Reclusos del Centro
Penitenciario de Valencia, junto con miembros de la Cofradía de Jesús Atado en la Columna de la Semana Santa Marinera de Valencia,
participaron en un Vía Crucis
promovido por el Secretariado Diocesano de Pastoral Penitenciaria, por las instalaciones de la cárcel. En el recorrido, los propios reclusos portaron a hombros la imagen de Jesús. (FOTO: ARCHIVO)
Les sitúo. 12 de la mañana en el salón de actos de penados de la cárcel de Picassent. Acaba de finalizar el Vía Crucis que todos los años, el Jueves Santo, recorre todos los módulos, acompañados por los redobles de tambores de la Real Cofradía Jesús en la Columna. Tras este acto que se repite en cada Semana Santa, se me acerca Víctor Aguado, segundos antes de comenzar la Misa del lavatorio de los pies, que es el director de la Pastoral Penitenciaria y me dice: “José Miguel, quiero que describas el Vía Crucis que vivimos aquí. Que no sea un relato de una noticia. Tiene que ser algo más”. Lo primero que me vino a la mente, de forma automática, es qué de concreto y especial tiene todo lo que se hace en un contexto de exclusión, en los espacios donde se sufre, se llora, incluso, se quita la vida porque no es soportable. Cuántas veces las personas cristianas no caemos en la cuenta de lo que significa el lavatorio de los pies o la partición del pan que representa la comunión. En ocasiones, tenemos que ir más allá de nuestros dominios y ver cómo se celebra aquello que amamos en otras situaciones y contextos. También me ayudó a repensar y vislumbrar la función del voluntariado en una prisión.
El Vía Crucis en el centro penitenciario de Picassent va recorriendo los diferentes módulos. Es increíble, hay que vivirlo, la profundidad, el respeto que puede tocarse, las miradas al suelo que denotan un análisis profundo en el interior. ¿A cuántos vía crucis hemos asistido y hemos desconectado a la primera? ¿Por qué? La razón es muy sencilla: Jesús experimentó una violencia sin causa justificada alguna, palpó en sus carnes un juicio sumarísimo sin defensa, sin nadie que lo acompañara y diera la cara por Él, pasó por lo que muchas personas en prisión han vivido en sus propias carnes. Jesús atado a la columna está atado a cada una de esas personas que están faltas de libertad. Por ello, en la prisión se respeta, se admira y quiere a Jesús el Nazareno. En cada módulo, después de la lectura del evangelio y la reflexión, comienza a escucharse, como un himno, como una forma de agradecimiento de las personas presas, la saeta el Cristo de los gitanos que Camarón de la Isla y Serrat han hecho universal. Cómo resuenan esos acordes, ese cante improvisado. Porque Jesús no pregunta qué tipo de módulo es el 1, el 3, el 7 o el 8, simplemente va, y se postra. El Padre Josep lo recuerda después de la lectura, Jesús está a nuestra altura, se abaja, se sitúa a nuestro lado, nos mira, nos perdona, y nos dice: “Echa a andar, el pecado no tiene la última palabra”. Impresiona cómo funcionariado, voluntariado, personas presas están unidas en el respeto y en la fraternidad. Un Vía Crucis es un encuentro en lo más íntimo de todos y cada uno de nosotros; es una metáfora de la vida, nos equivocamos, caemos, erramos, traicionamos, pero esa no es la última palabra. Jesús es la posibilidad de que la condena y la parálisis que provocan nuestros errores sea la línea de meta.
A medida que el Vía Crucis avanza, hay personas presas que se van uniendo y de pronto se te acercan y te dicen: “Acabo de estar con mis padres y se han ido felices porque han visto entrar a la Cofradía, dándose cuenta que aquí también está Jesús, acompañándonos”. No diré nombres, pero en la prisión somos testigos de milagros, de casos que en la calle serían meritorios de homenajes e incluso de una placa conmemorativa. Portando al Jesús en la Columna, veo a una persona, que conozco muy de cerca, que hace un año consumía a diario, perdido, esperando un día sí y al otro también, que podría ser su final. Hasta que hace 10 meses se dijo: “Basta”. Y hoy es una persona nueva. Cuando lo observaba me daba cuenta del significado de portar a Jesús, porque ha tenido que portar, y lleva todavía, una cruz que estuvo a punto de destruirle. Ahora cada día es un reto que puede transformarse en pequeñas victorias que saben a gloria. Para acabar el Vía Crucis, un regalo, que no esperaba: la homilía del Obispo Auxiliar de Valencia, Arturo Ros. Destacó dos ideas. La primera, con un lenguaje cercano, de la calle, que llega al corazón de las personas, invitó a que mirásemos a Jesús, ya que la cruz no es un signo de esclavitud o violencia, sino de libertad a través de la donación y el amor infinito e innegociable que nos tiene. Esto lo solemos olvidar no llevándolo a la práctica con nuestros hermanos y hermanas. La segunda, algo que me sorprendió, y que sólo en prisión puede retumbar, puede calar hasta lo más profundo de una persona. En la mesa de Jesús cabemos todas las personas, porque todo es perdonado por Él. Esto hoy, políticamente, y desde los parámetros de los medios de comunicación, es dinamita pura, es contracultural, molesta, crea escozor y malestar. Sin embargo, Jesús vino a romper nuestra comodidad, vino a romper aquello que va contra la dignidad máxima de toda persona que tiene que ser amada y bien tratada. Cuando esto no se da, sólo cabe el odio, la violencia y la venganza. Esto y mucho más se dice y se vive, se experimenta y se palpa en un centro penitenciario, en un Vía Crucis donde los protagonistas son personas que están pasando por un mal momento, pero que luchan para recuperar ese estrato que nos define y nos hacer ser lo que somos: la libertad.
José Miguel Martínez Castelló
Doctor en Filosofía y miembro de la Pastoral Penitenciaria de Valencia