Antonio Díaz Tortajada
Delegado episcopal de Religiosidad Popular

Con los primeros días de mayo la Cruz Resucitada y Resucitadora ha salido a nuestras calles. Se construyen en esquinas y plazas de nuestros pueblos y ciudades cruces de flores. Sin duda, su origen religioso gira en torno a los festejos populares en torno a la fiesta litúrgica de la hallazgo de la Santa Cruz promovidos por los franciscanos desde el siglo XIV, denominados de la Cruz Verde o Vera Cruz. En los ámbitos rurales iban acompañados de la bendición de los campos y rogativas por el buen tiempo.

Se exorna una cruz desnuda con flores silvestres y se le levanta un altar con telas y elementos suntuarios de las casas: velones, calderos de cobre, cacharros de cerámica, etc. Por otra parte hay un segundo modelo, en que la celebración está estructurada a través de hermandades o cofradías que tienen a la Vera Cruz como titular, o que veneran la Cruz desnuda.
“Las expresiones de devoción a Cristo crucificado, numerosas y variadas, –nos indica el “Directorio de piedad popular y liturgia”– adquieren un particular relieve en las iglesias dedicadas al misterio de la Cruz o en las que se veneran reliquias, consideradas auténticas del Lignum Crucis. La “invención de la Cruz”, acaecida según la tradición durante la primera mitad del siglo IV, con la consiguiente difusión por todo el mundo de fragmentos de la misma, objeto de grandísima veneración, determinó un aumento notable del culto a la Cruz”.

“No obstante, la piedad respecto a la Cruz, –añade el citado Directorio– con frecuencia, tiene necesidad de ser iluminada. Se debe mostrar a los fieles la referencia esencial de la Cruz al acontecimiento de la Resurrección: la Cruz y el sepulcro vacío, la Muerte y la Resurrección de Cristo, son inseparables en la narración evangélica y en el designio salvífico de Dios. En la fe cristiana, la Cruz es expresión del triunfo sobre el poder de las tinieblas, y por esto se la presenta adornada con gemas y convertida en signo de bendición, tanto cuando se traza sobre uno mismo, como cuando se traza sobre otras personas y objetos”.

La fiesta de la hallazgo de la Santa Cruz es propia de la Iglesia de occidente. Tradicionalmente se ha creído que esta fiesta fue primeramente adoptada por la liturgia galicana, titulada ‘De inventione Sanctae Crucis’, asignándola al tres de mayo.
La elección de la fecha, unos la vinculan a la leyenda de Judas Ciriaco, divulgada a principios del siglo VI, cuya fiesta se celebra el día siguiente, cuatro de mayo, y que fija la hallazgo del Lignum Crucis el tres de mayo y hace remontar la fiesta al propio mandato de la emperatriz Elena. El Liber Pontificalis dice al respecto en el pontificado de Eusebio (309): Él fue obispo en el tiempo de Constantino. Mientras él era obispo, la Cruz de nuestro Señor Jesucristo fue hallada, el tres de mayo, y Judas fue bautizado, que es también llamado Ciriaco.

El 3 de mayo se conmemora el descubrimiento en el año 326 de la verdadera cruz de Cristo. El santoral católico lo reconoce como la celebración del hallazgo de la Santa Cruz.

La tradición cristiana recoge que el emperador romano Constantino, en la batalla en que derrotó al tirano Majencio, tuvo la visión de la imagen de una gran cruz resplandeciente en el cielo, en la que se leía la leyenda ‘Cum hoc signo vinces’ (‘con este signo vencerás’). Constantino venció y de inmediato reprodujo una magnífica cruz bordada en su estandarte imperial en oros, esmaltes y piedras preciosas. Con ese estandarte como bandera continuó luchando con históricas victorias. Su madre, santa Elena, conocedora de la devoción que su hijo profesaba a la Santa Cruz y apoyada en los relatos que contaban que los seguidores de Jesús habían enterrado la cruz en la que el Mesías había muerto, se trasladó a Jerusalén, mandando excavar en el monte Gólgota hasta que se encontraron tres cruces. Luego, la emperatriz ordenó que pusieran tres enfermos sobre ellas y cuentan que uno sanó.

Más tarde, colocaron tres cadáveres, uno sobre cada cruz, resucitando el que fue puesto sobre la misma cruz en la que el enfermo había recobrado la salud. Desde ese momento, la fe católica aceptó esta Cruz como aquella en la que murió Cristo.

La cristiandad asumió como signo de fe la llamada cruz latina. Su culto se expandió por todo el orbe católico. La mitad de esta milagrosa cruz se quedó en un templo en Jerusalén; la otra se envió a Constantinopla, donde el emperador mandó poner un trozo en el interior de una estatua suya; el resto viajó hasta Roma. De la parte que se quedó en Jerusalén, cuenta el que fuera obispo de esta ciudad, san Cirilo, que se cortaron muchos fragmentos sin que disminuyera su tamaño, de lo que fue este santo testigo ocular.

Los tres clavos
También recoge la tradición que fueron encontrados los tres clavos con los que prendieron a Cristo sobre la cruz, por lo que santa Elena ordenó que uno se preparara y pusiese en la corona imperial y otro en el tascafreno del caballo de su hijo Constantino. El tercero lo arrojó al mar para calmar una tempestad, aunque volvió flotando sobre el agua y fue recuperado por la emperatriz, que más tarde lo regaló a la iglesia de Tréveris. Por su parte, Constantino dio libertad a los cristianos (terminaba la persecución) para ejercer su culto en el Imperio. Se cuenta que, en el lecho de muerte, el emperador pidió ser bautizado en la fe de la Iglesia.

El culto positivo a la Cruz, como referencia privilegiada al sacrificio redentor de Cristo, nace en Jerusalén, y a su desarrollo confluyen fundamentalmente estos factores: el desescombro del Gólgota, con la erección allí de una basílica memorial, el hallazgo de la Santa Cruz, con el consiguiente reparto de reliquias, y el rescate y devolución de la sagrada reliquia jerosolimitana por el emperador Heraclio en el siglo VII. En occidente se centra, además de en el Viernes Santo, en las dos fiestas creadas en su honor: la del catorce de septiembre, Exaltación de la Santa Cruz, y la del tres de mayo, hallazgo de la Santa Cruz.

A partir de la hallazgo de la Santa Cruz por santa Elena que había viajado al frente de una delegación de su hijo el emperador Constantino prometida al obispo Macario en el concilio de Nicea para desenterrar y embellecer los lugares en los que se selló el Misterio Pascual, se empieza a rendir culto positivo al Lignum Crucis, con la extensión de éstos, y se pasa finalmente al de la Cruz en general como símbolo de la redención.

La hallazgo debió ocurrir en la primavera del 326, porque de Jerusalén fue santa Elena a Constantinopla, y de allí a Roma, donde “murió entre el abrazo del hijo y de los nietos” el mismo año, última vez que su hijo Constantino visitó la Urbe, el vigésimo primero de su reinado, entre los meses de julio y septiembre; la tradición señala el día de su natalicio el dieciocho de agosto. Ya una década más tarde el emperador Juliano el Apóstata (361-363) reprobaba a los cristianos por rendir culto al leño de la cruz, por signarse con ella y por grabarla en los vestíbulos de los edificios, a lo que san Cirilo de Alejandría le contesta que el “leño saludable” trae a la memoria la muerte salvadora del Redentor.

En cuanto a la extensión de las reliquias de la Vera Cruz, son muy importantes los testimonios de san Cirilo de Jerusalén que encontramos en sus Catequesis, pronunciadas en el 347 ó 348, es decir unos veinte y pocos años después del hallazgo y unos trece de la consagración del Martyrium, en las que se presenta el leño de la cruz como testimonio de la realidad de la Encarnación y Pasión del Señor. Dice san Cirilo: “Él fue verdaderamente crucificado por nuestros pecados, lo que, si quisieres negarlo, te convencería este conocido lugar, este dichoso Gólgota en el que ahora estamos congregados por causa del que aquí fue clavado en la Cruz, y todo el orbe está ya lleno del leño de la Cruz, seccionado en fragmentos”. En otra, encontramos la siguiente afirmación: “Hay muchos testimonios verdaderos de Cristo. […] Es testigo el santo madero de la Cruz, que se contempla entre nosotros hasta el día de hoy y por los que, impelidos por la fe, separan partículas de éste y desde aquí ya poco más o menos han llenado casi completamente todo el orbe”.

La última referencia de san Cirilo dice: “La pasión, pues, fue verdadera, pues verdaderamente fue crucificado, y no nos avergonzamos; fue crucificado y no lo negamos, es más, me glorío cuando lo digo. Pues si lo negare, me lo haría constar ese Gólgota, junto al que ahora todos estamos presentes; me lo haría constar el madero de la Cruz, que en partículas desde este lugar ha sido distribuido ya por todo el orbe”.

El culto a la Vera Cruz estaba ya más que consolidado a mediados del siglo IV. A partir de la extensión de éste sobre todo para la adoración del Viernes Santo, donde no había reliquia se empezó a venerar una simple cruz, con o sin crucifijo.

Con las cruces de mayo en las calles, conmemoramos el hallazgo de la cruz de Jesucristo por santa Elena en el siglo IV.

El árbol de la salvación
En el Missale Romanum clásico, anterior a 1962, podemos encontrar dos fiestas en honor del árbol de la salvación desde la Edad Media: la fiesta del hallazgo de la Santa Cruz, el tres de mayo, reducida a calendarios particulares en la reforma del calendario universal de 1962, y la de la Exaltación de la Santa Cruz, el catorce de septiembre, que tiene categoría litúrgica de fiesta en el actual calendario romano ordinario y que es compartida con las Iglesias orientales. Las solemnidades y fiestas del Señor que se distribuyen en el tiempo ordinario del año litúrgico subrayan o desarrollan aspectos del misterio pascual de Jesucristo. No son repeticiones, porque, además, contemplan la obra de la Redención desde una óptica distinta. Se hace la conmemoración desde una perspectiva diferente. Mientras que en el propio del tiempo lo hacemos siguiendo a los sinópticos, que nos acercan detalladamente a la figura de Jesús partiendo de su infancia de una manera cronológica, en estas fiestas se vive desde el prisma joánico, con una visión teológica unitaria desde la globalidad del misterio pascual –Pasión, Muerte, Resurrección– en el tiempo de la Iglesia.

La primera fiesta litúrgica de la Cruz, la del catorce de septiembre, surge a partir del aniversario de la dedicación del complejo jerosolimitano del Santo Sepulcro el trece de septiembre del 335, según Egeria (Itinerarium, cap. 48-49). Aunque cuando ella hizo la visita estaban las dos basílicas terminadas: Martyrium y Anástasis, dicha dedicación ocurrió antes de terminar la de la Anástasis. El cuerpo principal del conjunto era una basílica de cinco naves que el arquitecto Zenobio hizo levantar, llamada Martyrium, porque era memoria de la pasión, pues se alzaba sobre el lugar del hallazgo de la Santa Cruz. Su ábside estaba frente a la cámara sepulcral. La fachada se abría al Este, al cardo maximus.

San Adamnano de Iona (+704), siguiendo a san Arculfo, que había realizado un viaje a Tierra Santa en torno al 680, compuso en el 698 su descripción de los Santos Lugares. Cuando habla del Martyrium dice: “[basílica] levantada en el lugar donde fue hallada la Cruz del Señor, con la otras dos cruces de los ladrones, escondida bajo tierra, después de doscientos treinta y tres años, por merced del Señor”. Un atrio porticado comunicaba esta basílica con la rotonda de la Anástasis, construida en torno a la cámara sepulcral, individuada del resto del terreno. En el ángulo sudoriental del patio se encontraba a cielo abierto la cima del Gólgota, que se elevaba poco más o menos como la altura de un hombre, a cuya cima conducía una escalinata, y en cuya cumbre se erguía una cruz maciza, adornada de oro y piedras preciosas, hecha colocar allí en torno al 385 por el emperador Teodosio”.

El Arcediano Teodosio, norteafricano, con ocasión de una peregrinación suya a Tierra Santa, alrededor del 530, también vincula la fiesta del hallazgo, y dice: “Hallazgo de la Santa Cruz, cuando fue hallada por Elena, la madre de Constantino, en XXVII calendas de octubre [15 de septiembre] y por un periodo de siete días en Jerusalén, allí, junto al sepulcro del Señor se celebran misas y la propia Cruz es expuesta”.

Otros la hacen remontar a la Apparitio Crucis en Jerusalén el siete de mayo del 351, cuya memoria al pasar a occidente se vinculó al hallazgo del santo madero y quizá por error de lectura se fijó el tres de mayo. Los textos eucológicos de la misa pasaron a la redacción galicana del Sacramentario Gelasiano, y en época carolingia a los libros romanos. Hay quien opina, que esta fiesta del tres de mayo es de origen romano y aun anterior allí a la del catorce de septiembre. La celebración solemne de este día, en cualquier caso, se puede constatar desde el siglo VII; en el siglo VIII, la fiesta penetró en la Galia con la reforma litúrgica carolingia, y finalmente entró en el Misal Romano de 1570.

Esta fiesta aparece, por otra parte, lo que viene a reforzar la tesis galicana, en Hispania, en muchos calendarios y fuentes litúrgicas mozárabes. Sin embargo, la fiesta del catorce de septiembre no figura en ningún calendario hispánico, por lo que debió introducirse con el rito romano.

Terminemos esta reflexión con las palabras de san Alfonso María de Ligorio, el gran maestro napolitano de la vida espiritual del siglo XVIII, que resumen todo el contenido del símbolo de la Cruz para el pueblo cristiano: “Peleemos, pues, señores, todos juntos debajo de la Santísima Insignia de la Cruz, no sólo crucificando la vanidad de las razones heréticas, por la oposición de la santa y sana doctrina, sino crucificando también entre nosotros al antiguo Adán, con todas nuestras concupiscencias, para que, conformes a la imagen del Hijo de Dios, cuando este estandarte de la Cruz se vea plantado sobre los muros de la Jerusalén celeste, en señal de que todas sus riquezas y magnificencia serán concedidas a los que hubieren valerosamente combatido, podamos tener parte en estos ricos despojos, que el Crucifijo promete en recompensa del ánimo y valor de sus soldados, que es el tesoro de la inmortalidad.