancias de la vida de un ser humano; porque quienes vuelven de Belén a sus casas y a su trabajo, vuelven más dispuestos a dar que ansiosos de recibir, más llenos de verdadera caridad que hinchados de grandes palabras.

Cada vez que nace un niño es de algún modo Navidad. Porque todos los seres humanos vienen a este mundo con un corazón dispuesto para la Luz de Belén, que es el manantial de la Paz. ¡Feliz Navidad cristiana!