Eduardo Martínez | 21-03-2013
Había en Roma, la víspera de la misa de inicio de pontificado del papa Francisco, un clima de gran expectación entre peregrinos y periodistas: “¿Qué hará mañana?”,“¿romperá algún molde?”, “¿anunciará algo revolucionario?”, se oía en los corrillos de la plaza de San Pedro, en las repletas pizzerías de la urbe y hasta en los autobuses de línea.
Los gestos cargados de sencillez que el Santo Padre había tenido en los días precedentes alimentaban ese clima: la oración en silencio que pidió para él mismo en el balcón tras la fumata blanca y su inclinación para recibir la bendición divina; su traslado en microbús junto a sus “hermanos cardenales” (como él les llama); su visita a la residencia donde se alojaba en Roma para recoger las maletas y pagar la factura; su entrada por la puerta lateral de Santa María la Mayor; sus zapatos negros; su pectoral plateado…

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