CARLOS ALBIACH | 09.03.2023
eran las 19:07 h. de la tarde del 13 de marzo de 2013 cuando sobre el cielo de Roma se alzaba el humo blanco procedente de la chimenea de la Capilla Sixtina, donde se reunían los cardenales en cónclave para elegir al nuevo Papa. Un día después del comienzo del cónclave y 13 días después de la renuncia de Benedicto XVI la Iglesia ya tenía nuevo Sucesor de San Pedro. Una hora más tarde de la fumata blanca, ante una plaza San Pedro abarrotada y expectante, el protodiácono Jean-Louis Pierre Tauran proclamaba el tradicional ‘Habemus Papam’ y anunciaba que el elegido era el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, con 76 años, y que tomaba para ocupar la sede petrina el nombre de Francisco, en clara referencia al ‘poverello’ de Asís. Se convertía, por tanto, en el primer Papa procedente de América y el primer papa jesuita de la milenaria historia de la Iglesia católica.

“Sabéis que el deber del cónclave era dar un Obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo…, pero aquí estamos. Os agradezco la acogida. La comunidad diocesana de Roma tiene a su Obispo. Gracias. Y ante todo, quisiera rezar por nuestro Obispo emérito, Benedicto XVI. Oremos todos juntos por él, para que el Señor lo bendiga y la Virgen lo proteja”. Estas fueron las primeras palabras del nuevo Papa, que fueron acogidas con gran emoción por todas las personas reunidas en San Pedro.

Tras estas palabras pidió al pueblo que rezase para que Dios le bendijese. Un gesto que sorprendió a todos y al que respondieron con un profundo silencio: “Y ahora, comenzamos este camino: Obispo y pueblo. Este camino de la Iglesia de Roma, que es la que preside en la caridad a todas las Iglesias. Un camino de fraternidad, de amor, de confianza entre nosotros. Recemos siempre por nosotros: el uno por el otro. Recemos por todo el mundo, para que haya una gran fraternidad. Y ahora quisiera dar la bendición, pero antes, os pido un favor: antes que el Obispo bendiga al pueblo, os pido que vosotros recéis para el que Señor me bendiga: la oración del pueblo, pidiendo la bendición para su Obispo”.

Días después, el 19 de marzo, solemnidad de San José, uno de sus santos de cabecera, se celebraba la misa de inicio del pontificado en la plaza de San Pedro: “Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños. Sólo el que sirve con amor sabe custodiar”.

Estas palabras han marcado el pontificado de Francisco, en el que ha puesto el acento en acercarse a los últimos y a los más desfavorecidos. Lo que él mismo ha definido como las periferias. Desde los pobres y los refugiados hasta las víctimas de tantos conflictos a lo largo de todo el mundo. Francisco ha exhortado a ser una Iglesia en salida y con las puertas abiertas que, como él mismo dice en la exhortación apostólica ‘Evangelii Gaudium’, salga “de la propia comodidad y se atreva a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio”. Prefiere una Iglesia, en sus propias palabras, “accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”. En este sentido, también ha hablado de la Iglesia como hospital de campaña, que acoge a los que sufren con misericordia porque, como señalaba con motivo del Año Santo de la Misericordia, “la Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios”. “Su vida es auténtica y creíble cuando con convicción hace de la misericordia su anuncio”, añadía. Además, ha denunciado la “cultura del descarte”, que descarta desde los ancianos a los niños no nacidos hasta los pobres e inmigrantes, entre otros.

La evangelización, ha apuntado en diversas ocasiones, hay que hacerla con alegría, ya que “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”, frente a la “tristeza individualista”. En muchas ocasiones, en palabras coloquiales, tal y como le caracteriza, ha hablado de que los cristianos no pueden tener cara de vinagre y vivir sin alegría o como decía santa Teresa de Ávila “un santo triste es un triste santo”.

Uno de los puntales de su pontificado ha sido la defensa de la paz y el papel de la Iglesia como garante de ella, como se ha visto por ejemplo en la última guerra de Rusia contra Ucrania: “la verdad es una compañera inseparable de la justicia y de la misericordia. Las tres juntas son esenciales para construir la paz”, reconocía en la encíclica ‘Fratelli Tutti’, en la que desarrollaba la fraternidad humana.