Vicente Alfonso.


Eduardo Martínez| 31-10-2012
Vicente y María Ángel llevaban casi 28 años felizmente casados cuando el pasado mes de mayo a ella le diagnosticaron un cáncer incurable. El mal se alojaba en la parte posterior de su corazón, un lugar donde la medicina moderna no alcanza todavía en este tipo de casos. El proceso fue rápido: cuatro meses después, el 6 de septiembre, fallecía, a los 53 años de edad, dejando marido, de 54, y seis hijos, de entre 27 y 16. A pesar de todo, algo ha hecho que tanto ella como el resto de esta familia valenciana hayan podido afrontar con paz la enfermedad y la muerte, algo que –visto lo visto- llega más profundo que las técnicas más avanzadas del momento: la fe en Cristo.
“Al principio la noticia de la enfermedad fue un gran impacto para todos. Han sido meses muy duros: ella deseaba curarse, decía que quería llegar a ver a sus nietos algún día. Y nosotros la queríamos tanto… Ahora sospecho que nos queda todavía un tiempo largo de llorar”, señala a PARAULA el esposo. Sin embargo, el duelo de la familia se hace más llevadero gracias a su confianza en “el amor de Dios”, una fe especialmente reforzada tras verla en su propia esposa y madre. “Mi mujer –continúa- ha podido vivir este tiempo con aceptación, con tranquilidad, incluso diría que con alegría, sin renegar de Dios… a pesar de los dolores y de saber que se estaba muriendo”. De hecho, el día antes de que falleciera, Vicente le preguntó: “¿Cómo has pasado hoy el día?”. A lo que ella contestó: “Muy feliz”.
Verla tan entera y confiada en Dios, en definitiva, ha hecho que para la familia la muerte de María Ángel haya significado, también, “una ayuda, una lección, algo que nos fortalece y que nos da esperanza, porque nos confirma que se puede vivir así de bien la enfermedad y el final de esta vida”, asegura, con emoción pero sereno, Vicente. “La muerte de mi mujer –añade- es muy dolorosa, es algo terrible (¡se me ha ido el amor de mi vida!), pero con la ayuda de Dios es un dolor curativo”.
La mudanza definitiva
El testimonio de Vicente Alfonso y María Ángel Estañ ha dejado una huella profunda en su parroquia, la de San Martín, en la ciudad de Valencia, donde formaban parte de una comunidad neocatecumenal; también en quienes han visto de cerca el proceso; y en quienes han acompañado a la familia en los funerales. En el celebrado en el tanatorio municipal, Vicente hacía referencia a las muchas veces que se habían tenido que mudar a otra casa ante el aumento de la prole: “Ahora María Ángel se ha adelantado para prepararnos nuestra casa definitiva, que es el cielo”. Y uno de sus hijos, en las exequias celebradas en San Martín, expresaba en unas palabras dirigidas a todos los presentes: “Sentimos cerca a nuestra madre; la única diferencia es que ahora no la podemos abrazar”, recuerda el esposo.
Pese a la profunda fe demostrada por la familia, Vicente se apresura a recalcar que son “personas normales, de la misma pasta que todo el mundo”. A lo que este profesor del colegio diocesano Don José Lluch de Alboraya agrega: “Lo que sucede es que Dios nos está ayudando mucho y gracias a Él, que nos da fuerzas y fe, y al apoyo y oraciones de nuestros familiares, amigos, hermanos de comunidad, religiosas… podemos vivir este acontecimiento con calma y esperanza”.
Y precisamente así, con los pies en la tierra y el corazón en el cielo, concluye Vicente sus palabras: “La muerte de María Ángel es una separación dolorosa, pero con fecha de caducidad”.