La lectura del Evangelio, que nos lleva hasta el monte Tabor, al momento de la Transfiguración, es un momento único en que Cristo desea decir algo más sobre sí mismo a aquellos apóstoles elegidos y preferidos, los mismos que le iban a acompañar como testigos después en el huerto de los Olivos, donde comienza su pasión. Ante la pasión de Jesús los discípulos elegidos oyen una voz desde el cielo: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”. Esa voz nos hace conocer que en Él y por Él se encierra la nueva y definitiva Alianza con el hombre, el cumplimiento de las promesas de Dios, la presencia irrevocable de la plenitud de su amor. 

Aquí, en el Tabor, en el Hijo muy amado del Dios vivo, se está fundamentando nuestra esperanza, porque ahí se manifiesta ya lo que estamos llamados a ser, lo que somos: ciudadanos del cielo, de donde aguardamos a nuestro Salvador Jesucristo: “El transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, en virtud de ese poder que tiene para someterse a sí todas las cosas”. Aquí, en Cristo transfigurado y lleno de gloria, la Iglesia santa, cuerpo de Cristo en su totalidad, puede comprender cuál ha de ser su transformación, y así sus miembros pueden contar con la promesa de aquella participación en aquel honor que brillaba de antemano en la Cabeza del cuerpo que es la Iglesia, Cristo. Aquí vemos la gloria de Dios que se revela de manera definitiva en la elevación de la Cruz. La gloria de Dios es la cruz de Cristo, la gloria de Dios es su amor dado todo y hasta el extremo en el vaciamiento total de sí en la entrega de la Cruz, la gloria de Dios es ese amor sin medida que lo llena todo hasta el abismo de la miseria, de la injusticia, de la muerte. La gloria de Dios, es su Hijo venido en carne, es su Hijo dándose todo enteramente para que el hombre viva; la revelación de esta gloria nos muestra en Cristo, el Hijo único y preferido del Padre, que Dios es amor. 

En ésto vemos el amor que Dios nos tiene: en que ha enviado su Hijo al mundo para que tengamos vida, para entregarlo por nosotros, para darlo a nosotros, y en Él darse a nosotros sin medida. En Él Dios nos lo ha dado todo, se nos ha dado El mismo enteramente. No puede haber mayor amor. Esta es nuestra verdadera esperanza: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo, a quién ha hecho propiciación por nuestros pecados, que ha cargado sobre sí nuestras propias miserias? ¿ Cómo no nos dará todo con Él?. Oigamos por ello la voz que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”. Dios nos ha dado su gracia por medio de Jesucristo, Él destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal. Él es el centro y sentido último de la historia. En la escena de la transfiguración Dios se nos revela como centro de la historia. Escuchemos la voz del Señor. Escuchemos al Hijo crucificado, su palabra única en la que Dios nos lo dice todo. No le cerremos nuestro corazón como “muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo, aspirando únicamente a las cosas terrenas”. En este tiempo en que crece una cierta hostilidad hacia la cruz de Cristo y una indiferencia hacia el Evangelio del amor que brota de esa cruz, en esta época en que crece en algunos sectores una hostilidad hacia la Iglesia y lo que ella significa, escuchemos a Cristo, que con su persona y su obra, con sus palabras y sus gestos nos está diciendo que Dios es amor y quiere que el hombre viva, que el amor suyo lo sustente y vivifique. 

Escuchar a Cristo en quién vemos y palpamos que Dios no ha permanecido indiferente a la suerte del hombre porque, Dios verdadero de Dios verdadero, Cristo, ha dado su vida por nosotros. Se trata de escuchar a Cristo que ha descendido a nuestra pobreza y nuestra menesterosidad, que ha entregado su propia vida, que ha venido a sanar a los enfermos y traer consuelo a los corazones desgarrados y afligidos. Escuchar a Cristo que se ha identificado con los pobres, con los que sufren, con los que pasan hambre y sed, con los que no tienen techo o están privados de libertad. Se trata de escuchar a Cristo, que como el buen samaritano, se acerca al hombre caído, malherido, marginado, tirado en la cuneta, olvidado de los hombres, para curarlo y llevarlo donde hay calor y cobijo de hogar. Se trata de escuchar a Cristo que nos ha manifestado y dicho que Dios es amor, y que quien permanece en el amor permanece en Dios, en su gloria. Escuchar a Cristo para servirle orientando al mundo hacia el Reino definitivo de su Salvador. Escuchar a Cristo para evangelizar, decir lo que le hemos escuchado a Él, lo que en Él hemos visto, lo que de Él hemos palpado.

La Iglesia no tiene otra palabra, ni otra riqueza, ni otra fuerza que “Cristo”: pero ésta ni la puede olvidar, ni la quiere ni debe silenciar, ni la dejará morir. Porque, con Él, ha apostado enteramente y sin condiciones ni intereses extraños, por el hombre. Esa es la palabra y la riqueza de la Iglesia, de los cristianos, y hemos de ofrecerla con tanta sencillez como transparencia, sabedores por la propia experiencia de que es un bien inestimable para la vida de las personas. Esta experiencia vivida de Jesucristo, Redentor, es un don, una gracia, y por eso sólo puede ofrecerse humildemente como un gesto de amistad. No se impone, se muestra. Se ofrece como una invitación a la libertad. Tiene como métodos propios de comunicación: el testimonio y el diálogo; y como criterio: el amor y la misericordia. Busca en todas las circunstancias el bien integral de la persona, y trata de cooperar lealmente con todos en el esfuerzo por el bien común. Estos métodos separan al cristianismo de las ideologías; con ellos puede el cristianismo ofrecer una auténtica novedad a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Así, anunciar a Cristo, testificar a Cristo, es el mejor y mayor servicio de la Iglesia a los hombres. Anunciar a Cristo, ser testigos de Dios vivo, no es “sacralizar” ni “dominar” el mundo: es servirle y dar a Aquél que es la Buena Noticia para los pobres y que nos hace libres y hermanos, porque es el Hijo único de Dios hecho hombre. Se trata de ser coherentes hoy con la fe y con la experiencia de Jesucristo que es paz y esperanza para todos. Lo que los cristianos, la Iglesia han de hacer y pueden ofrecer a los hombres de la Europa, o de la España, de hoy, como en todos los tiempos y lugares, es Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo. Hacia Él únicamente se ha de orientar el espíritu de los cristianos. Él es la única dirección de su voluntad y de su corazón. Hacia Él siempre, y específicamente en nuestro tiempo, ha de volver su mirada. La Iglesia vive de la certeza, clara y apasionada, de que ella ha de ofrecer a Europa, a España, a Valencia o a Madrid… el bien más precioso y que nadie más puede darle: la fe en Jesucristo, fuente de la esperanza que no defrauda, don que está en el origen de la unidad espiritual y cultural de los pueblos y de los pueblos de y que todavía hoy y en el futuro puede ser <será> una aportación esencial a su desarrollo e integración … Sí, después de veinte siglos, la Iglesia se presenta al principio del tercer milenio con el mismo anuncio de siempre, que es su único tesoro: Jesucristo es el Señor; en Él, y en ningún otro, podemos salvarnos. La fuente de la esperanza, para América, Europa, para España, para el mundo entero, es Cristo, y la Iglesia es el canal a través del cual se difunde la ola de gracia que fluye del corazón traspasado del Redentor” (JUAN PABLO II, EE, 18).

Si quiere la Iglesia -y ciertamente debe- servir a una nueva sociedad, si quiere ayudarla a reconstruirse a sí misma, revitalizando las raíces que le han dado su origen, es preciso que vuelva con renovado vigor a Jesucristo, a escuchar a Jesucristo, a obedecerle y seguirle, que reavive la experiencia de Jesucristo, que profundice en su conversión a Cristo y en la escucha de su palabra, y que anuncie esta Palabra y llame a la conversión a todos sus miembros e instituciones.

Somos, sin duda, nosotros, los cristianos, en primer lugar los que tenemos necesidad de escuchar a Cristo, el Hijo amado, y convertirnos a Él. Es lo más santo, lo más sagrado en sí y para nosotros; y por eso lo ofrecemos, no lo imponemos. Lo anunciamos y testificamos con sumo respeto a otras convicciones; pero exigimos el respeto a las nuestras. Sí, exigimos ese mismo respeto a las nuestras. Sin el respeto a lo que es lo más santo para los otros no hay paz verdadera ni auténtica convivencia.

Allá donde se quiebra ese respeto, algo esencial, se hunde en la sociedad. En nuestra sociedad actual se reprueba, gracias a Dios, a quienes escarnecen la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se reprueba también, con toda razón, a quien denigra el Corán y las convicciones básicas del Islám. Se reprueba, igualmente con todo acierto, a quienes escarnecen y denigran las distintas religiones, excepto una: la católica, la Iglesia católica. 

En cambio algunos, sin duda ignorantes, cuando se trata de Cristo y lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de expresión se convierte en el bien supremo, y limitarlo, piensan algunos sobre todo de los medios de comunicación social, pondría en peligro o incluso destruiría la tolerancia y la libertad. Pero la libertad de expresión tiene sus límites en que no debe destruir el honor y la dignidad del otro. No es libertad para la mentira o para la destrucción de los derechos humanos, incluido el derecho a la libertad religiosa. No se trata solo, sin más, de un delito de odio tal vulneración del derecho fundamental de libertad religiosa. 

Aquí, es más, hay un auto-odio que sólo cabe calificar de patológico, de un Occidente, de una España, que sin duda trata de abrirse comprensivamente a valores ajenos, pero no se quiere a sí mismo, que no ve más que lo cruel y destructor de su propia Historia, pero no puede percibir ya lo grande y puro que hay en ella. Para sobrevivir Europa, España,… necesita una nueva aceptación -sin duda humilde-. A veces el multiculturalismo que, con tanta pasión se promueve es ante todo renuncia a lo propio, huida de lo propio. Pero el multiculturalismo no puede existir sin constantes comunes, sin directrices propias. Sin duda, no podrá existir sin respeto a lo sagrado. Eso supone salir con respeto al encuentro de lo que es sagrado para el otro; pero es algo que sólo podremos hacerlo si lo que es sagrado para nosotros, Dios, Jesucristo, no nos es ajeno para nosotros mismos. 

Desde luego que podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para otros, pero nuestra obligación, precisamente ante los otros y por los otros, es alimentar en nosotros mismos el respeto a lo sagrado y mostrar el rostro del Dios que se nos ha aparecido: el Dios que acoge a los pobres y a los débiles, a las viudas y a los huérfanos, a los extranjeros; el Dios compasivo y misericordioso que es tan humano que él mismo quiso ser hombre, un hombre doliente, que sufriendo con nosotros da dignidad y esperanza al sufrimiento. 

Si no lo hacemos, no sólo negaremos la identidad de Europa, de España, sino que dejaremos de hacer a los otros un servicio al que tienen derecho. Por eso reclamamos y exigimos el respeto a ese derecho fundamental de la libertad religiosa, que está en la base del respeto a la persona, a lo más sagrado de la persona, sin el que no puede haber una sociedad con verdadera y real convivencia.