Alejandro Cifres, ante la vitrina del museo que él creó en el archivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

FRANCISCO LLORENS| 28.07.2021

La diócesis de Valencia tiene varios sacerdotes destinados a colaborar con su trabajo en la Santa Sede. Entre ellos está Alejandro Cifres Giménez, el hasta ahora director del Archivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Porque, después de 30 años al servicio directo del ministerio petrino, se marcha a Tierra Santa al lugar que fue origen de su vocación sacerdotal.

El semanario PARAULA se ha adentrado en los muros vaticanos para conocer de cerca el trabajo de un sacerdote de Valencia. Pasear y entrar por los pasillos del Palazzo del Santo Ufficio es recorrer centenares de años de historia, que se recogen entre libros, imágenes, pinturas, esculturas, escaleras. La más reciente la historia de los años de Joseph Ratzinger como Prefecto, del cual monseñor Cifres guarda “un gran recuerdo y mantiene un profundo cariño.”

Pero, ¿qué hace un sacerdote de Valencia destinado a la Santa Sede? ¿Cuál ha sido hasta hoy el trabajo de Alejandro Cifres? Estas y otras preguntas son las que nos disponemos a responder en la siguiente entrevista:

La primera pregunta es casi obligada, porque después de 30 años fuera de Valencia, a lo mejor hay mucha gente que no te conoce. Y me gustaría que te presentaras, ¿quién es Alejandro Cifres?

Soy un sacerdote de la Diócesis de Valencia, quizá no muy conocido porque son treinta años que estoy fuera. Nací en el cap i casal de Valencia, en la parroquia san Miguel y san Sebastián, donde fui bautizado. Mi fe empezó a madurar a través del Camino Neocatecumenal, que conocí en el 1977, al mismo tiempo que comenzaba mis estudios de Medicina en la universidad. 

Después de tres años de universidad y de Camino, tuve la ocasión de hacer una peregrinación en Tierra Santa, que fue la primera de una serie bastante larga. En aquel viaje, que hice con la Escuela Bíblica Valentina que dirigía don Vicente Collado, fui completamente “fulminado” por la Palestina y la presencia de Cristo. De manera que, cuando regresé de aquel viaje — yo era un joven de 19 años, prácticamente me estaba abriendo al mundo —, todo se me transformó. De hecho, regresando del viaje, recuerdo el día y la hora en que decidí que no iba a ser médico, sino que iba a ser sacerdote.

Ibas a ser médico de almas (risas)

(Sonríe) Iba a ser médico de almas… Sí, me lo dijeron mucho. Y algunos piensan que, bueno, simplemente cambias de dirección; pero para mí la Medicina era una vocación muy profunda, que tenía desde niño, y no por casualidad, sino porque veía el ejemplo de un médico de familia muy bueno, que me había dado un gran ejemplo de altruismo, y se ve que había algo de altruismo dentro de mí. Y en aquel momento, decidí renunciar a los estudios de Medicina, cosa que no fue fácil, para emprender esta nueva etapa del Sacerdocio.

Hice los estudios regulares en el Seminario, después me ordené, y cuando ya llevaba cinco años de párroco en algunos pueblecitos de Valencia llegó la novedad…

Ahora iremos hacia esa parte… Dices que comienzas a estudiar medicina al mismo tiempo que inicias el Camino Neocatecumenal. Esa etapa universitaria sería muy importante, pues poder hacer las catequesis sería clave para no desvincularte de la Iglesia. Hay que tener en cuenta que estamos hablando de una época como los años 80 en que también era una época de revolución pastoral y que también eso afectó también a muchos jóvenes. 

Yo entré en el Camino a la edad de 16 años y al mismo tiempo empecé Medicina. En aquellos años estábamos en una democracia solo incipiente. Eran años donde todavía había un gran fermento social; y claro, por un lado, había resistencia de un tipo conservador, pero, por otro lado — y sobre todo en la universidad — había muchos fermentos de renovación y de anarquía… Fueron los años en los que ibas a ver El acorazado Potemkin de Eisenstein en proyección clandestina o corrías delante de los “grises” en manifestaciones estudiantiles y cosas así… Quien no lo vivió lo puede al menos imaginar… En efecto, con 16 años la universidad para mí era un mundo nuevo y seductor. Yo pertenecía a una familia cristiana, de Misa dominical, pero no particularmente piadosa. Si Dios no me hubiera llamado en serio, a través del Camino Neocatecumenal, a la fe y a la Iglesia, no sé qué derroteros habría seguido entonces mi vida. El Camino me puso en contacto directo con la Palabra de Dios, con la Liturgia viva y con una comunidad. Y eso es fundamental.

…y ese contacto con la Palabra de Dios fue lo que te dijo: Tierra Santa, tierra de Jesús… tengo que estudiar Biblia. Pero llega don Miguel Roca (Arzobispo de Valencia), y te dice: “tú no vas a estudiar Sagrada Escritura, sino que te vas a ir al Vaticano, a la Santa Sede, a trabajar a la Congregación de la Fe.”

(Risas) Sí, así fue más o menos. Después de cinco años de sacerdote, por fin el Arzobispo me dijo que me mandaba a Roma a estudiar. Digo “por fin”, porque desde los tiempos del Seminario yo era un poco “listillo” (en el sentido que sacaba buenas notas), y todos decían que terminaría estudiando en Roma, aunque eran años en los que don Miguel no mandaba a nadie a estudiar, porque los últimos enviados le habían salido rana. Y cuando don Miguel, después de estos cinco años de sacerdote, me dice, “vas a ir a estudiar a Roma”, yo le dije que quería estudiar Sagrada Escritura. Él me contestó: “Sí, Sagrada Escritura en el Pontificio Instituto Bíblico”. 

Tenía las maletas preparadas, me había despedido de la Parroquia, ya estaba todo preparado… Un día me llama don Miguel y me dice: “Mira ya que te vas a Roma…, me han pedido que mande a alguien a trabajar en la Congregación para la Doctrina de la Fe, y yo he pensado en ti”. Le dije yo: “Pero don Miguel ¿¡cómo se le ocurre!? ¿No se puede estudiar Sagrada Escritura y al mismo tiempo trabajar?”. Todo el mundo sabe que estudiar en el Bíblico no es cosa que se pueda hacer en los tiempos libres que te deja el trabajo, o como como complemento a otra actividad, porque es el estudio más serio y duro en Roma. Primero tienes que pasar años de lenguas y demás…

Entonces don Miguel me dice: “Tienes razón, pero podrías hacer otra cosa, un doctorado en teología, por ejemplo”. En resumidas cuentas, él me dijo: “Yo no te obligo, pero a mí me han pedido esto y yo he dicho ya que sí, ahora depende de ti.” Entonces me tocó un poco hacer lo que había hecho once años antes con la Medicina: Renunciar a una cosa que amaba, que había deseado mucho, para hacer otra que el Señor me proponía, y que era mejor, aunque yo no lo supiera entonces. De momento me parecía, en efecto, como un sacrificio, pero luego se reveló una cosa providencial. Porque claro, trabajar en la Santa Sede, por 30 años, es una experiencia que no todos tienen y de la cual estoy muy agradecido. Así que renuncié al estudio de la Sagrada Escritura, entré a trabajar en la Congregación de la Fe y me inscribí en la Pontificia Universidad Gregoriana para hacer un doctorado en teología. 

Llegas a Roma con 30 años. ¿Qué piensa un chaval de 30 años cuando llega al Vaticano?

Está asustado. Sabe o intuye que es un privilegio… Yo quizás no hubiera aceptado este encargo si no hubiera sido para trabajar con el cardenal Ratzinger. Esto lo tengo que decir en honor de la verdad, porque lo de la Sagrada Escritura era una verdadera renuncia, pero al mismo tiempo lo que se me ofrecía era nada más y nada menos que trabajar con el más grande teólogo vivo del momento. Y yo había estudiado teología con mucha pasión, y sabía lo que significaban Ratzinger y la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Llegué con mucha ilusión, pero también con mucho respeto. Además, tenía mucha ignorancia… Lo normal, cuando se viene a trabajar a la Curia, es haber sido antes alumno en alguna Universidad romana, que te conozca algún profesor o alguno de los superiores y que te llamen por ello para trabajar. Pero a mí no me conocía nadie y yo no conocía a nadie. Yo vine aquí sin haber estado previamente en Roma, más que de visita un par de veces; y claro para mí fueron tiempos duros. Recuerdo haber pasado momentos muy difíciles y luego se fue superando con el tiempo.

Has llegado a ser el “más viejo” (cómo tú dices) en la Congregación, el decano, incluso más que el actual Prefecto. Pero sí que es verdad, que en estos 30 años, podemos decir qué conoces la Santa Sede, conoces la Ciudad del Vaticano, que hay que matizar que son cosas diversas, aunque parezca que sea lo mismo. Y, sin embargo, a veces parece que tengamos unas etiquetas puestas sobre la Santa Sede o el Vaticano, que denotan cierta oscuridad, y, por tu testimonio, sabemos que es algo diverso a lo que se cuenta o lo que se dice. Háblanos un poco de esa clave testimonial y del trabajo del día a día de la Santa Sede. 

Bueno, como dices bien, lo primero que hay que distinguir, para quien no lo sepa, es que hay una diferencia substancial entre la Ciudad del Vaticano, con su gobierno y las estructuras, por así decir, que funcionan en ella, y la Santa Sede. La Santa Sede es un ente moral. Es el conjunto de personas y de instituciones (los Dicasterios, los Tribunales…) que ayudan al Santo Padre en su misión de Pastor Universal. Esto es la Santa Sede o Curia Romana: formada por cardenales y obispos y un cierto número de empleados (sacerdotes, laicos, religiosos o religiosas) al servicio de esa misión del Santo Padre. Por tanto, la Curia Romana es como una extensión del Santo Padre. ¡Son las manos del Santo Padre! 

El Estado de la Ciudad del Vaticano, en cambio, es una estructura territorial que da soporto material, diplomático, económico, etc. a la actividad de la Santa Sede.

Sí, es cierto, por desgracia hoy se transmite una cierta imagen negativa de la Santa Sede… Yo creo que la Curia Romana hoy es vista un poco como el espejo de la Iglesia Católica, porque esta es de hecho la única de las confesiones cristianas que constituye realmente una Unidad; si vamos a ver, las iglesias ortodoxas están divididas en patriarcados y no tienen una autoridad central. Si vamos a las comunidades protestantes pues… ya no digamos. Pero incluso otras religiones como el Islam o el Hebraísmo no tienen estructuras centrales… La única religión importante en el mundo que tiene un centro es el Catolicismo. Y a las personas les resulta fácil identificar el Catolicismo con la misma Santa Sede. Y como es una realidad bastante bien estructurada, porque tiene más de 500 años de historia institucional y 2000 de historia en general, se tiende a pensar que todo este aparato central, es un aparato de poder, donde todos los defectos y abusos que en la Iglesia se dan, porque es humana, se reflejan. Todo lo que vemos en ella de malo, de imperfecto — no hablemos ya de cosas graves, como las que estamos asistiendo los últimos tiempos, como los abusos de los sacerdotes y cosas semejantes — inmediatamente se proyectan en la estructura central, es decir, en la Santa Sede. 

Pero la Santa Sede no es nada de todo eso. Es simplemente un conjunto de personas que trabajan, ni mejor ni peor que otros, con los defectos y virtudes que todos tenemos, al servicio de una misión: la misión del Santo Padre como Pastor Universal. Y eso es lo que yo he visto aquí durante 30 años. Tantísimas personas que han dado y que dan su vida de manera oculta y silenciosa al servicio de esta misión. La mayor parte de las veces sin que nadie sepa nada, sin que nadie les conozca. Llegan, sirven y luego se marchan. Yo soy el decano aquí, como decías; soy el más antiguo de servicio, no de edad, sino de tiempo. Incluso más que el cardenal Ladaria no ya como Prefecto, sino incluso como consultor. Porque yo llegué aquí antes de que él fuera siquiera consultor. ¿Por qué lo digo? Porque yo me marcho ahora después de 30 años, pero he visto pasar tantos y tantos, que han servido 4, 5 años, 3 años… han dado años de su vida, cumplen y se marchan. 

Hay que añadir que quien viene a este Dicasterio — no lo digo por mí— es normalmente gente que vale mucho, porque este trabajo es serio, ¡hay temas muy delicados!, y muy pronto muchos de ellos son llamados a otros servicios de la Iglesia, y ya nadie se acuerda de ellos aquí. No es, por lo tanto, un discurso de poder, es un discurso de servicio. Es verdad que, como en todas partes, hay gente que trabaja mejor y gente que trabaja peor, gente que comete errores e incluso pecados y a veces hasta delitos. Junto a ellos hay, sin embargo, una grandísima mayoría, que trabaja silenciosamente, mal pagados, mal reconocidos, que llegan, sirven y después pasan a otras misiones.

Trabajar en la Santa Sede es un sacrificio, no lo olvides. Piensa que tienes que dejar tu tierra, tu diócesis, tu gente. Mi padre y mi madre han muerto lejos de mí, aunque gracias a Dios, he podido despedirme de ellos. Pero la vejez de mis padres yo no la he podido vivir, porque estaba aquí. Y eso es un servicio que uno hace por amor a la Iglesia. No por interés.

¿Cuál ha sido tu trabajo? Porque a veces decimos, sí, es el director del Archivo, está en la Congregación de la Fe. Pero, ¿qué hace Alejandro Cifres?

Yo llegué aquí como teólogo. Me había licenciado en teología en la Facultad de Valencia, y vine a trabajar a la sección doctrinal del Dicasterio, que era — y en cierto modo sigue siéndolo, pero lo era mucho más entonces — la sección principal. En aquellos años 90 la teología era todavía bastante viva… Yo digo siempre: “Cuando la teología está viva hay más disidencia, cuando la teología va muriendo la disidencia también fenece.” En aquel entonces había grandes teólogos que también daban que hablar: Hans Küng estaba en pleno vigor, la teología de la liberación era todavía muy viva, Leonardo Boff aún daba guerra… En definitiva, había un gran fermento. Yo llegué poco después de que se publicara la segunda instrucción sobre la teología de la liberación — la Libertatis conscientia (1986) —; eran los años en los que todo esto se vivía mucho, eran años en los que trabajar en la teología y trabajar aquí en la Congregación era entusiasmante. 

Luego todo esto se ha ido apagando un poco, porque la teología se fue transformando: vimos aparecer las teologías indígenas, la teología ecológica… Poco a poco todo esto ha ido perdiendo fuelle, y ha adquirido más importancia otro aspecto de la actividad del Dicasterio, que es el disciplinar. Hay una sección que se ocupa de los delitos más graves contra la fe y la moral. Naturalmente hablamos, primero de todo, de herejía, cisma y apostasía. Pero también de delitos morales del clero, los más graves — todos sabemos a qué me estoy refiriendo, aunque no solo —: los abusos de menores. 

En estos años hemos visto como esta materia iba creciendo, no porque cada vez haya más casos, sino porque cada vez se sabe más. Y el Dicasterio se ha transformado, la sección disciplinar, que cuando yo llegué aquí eran tres personas, ahora es la más numerosa, son casi 20, y con un trabajo al cual no se da abasto. Esto ha transformado, por así decir, el perfil del Dicasterio. Entre tanto, yo me había transferido de la sección doctrinal al Archivo a mitad de los años 90. Y a partir de 1998 me convertí en director del Archivo.

Claro, esta es una historia mucho más compleja…

La Congregación de la Fe en su ámbito histórico, ha sido el Santo Oficio, el Tribunal de la Inquisición. Cuando tú como director del archivo has estudiado bien toda la documentación que hay aquí, por ejemplo, tenemos el juicio de Galileo Galilei o el Secreto de Fátima, u otros temas curiosos que han ido apareciendo, como por ejemplo, la adoración a falsas imágenes. Imágenes que se tenían por milagrosas, y al no ser cierto, la Congregación tenía que manifestarse en ese aspecto. Sin embargo, una cosa es lo que se dice y otra la realidad. 

Antes hablábamos de la Curia romana hoy y de los clichés que se le atribuyen. No digamos los clichés que se atribuyen al Santo Oficio o Inquisición Romana. Sobre ello hay mucha literatura y mucha “leyenda negra”. La Inquisición romana, como muchos saben, pero quizás no todos, se funda en 1542, un poco a imitación de lo que era la Inquisición española que habían fundado los reyes católicos 80 años antes. Es decir, una estructura central que desde Roma vigilase sobre la ortodoxia de la fe. 

La ortodoxia quiere decir el recto creer. Eran los tiempos de la reforma luterana, los tiempos en que el Protestantismo se estaba difundiendo en Europa y los Papas, con buen criterio en mi opinión, pensaron que había que poner un poco de freno a esta divulgación de lo que era la deformación de la fe. Y entonces nace el Santo Oficio, la Inquisición, algo así como un tribunal para juzgar los delitos contra la fe. 

Muy pronto se convierte, a principios del siglo XVII, no solo en un tribunal sino en un lugar donde se estudian se valoran se censuran también a veces, casi todas las manifestaciones de la teología, de la religiosidad y de la cultura. El Santo Oficio se ha ocupado a lo largo de los siglos de infinidad de materias. No sólo de hacer juicios contra personas que divulgaban ideas o tenían comportamientos no correctos o no en línea con la fe, sino también de debatir los grandes problemas teológicos… Pensemos en todas las cuestiones que el Concilio de Trento suscitó, pensemos en el debate sobre la Inmaculada Concepción, sobre la autoridad pontificia, sobre la gracia, sobre los sacramentos… todo eso ha ido generando un patrimonio de estudio y de cultura, que se conserva en nuestro archivo. 

Nuestro Archivo es todo ese patrimonio de esos casi cinco siglos de estudios y de intervenciones, sobre las más variopintas cuestiones que se refieren a la fe y a la moral. 

¿Cualquier persona que quiera obtener información, viene, solicita acceso, y puede acceder a los documentos sin ningún problema? 

Sí, pero no era así hace 30 años cuando yo llegué. Entonces el Archivo estaba cerrado completamente con llave; ni siquiera nosotros, los empleados, podíamos entrar en él. Teníamos que tocar el timbre, y nos abría el viejo archivero, que parecía (risas)… sacado de “El Nombre de la Rosa”, literal: era un monje vestido de blanco, con un bonete de lana, muy anciano, muy anciano, exactamente igual que los de la película. Con la diferencia de que era bueno como el pan. Se llamaba padre Innocenzo Mariani, era un benedictino. Y él, junto un laico anciano, que lo ayudaba, tenía este reino cerrado, con 7 llaves. ¡Aquí no entraba nadie!

Él, además de ser muy mayor, estaba enfermo; y el cardenal prefecto Ratzinger, persona de una apertura mental inmensa y de una enorme libertad intelectual, había decidido que ya estaba bien, que había que abrir el Archivo para que pudiera estudiar quien quisiera. El padre Mariani era demasiado mayor para gestionar aquello, y el cardenal me pidió a mí que me ocupara de abrir el archivo a los investigadores. Y hoy está abierto al público; está abierto a los estudiosos, y tenemos todos los días, decenas de ellos.

Él, como he dicho, era muy mayor y estaba enfermo; y el cardenal prefecto Ratzinger — persona que, como todos saben, es de una apertura mental inmensa y de una enorme libertad intelectual — había decidido que ya estaba bien, que había que abrir el Archivo para que pudiera estudiar quien quisiera. El padre Mariani era demasiado mayor para gestionar aquello, y el cardenal me pidió a mí que me ocupara de abrir el archivo a los investigadores. Y hoy está abierto al público; está abierto a los estudiosos, y tenemos todos los días, decenas de ellos.

…gente que viene a estudiar, que viene a trabajar, que viene a investigar, y, por ejemplo, el año pasado se abrió el archivo de Pío XII… no todo se puede abrir, lo más contemporáneo se mantiene cerrado, porque puede poner en cuestión muchas cosas de hoy en día y de muchas personas… El año pasado se abre el archivo de Pío XII y se vio, que frente a la leyenda negra, sí que ayudó a los judíos, cuando, por ejemplo, se decía que no había ayudado a los judíos. Esto ayuda muchísimo a poner en valor las verdades de la historia de la Iglesia.

Todos los Archivos Vaticanos tienen un criterio de apertura que es cronológico. No se pueden estudiar los documentos que se produjeron ayer, porque como muy bien has dicho, todas las cuestiones que tratamos se vinculan a personas, y lo que es relativo a personas que hoy están viviendo, por lógica y por respeto a la privacidad, no se puede abrir. Entonces se va abriendo por períodos históricos. La última etapa que se ha abierto es la del pontificado de Pío XII, desde 1939 a 1958; estamos hablando de casi 20 años de documentación, de uno de los pontificados más importantes de la historia reciente, porque incluye — como todos saben — la Segunda Guerra Mundial, los crímenes del Nazismo y el Comunismo, el Holocausto y todas estas cuestiones…, y luego va adelante, casi hasta las puertas del Concilio Vaticano II, que llegó con Juan XXIII, su sucesor. 

El año pasado en el mes de febrero el Santo Padre Francisco decidió que los archivos de Pío XII se abrieran al público, y así se hizo. Pero luego llegó el virus, y con él, el acceso a los archivos se ha restringido. No totalmente; hemos seguido abiertos, aunque con limitaciones. Pero lo que se ha podido estudiar hasta ahora ha ido demostrando, y lo veremos más en el futuro, que esa imagen que se transmite de Pío XII, como amigo de Hitler (llegó a escribirse un libro que se llamaba así: el “El Papa de Hitler”), está gravemente distorsionada. Pío XII tenía bien clara su posición contraria a toda forma de totalitarismo, no solamente comunista, sino también fascista y nacional-socialista, e hizo lo que pudo por salvar al mayor número de hebreos. Naturalmente lo hizo con la naturaleza que lo caracterizaba y según criterios que eran los suyos, que nadie puede juzgar a posteriori, pero que de hecho salvaron a millares de personas. Todo eso se va viendo claro ahora, conforme se van abriendo los archivos. Por eso es importante no tener miedo a la verdad, y dejar que la historia se estudie tal como es. Yo digo siempre esto respecto a la Inquisición: “No hay nadie, ningún estudioso, que venga a nuestro Archivo a estudiar y que salga con una imagen de la Inquisición peor de la que traía”. ¡Nunca ha sucedido, sino todo lo contrario! Se viene a menudo con imágenes muy negativas, que son a veces fruto de la literatura del 800, no siempre basada en documentos, sino sobre todo en leyendas y en propaganda, y cuando se estudian los papeles aquí, se sale siempre con una imagen mejor. No digo buena, porque no niego que también hay muchos aspectos de los cuales arrepentirse — y los Papas han pedido ya perdón por tantas cosas —, pero seguramente no peor. 

Hay una cosa importante que me gustaría que me comentaras, porque tú también durante ese cambio y reforma del archivo que tú has ido realizando, esa adaptación a la modernidad, has ido descubriendo muchas cosas. Pero una de ellas que me gustó a mí cuando un día nos la comentaste fue el tema de Granada, el tema de las láminas de Granada, y eso me pareció interesante…

En España son mejor conocidos — claro está, por quien los conoce — como los Libros Plúmbeos, porque es una colección de láminas de plomo, redondas, con la forma y el tamaño de una hostia de consagrar, muy finas, escritas con un buril, en lengua árabe. Estas láminas, que son casi 300 y constituyen 20 o 25 libros distintos, fueron descubiertas en Granada, a mitad del siglo XVI, en las famosas cuevas del Sacromonte. 

Mucha gente no sabe, en efecto, que el Sacromonte de Granada se llama así, porque en sus cuevas se descubrieron a mitad del siglo XVI, primero las reliquias de los varones apostólicos que acompañaban a Santiago en la evangelización, y luego estos Libros Plúmbeos, que se atribuyen precisamente a Santiago Apóstol y a sus compañeros. 

Cuando se hizo este descubrimiento en Granada fue una cosa extraordinaria, porque nadie se podía imaginar que Santiago y sus compañeros hubieran dejado escrito, en libros de plomo, sus recuerdos. Eran como nuevos evangelios. Claro, todo esto suscitó en la Corte española un gran entusiasmo, pero en Roma, donde han sido siempre muy sagaces, enseguida se empezaron a preocupar. “Si se trata de reliquias — dijo el papa — haced lo que os parezca; el obispo es competente. Pero si se trata de libros y de doctrina eso es competencia de Roma”. Entonces se exigió que esas láminas, esos libros de plomo fueran enviados acá. La Corte española tardó más de 50 años en obedecer, (sonríe) porque sabían que, si se mandaban aquí, ya no iban a regresar. A pesar de todo, como en España reinaban reyes católicos, al final acataron la orden y las mandaron a la Ciudad Eterna, donde las cosas, en general se “eternizan”. 

Cuando yo empecé a organizar el Archivo, a mitad de los años 90, y empecé a escudriñar entre los distintos estantes, llenos de polvo, que nadie había tocado por siglos, de pronto hallé, en medio de los distintos volúmenes, una caja de madera, forrada con terciopelo rojo y con una gran estrella de David en la tapa, con unas llaves antiguas; una cosa verdaderamente increíble, como quien encuentra un tesoro. La abrí y di de manos aboca con estas cajas de plomo dentro de las cuales estaban las láminas. Era un descubrimiento para mí increíble, del cual había oído lejanamente hablar, pero nadie sabía que se conversaban todavía. Porque estas láminas, en efecto, llegaron a Roma, se estudiaron de forma atenta, se transcribieron en árabe, se tradujeron al latín, y al final después de 80 años de estudios, el Papa las declaró falsas: “Esto no es de Santiago Apóstol, es un apócrifo, no son verdaderas”. En España se pensó siempre que, una vez declaradas falsas, las habrían destruido, porque ese era como el pacto tácito cuando se mandaron aquí. Solo que la Santa Sede, raramente destruye nada (risas), y aquí quedaron a buen recaudo, y, olvidadas… 

Cuando yo las descubrí aquello fue un “boom”, porque enseguida en Andalucía se suscitó un enorme interés sobre todo político. Eran los años en los que se estaba empezando a revindicar la tradición o herencia árabe de Andalucía, ¡la herencia islámica pretendería alguno! (sonríe). Árabe e islámico no son lo mismo; estas láminas están escritas en lengua árabe, pero son de contenido cristiano. 

El descubrimiento suscitó, como he dicho, mucho interés y llegamos incluso a hacer facsímiles, para poder entregarlas en Granada. Y hoy se conservan aquí como un testimonio de una parte importantísima de la historia religiosa española, y también de una forma muy seria con la cual la Santa Sede ha estudiado siempre todas estas cuestiones.

…en aquel tiempo era el obispo Cañizares, el obispo de Granada, cuando se descubrió…

El Arzobispo de Granada, era don Antonio Cañizares, sí señor.

Has convido con 4 prefectos, con Ratzinger, que es el que más años ha estado contigo, después estuvo Levada, estuvo Müller, y, por último, Mons. Ladaria. ¿Qué has aprendido de todos ellos?

Como he dicho antes, una buena parte en aceptar venir a trabajar, era el hecho de hacerlo con el Cardenal Ratzinger, y los años que estuve con él fueron verdaderamente una escuela, y no sólo de teología. Era asombroso estar en las reuniones con él y oírlo hablar. Ver la capacidad de análisis, de síntesis; ver la prudencia con la cual juzgaba todas las cuestiones. Notar el respeto enorme que tenía hacía las materias que se trataban, hacia las personas implicadas, los colaboradores, ver la enorme paciencia para resolver las cuestiones. Todos los días eran como una lección de teología y de humanidad. 

En efecto, Ratzinger es una persona de una humanidad extraordinaria. Más allá de los clichés que se le han atribuido es una persona muy humana, cordial, directa, con un trato muy dulce. Tiene una memoria de elefante, esto lo saben todos, no solo para las cuestiones de trabajo, sino también para las cosas personales. Cada vez que mi madre venía aquí en visita y saludaba al Cardenal, este le preguntaba por sus hijos; no por mí, sino por mis hermanos, y mi madre lo contaba con mucha satisfacción, “¡se acuerda, se acuerda!”. ¡Claro que se acordaba! Se acuerda de todo, es una persona de una grandísima humanidad. 

Ratzinger, cuando murió Juan Pablo II era bastante mayor, cumplió 78 años el día antes del Cónclave, y tenía la ilusión de poder retirarse y dedicarse a la teología, si el nuevo Papa se lo consentía. El nuevo Papa fue él (sonríe). Y, claro, esto cambio todo.

Es interesante decir lo siguiente: Yo he visto a Ratzinger envejecer. Cuando yo llegué aquí en 1991, era un hombre joven, no había padecido el ictus que tuvo en ese mismo verano; no había muerto su hermana, en noviembre del mismo año, cosa que para él fue un golpe muy fuerte, y estaba en plena forma. Yo luego trabajé con él hasta el 2005, y lo vi envejecer, iban pasando los años; 78 tenía cuando murió Juan Pablo II y fue elegido Papa. 

Yo pude ver, al momento de su elevación a la Sede de Pedro, como rejuveneció. Lo primero que hizo la mañana después de su elección fue venir a visitarnos a nosotros. Acabada la Misa, vino en visita inesperada al Dicasterio, y lo vimos muy contento y nosotros con él. Se le veía pequeñito, pequeñito, como un pajarito en su vestido blanco; como uno que entra casi asustado, porque era la primera vez que encontraba gente a la cual tenía que dar la Bendición Apostólica (risas). Tuvimos un encuentro con él, muy cordial, nos habló espontáneamente, etc. 

Un mes después nos invitó a devolverle la visita al Palacio Apostólico. Participamos a una Misa en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico. Y allí lo vimos completamente cambiado, rejuvenecido, se había quitado 10 años de encima. Se veía como la gracia de estado lo había transformado. Era un hombre dinámico — no es que antes no lo fuera — pero se le notaba animado, un hombre optimista. Esa es otra de las lecciones que él nos ha dado, la entrega absoluta a todas las misiones que la Iglesia le ha pedido: primero hacer, como Prefecto de la Congregación, el papel del “malo de la película” ante de la teología, alemana, sobre todo. Y luego como Papa le tocó vivir un periodo muy difícil que era la herencia de Juan Pablo II, que nadie quería tomar, y que él tomó y llevó tan bien. 

Luego de él se han sucedido otros 3 prefectos: Primero el cardenal William Levada, americano, después el cardenal Gerhard  Müller, alemán, y finalmente, el padre Luis Ladaria (español), con el cual he trabajado hasta ahora. Una persona exquisita, con una experiencia enorme, porque fue consultor muchos años del Dicasterio, fue después secretario, y ahora es el Prefecto.

Y ahora lo dejas todo y te vas a Tierra Santa. ¿Por qué?

Porque todas las misiones que recibimos tienen un principio y un final. Yo siento, y lo digo con toda sinceridad y convicción, que lo que podía hacer aquí lo he hecho, y otros pueden seguir, con la misma o con otra línea. Porque la tarea que a mí se me encomendó hace 25 años, ya está realizada. El Archivo es hoy una realidad consolidada, que funciona bien, con buenos colaboradores. Y yo cumplí 60 años la pasada Navidad; me siento aún joven, y creo que puedo servir a la Iglesia de otra forma. Y ya que, en su momento, renuncié al estudio de la Sagrada Escritura para trabajar en la Santa Sede, ahora se me ofrece la posibilidad de volver un poco al lugar donde mi vocación nació, y a dedicarme a aquello a lo que me quise siempre dedicar, que es el mundo de la Sagrada Escritura, ahora ya sin demasiadas pretensiones. Pero por lo menos poder vivir y servir a la Iglesia en aquel contexto, que es en el que sentí la llamada a ser discípulo de Jesús, en las orillas del Mar de Tiberíades, como Juan, el hijo de Zebedeo, mi apóstol preferido. 

Si Dios quiere, ya está todo decidido, el próximo otoño iré a Tierra Santa, a Galilea donde el Camino Neocatecumenal tiene una estructura que se llama la Domus Galilaeae. Allí se organizan peregrinaciones, encuentros interreligiosos, hay un seminario, y diversas otras actividades. Espero poder servir a la Iglesia el tiempo que el Señor quiera. 

Debo dar las gracias a la vicaría de sacerdotes valencianos en Roma, porque es una presencia preciosa aquí. A parte de ser excepcional, porque en el Colegio Español yo creo que es el grupo más grande, y seguramente en proporción con el clero de una Diócesis, es probablemente la que más sacerdotes tiene en Roma. Y esto es una presencia constante, que a mí me ha permitido ir conociendo la vida de la Diócesis, el clero joven y más preparado, y permanecer ligado afectivamente con la Archidiócesis Valentina.