Con las Vísperas de Santa María Madre de Dios y de la Iglesia y el tradicional Te Deum de la Catedral, estamos finalizando, ante el Señor, un año que agoniza, 2015. Una profunda oración de alabanza, acción de gracias y bendición al Señor por todo cuanto ha hecho con nosotros, con la Iglesia toda, con todo el mundo. Contemplando cuanto ha sido el año que expira, con el realismo de la fe, sin ocultar nada de nuestras miserias y pecados, de nuestras carencias, necesidades y pobrezas, nuestros sufrimientos y dolores, las angustias y los errores, nuestros y de todos los hombres, venimos esta tarde ante el Señor, Padre de misericordia y Dios de toda consolación, e imploramos su misericordia que no tiene límites para con nuestros pecados, errores, culpas y miserias. Nos confiamos a esta misericordia de Dios, manifestada en su Hijo venido en carne del seno virginal de su Madre, Santa María; y confiamos todo este año, con sus culpas y debilidades, las nuestras, a esta misericordia inenarrable que no tiene fin, implorando que tenga piedad de nosotros, sus hermanos, los hombres tan necesitados de ella, más conscientes aún de esta necesidad al finalizar un año, una etapa de nuestra vida. Pero, al mismo tiempo, no podemos callar y dejar de cantar la misericordia divina que a lo largo de este año hemos palpado y experimentado en nuestras vidas, en los diversos avatares y acontecimientos de gracia que hemos vivido a lo largo de 2015. La verdad es que, en estas últimas horas, repasando con la mirada compasiva de Dios lo que ha sido su actuar en favor nuestro, los 365 días transcurridos, sólo podemos decir: «El Señor ha estado span> grande con nosotros y estamos alegres», y cantar con María las maravillas que Dios ha hecho con nosotros y alabarle; y con toda la Iglesia proclamar: «A Ti, oh Dios, te alabamos, a Ti, Señor te bendecimos. A Ti, Señor, te venera, adora, toda la creación».
Finalizamos un año entonando el canto del Te Deum, y proclamando la grandeza y la misericordia del Señor con el Magnificat de la Santísima Virgen María, siempre Virgen, Madre de Dios y de la Iglesia. Y nos disponemos, con ánimo de fe y de esperanza, con alegría, acción de gracias, confianza y alabanza a Dios, a comenzar un nuevo año con la mirada puesta en Santa María, Madre de Dios. Es Dios quien nos concede este nuevo año, como un don de su amor y misericordia que nos confía para que en él, con su gracia y auxilio, se haga presente y realidad viva la paz que su Hijo, en la plenitud de los tiempos, nacido de mujer, nacido de María, ha traído a todos los hombres. En la Madre del Hijo de Dios humanado ha descendido del cielo la paz, la felicidad, la alegría, la esperanza, el amor, sobre nosotros.
Contemplamos, sobre todo, a Santa María que es madre, pero madre virgen; contemplamos a la Santísima María que es Virgen, pero virgen madre, siempre virgen. ¡Qúe hondura, y qué abismal profundidad la realidad de este misterio de santa María, Madre de Dios, que marca la plenitud de los tiempos, el centro de la historia, de los años y los días! La maternidad virginal de Santa María expresa el gran misterio que llena de luz y esperanza a toda la humanidad: el Hijo de Dios ha venido en carne, asumida de María siempre Virgen, se ha hecho hombre porque se interesa por el hombre, por todo hombre; se ha hecho hombre porque quería experimentar personalmente qué es ser hombre y amar con amor divino e infinito al hombre; se ha hecho hombre para ofrecerse a sí mismo a todos como esperanza de salvación. Hoy se nos manifiesta un misterio admirable: en Cristo se han unido dos naturalezas: Dios se ha hecho hombre y, sin dejar de ser lo que era, ha asumido lo que no era, sin sufrir mezcla ni división. En este día se unen inseparablemente el acontecimiento histórico, el misterio, que es Jesucristo, persona divina, y el de la Virgen María, la cual es, en el sentido más pleno, su madre.
El gran Dios ha descendido a nosotros, despojándose de su condición divina, y asumiendo la pequeñez y pobreza del hombre. Se ha manifestado tanto más grande cuanto más pequeño se ha hecho; ha querido experimentar personalmente la vida humana, todos los sufrimientos y todas las necesidades humanas, ha vivido lo que significa nacer y vivir realmente la pobreza. Ha venido a los suyos en pobreza: Ha encontrado un espacio para venir a los hombres entrando por un establo, recién nacido fue recostado en el pesebre; allí lo encontrarán los pobres y los que buscan, los que no confían en sí mismos y en su poder; ahí se manifiesta Dios que ensalza a los pequeños y pobres, Dios que ama de verdad al hombre. Los ángeles, en el momento de su nacimiento, pobre entre los pobres, cantan la palabra clave de la nueva comunidad que con Él nace: «Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que Dios ama», hombres que ponen su voluntad en la suya. Hoy nosotros, con toda la Iglesia, invocamos para el mundo la paz, la paz de Cristo, Príncipe de la paz, y lo hacemos a través de María, mediadora y cooperadora de Cristo. Esta es, hermanos, la voluntad irrevocable de Dios en su infinita misericordia, esta es la gran luz, la gran esperanza que ilumina el año que finaliza, y alumbra con renovado brillo el día de un nuevo año, la plenitud de luz y de esperanza, por la misericordia de Dios que llena la tierra, los años y los días. Por eso cantaremos gozosos, jubilosos, confiados, esperanzados, en estas vísperas, el canto de María, su Magnificat y el nuestro, el Te Deum de toda la Iglesia, e invocando el don de la paz donde no la hay o donde se da hay tanta violencia.
Antonio Cañizares Llovera, cardenal arzobispo de Valencia