Comenzamos la Semana Santa, semana central de todo el Año litúrgico, manifestación del amor sublime de Dios al hombre. Con la ayuda de los ritos sagrados y de las celebraciones litúrgicas del Domingo de Ramos, del Jueves Santo, del Viernes Santo y de la solemne Vigilia Pascual, vamos a revivir el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor, centro y núcleo de nuestra fe, culmen de la revelación de Dios en su Hijo, consumación de la obra de la redención y de la salvación, cima y sima del amor insondable de Dios que de esta manera nos ha amado hasta ese extremo que vemos y palpamos en estos acontecimientos. En estas celebraciones lo tenemos todo, está todo: En ellas vemos a Dios y al hombre, la verdad de Dios y del hombre. Ahí está toda la esperanza grande que el hombre necesita para vivir; ahí halla el hombre todo el amor que requiere para llevar una vida digna y llena de gozo, ahí encuentra todo el sentido y las razones para vivir y esperar, ahí se ve iluminada su vida con toda la luz que proviene de Dios, que es Amor, de la Verdad que es Dios y se manifiesta en el amor sin límites. Son días que pueden y deben ayudarnos a adherirnos más y más a Jesucristo y a seguirlo generosamente conscientes de que Él nos ha amado hasta dar su vida por nosotros.
Comenzamos estos días santos con la entrada de Jesús en Jerusalén y la lectura de la Pasión. En un ambiente cargado de entusiasmo por parte de unos y de odio radical en secreto por parte de otros, Jesús, manso y humilde, entra en Jerusalén sobre un borriquillo, signo de sencillez y de paz. La gente lo acoge gozosa con exclamaciones muy significativas: “Bendito el que viene en el nombre del Señor. Hosanna en el cielo». Jesús es proclamado Mesías, Salvador, Rey, Señor. Jesús es reconocido por el pueblo y al mismo tiempo es asediado, hostigado, y hasta hacerlo morir por el mismo pueblo. Esto es lo que va a suceder a lo largo de la historia. Unos aclamarán o aclamaremos a Jesús, porque reconocemos, que en Él está la Vida, que en Él está el Amor, que Él ha venido a traer la buena noticia a los pobres y a los que sufren, porque en Él está la paz, la reconciliación, la misericordia y el perdón, porque Él es el Hijo de Dios. Otros, sin embargo, lo rechazarán, lo están rechazando, se oponen a Él con todas sus fuerzas o con el desprecio y la indiferencia. Los niños y los jóvenes fueron los que tomaron una parte más activa en aquella explosión de júbilo que reconocía y aclamaba a Jesús. Comprendieron que aquel momento era la hora de Dios, la hora suspirada de la llegada del Salvador, la hora de la felicidad y de la alegría porque Dios está en medio de los hombres y se ha acercado a ellos, no para condenarlos, sino para decirles con toda la persona de su Hij o que Él nos quiere, que Él nos lo ha dado todo en Jesús. Esta es nuestra esperanza. Aquí, en Él, en Jesús, está la salvación, y no hay salvación fuera de Él; aquí está la Verdad que nos hace libres; aquí está la Vida que alienta y anima el existir del hombre. Éste es el camino. Sigámoslo; aclamémoslo, sin miedo. Os lo aseguro: seremos dichosos. Como también, si como aquellos niños hebreos tenemos una mirada limpia, veremos a Dios, lo veremos en Jesús, y nuestra vida se llenará de júbilo al mirarlo entre nosotros. Con esa misma mirada lo vemos en la Cruz, a la que introduce la lectura de la Pasión.
El sábado se cumplieron quinientos años del nacimiento de Santa Teresa. Ella nos pide una cosa: «tan sólo os pido que le miréis»; que miremos a Cristo «muy humanado», que lo miremos lo miremos «muy llagado», crucificado en su cruz gloriosa, pues, como dice la Santa de Avila: «En la Cruz está la vida y el consuelo/ y ella sola es el camino para el cielo». Es lo que haremos estos días santos, y tenemos una buena guía hacerlo si nos dejamos conducir por Santa Teresa de Jesús.