Mi querido amigo Juan Miguel
Para quienes tenemos fe en Jesucristo, sabemos que, como dice san Pablo, todo sucede para bien de los que aman a Dios. Existen eventos en nuestra vida, sin embargo, episodios que nos recuerdan que aceptar esta verdad no siempre es fácil. Uno de estos eventos ha sido tu muerte. Me llegó a caer de la tarde al venir de celebrar la Eucaristía en la parroquia del Pilar, en el día de la fiesta. Como periodista no di crédito a la noticia y quise confirmarla. Y por fin se confirmó. Si, Juan Miguel Díaz Rodelas habías partido a la Casa del Padre.
El Señor es nuestra luz y nuestra salvación. Así lo viviste tú, Juan Miguel y así lo creíste. Naciste para morir el año 1950 en la localidad tinerfeña de Arico Nuevo y te trasladaste a Valencia donde cursaste Teología. Y fuiste ordenado sacerdote el año 1976.
Toda tu vida, toda entera, en los diversos ministerios que como sacerdote te encomendó la Iglesia, los has vivido con esa pasión misionera que te ha caracterizado de querer dar a conocer a nuestro Señor Jesucristo, y de meter en la vida de la Iglesia esa fuerza que tiene que tener también la Iglesia del Señor para anunciar siempre a Jesucristo y su Palabra. En todo lo que hiciste, en lo que dijiste, en lo que manifestaste con tu vida y criterio fue esa pasión por dar a conocer al Señor. Toda tu vida ha sido una afirmación del sacerdocio y de la fe.
Mi amistad contigo se remonta a los años de seminarista, a mediados de los años 70, pues te formaste en nuestro Seminario Metropolitano de Valencia. Como sacerdote y profesor de Teología en nuestra Facultad animaste a muchos amigos y conocidos a acercarse a Dios y vivir una vida cristiana seria. Por la gracia de Dios, con tu gran labor apostólica ayudaste a muchos a crecer como personas y como católicos. Tu sencillez y alegría te abrían las puertas de todos los ambientes en la sociedad, la Iglesia y la vida ordinaria de quienes se acercaban a ti. Para todos eras “el canario”, por tu origen, el amigo, confesor, director espiritual y hermano.
Tu partida ha dejado entre nosotros los frutos abundantes de quien, como san Pablo, ha “corrido bien la carrera”. Tus más de veinticinco años de sacerdocio estuvieron marcados por una profunda vida de oración, la devota celebración de la santa Eucaristía y la infatigable atención a las necesidades espirituales de tantos hombres y mujeres que acudían a ti para reconciliarse con Dios mediante el sacramento de la confesión o buscar consuelo y sabiduría mediante la dirección espiritual y la formación teológica.
No hay palabras para expresarte nuestro dolor y consternación, y el de todos tus compañeros y amigos, por tu fallecimiento. Es increíble pensar que ya no te volveremos a ver y a tener entre nosotros; pero Dios no se equivoca, te tenía una mejor misión allá con Él, te necesitaba junto a Él, y no cabe duda que el cielo te recibió con aplausos.
Tenías planes para el crecimiento de la labor apostólica en nuestras parroquias y arciprestazgos con tu labor teológica. Tenías prisa por llegar a más almas y ayudar a los demás, porque estabas convencido de que tu vida espiritual de profunda e intensa intimidad con Dios, y su Palabra hecha Escritura, te llamaba a no ocuparte de ti mismo, sino de los demás.
Sin mayores pretensiones, Juan Miguel, tú nos mostraste a lo largo de tu vida, la autenticidad de una vida sacerdotal que es modelo a seguir. Pasando por altos y bajos, éxitos y aparentes fracasos; pero sin perder el entusiasmo de amar a Dios y a los demás, en un servicio desinteresado y rico en frutos de vida eterna.
Esta fe que compartimos contigo, no nos evita el dolor, el sufrimiento, la amargura; como no le evitó a Cristo en la cruz. Pero que sí nos da un consuelo, una esperanza que nos ayuda a seguir viviendo, porque sabemos que no te hemos perdido para siempre. Que volveremos a encontrarnos un día. Estoy seguro de que tú, Juan Miguel, no quieres vernos tristes. Quieres que sigamos viviendo con esperanza y con ilusión. Nos quieres ver felices, con la felicidad que tú, ahora tienes. Tú te has adelantado. Y sufrimos por tu ausencia, porque te queríamos junto a nosotros. Te necesitábamos junto a nosotros. Nosotros pedimos por ti, y tú pides por nosotros. Desde el cielo nos ves y nos animas. Seguiremos tus consejos; esos consejos que siempre nos estabas dando. Nos hubiese gustado seguir viviendo contigo. No ha podido ser así. Pero no te vamos a olvidar. Sabemos que tampoco tú nos vas a olvidar.
Nos estás esperando con los brazos abiertos.
Reposas ahora en los brazos del Altísimo, Padre de la paz, buen amigo y hermano, Juan Miguel. Nosotros acudimos a tu intercesión para que nos sigas acompañando en nuestro camino terrenal, hasta que al final de nuestra vida podamos reunirnos contigo en la presencia de Dios Nuestro Señor y la compañía de Nuestra Señora, la Virgen de los Desamparados.
Un abrazo,