Juan Martínez Otero
Profesor de Derecho Administrativo. Universidad de Valencia

No por previsible menos lamentable, la semana pasada conocimos la decisión del Tribunal Constitucional de admitir la constitucionalidad de la Ley de la Eutanasia. Con este motivo, me permito compartir algunas reflexiones.
En primer lugar, cada vez resulta más claro que vivimos en una sociedad postcristiana, que se aleja progresivamente de los principios de la antropología cristiana. Este alejamiento -refrendado en normas legales y en sentencias, como la que comentamos- nos sitúa a los cristianos en posiciones minoritarias. Frente a la tentación de adoptar una actitud derrotista y llorica, pienso que haríamos bien en aceptar el desafío de convertirnos en minorías creativas, capaces de desarrollar y proponer modos de vida contraculturales y atractivos. Como hicieron los primeros cristianos.

En relación ya con la eutanasia, resulta urgente que ayudemos a proteger las víctimas de la nueva ley, que son las personas mayores y enfermas. Probablemente la mayor injusticia de la ley consiste en imponer a estas personas la necesidad de decidir si quieren seguir viviendo, si su voluntad de vivir debe pasar por encima de la carga que suponen para sus allegados, la economía familiar y las arcas públicas. Pues bien, en nuestras manos está demostrarles día a día que su vida nos resulta preciosa, que estamos encantados de acompañarles y cuidarles. Que pueden ser una carga –de hecho, lo son-, pero que es una carga que llevamos con alegría, con la misma alegría que cuidamos a un bebé o a un niño enfermo. Porque todos hemos sido, seremos y –hasta cierto punto- somos carga, y necesitamos también del cuidado y el cariño de los demás. Ser humano no consiste en no llevar carga alguna –como quiere vendernos el hedonismo materialista y consumista tan en boga, con su cada vez más abultada factura en términos de infelicidad, ansiedad y depresión-, sino en amar aquellas cargas que nos corresponden, llevándolas juntos, con fortaleza y alegría.

Por otro lado, la ley reconoce algunos derechos que es oportuno reivindicar: a los cuidados paliativos y a la objeción de conciencia. Los cuidados paliativos y los profesionales que los facilitan son una maravilla. La inmensa mayoría de personas que los reciben –tanto enfermos como sus familias- coinciden en señalar que convirtieron la recta final de sus vidas en un tiempo de serenidad y bendición, a pesar del sufrimiento. Pues bien, más que lamentar la legalización de la eutanasia, podemos empeñarnos en reivindicar el derecho a los cuidados paliativos, y hacerles publicidad de la buena entre nuestros conocidos.

La ley también reconoce el derecho a la objeción de conciencia. En este sentido, aquellos profesionales sanitarios que no estén de acuerdo con la eutanasia harían bien en objetar, con respeto y con orgullo. Ojalá sean muchos quienes lo hagan, y no movidos por su rechazo a una norma injusta, sino para renovar su compromiso con la misión más elevada y bonita de sus profesiones: curar algunas veces, aliviar a menudo, consolar siempre.

La rapidez con la que el nuevo Tribunal Constitucional está resolviendo recursos que llevaban años “en el limbo” –ley Celaá, ley del aborto, ley de la eutanasia-, me lleva a la última consideración. A menudo los cristianos somos demasiado cautos, demasiado perezosos para emprender aquello que pensamos que podríamos hacer. Ya lo lamentó el propio Jesús (“los hijos de las tinieblas son más astutos en sus asuntos que los hijos de la luz”), quien –quizá con una sonrisa entre irónica y triste- llegó a proponernos como ejemplo de diligencia al administrador infiel, que antes de ser despedido se apresura a asegurarse un futuro, recurriendo a medios muy poco edificantes. No sé, pero a lo mejor la diligencia de sus señorías del Tribunal Constitucional para avalar leyes injustas puede ser un toque de atención que nos invite a pasar de las musas al teatro. A dejarnos de rollos y perezas y a ponernos manos a la obra –hoy, ahora- con aquello que cada uno podemos hacer para construir un mundo más justo, más alegre y más humano.