Queridos Carlos y Antonio, como sé que leerán estas líneas, permítanme que les interpele directamente, como si los tuviera enfrente, como si esta humilde columna fuera una conversación real, las palabras de cualquier ciudadano a pie de calle. Eso sí, guardaré las formas. El trato será de usted, un uso cada vez más olvidado, como si la cortesía y la cercanía estuvieran enfrentadas.
Querido D. Carlos, qué lástima que marche a nuevas misiones. No es ninguna sorpresa para nadie que había una gran conexión entre usted y la Diócesis. Hemos crecido juntos. Por eso es una bonita despedida. Con cariño, con satisfacción, con media sonrisa, como confesaba hace pocos días en el Encuentro Diocesano de Profesores: «Os quiero mucho, me siento muy querido por vosotros, me está costando irme porque me habéis dado mucho, rezad por mí».
Querido D. Antonio, bienvenido a su casa. Sabe mejor que nadie que esta Diócesis es viva y rica, con mucho por alcanzar pero con muchas manos para trabajar. Sea usted el primero de todos nosotros en esa misión. Que tengamos una Iglesia Valenciana que sea contemplativa y activa, que hable de igualdad y justicia, de suma de carismas, que prime, ante todo, el respeto a la persona.
Pero, no crean, nosotros también tenemos parte en esta nueva historia. Los laicos tenemos, posiblemente, el papel más importante. Hemos de dar un nuevo paso enfrente. No sirve sólo que el Papa Francisco hable de los pobres, toda la Iglesia debe hablar de los pobres.
En el Encuentro Diocesano de Profesores, D. Carlos nos recordaba que “hemos de devolver el rostro al ser humano, que, cuando no hay metas, el ser humano está desorientado y ayudarlos a encontrarlas y a crecer está en nuestras manos».
Empecemos ya. Carlos, Antonio, usted y yo.