Apenas se asomó al balcón central de la Basílica Vaticana, el 16 de octubre de 1978, por la tarde, y antes de impartir su primera bendición papal, Juan Pablo II pronunció un breve saludo en lengua italiana, diciendo que provenía de un «país lejano, pero siempre cercano por la comunión en la fe y en la tradición cristiana».
Desde el primer momento se advirtió que la elección de este pontífice, que había alterado todas las previsiones y cálculos de la vigilia, estaba destinada a marcar un giro profundo en la historia. Ante todo, porque significaba la conclusión del esfuerzo realizado por los últimos papas para dar a la Iglesia la dimensión universal que le es propia y que los acontecimientos históricos de los últimos siglos habían podido de alguna manera ofuscar. De este modo, con Juan Pablo II, la Iglesia se presentaba todavía más visiblemente «católica», libre de prejuicios nacionalistas y abierta a todos los pueblos. La acogida cordial y calurosa que la gente reunida en la plaza de San Pedro tributó al nuevo Papa fue el signo de la superación, en la conciencia del pueblo cristiano, de una visión nacionalista de la Iglesia.
Juan Pablo II, que tomó este nombre como homenaje a su predecesor inmediato el Papa Luciani, desde el primer momento manifestó un doble amor y un doble servicio: el amor por Jesucristo y por el hombre redimido por Él; el servicio de Jesucristo y del hombre, llamado por él a la plenitud de la verdad y de la vida. Por ello, en sus relaciones con los Estados defendió enérgicamente la libertad religiosa y los derechos humanos, en los que se refleja la imagen de Dios, y que es la vía de la Iglesia, como dijo en su primera encíclica ‘Redemptor hominis’ (n. 14). El pontificado estuvo inspirado desde el principio en un sentido religioso y cristológico y así lo demostró en su primer discurso al mundo, pronunciado el 22 de octubre de 1978, cuando comenzaba oficialmente su ministerio apostólico: «¡Abrid las puertas a Cristo!». De hecho, toda la actividad de Juan Pablo II fue una ayuda ofrecida a todos – creyentes y no creyentes – a abrir con confianza y sin miedo las puertas del espíritu y del corazón a Jesucristo y a su Evangelio, proclamado por la Iglesia. Y esta invitación quiso llevarla el Papa personalmente a todo el mundo hasta los extremos confines.
Este fue el verdadero motivo que inspiró los fatigosos y extenuantes viajes apostólicos del Papa, no porque él se considerase el único anunciador del Evangelio sino para visitar y animar a las iglesias locales y para sostener con su presencia y su palabra la acción evangelizadora de muchos obispos, sacerdotes, religiosos y fieles comprometidos generosamente en la evangelización.
El Papa no pretendió sustituir a los obispos en sus tareas pastorales, sino escucharles en su trabajo, en comunión con la Iglesia universal, con sus preocupaciones, sus esperanzas y sus propuestas para una nueva evangelización. Por eso, los viajes del Papa tuvieron siempre dos momentos culminantes: el encuentro del Papa con los obispos y el encuentro con la comunidad local en una solemne concelebración eucarística. El carácter esencialmente religioso de estos viajes resaltó también por el hecho de que los encuentros con las autoridades locales quedaron reducidos al mínimo, limitados prácticamente a los momentos en que el Papa llegaba al país y salía de él.
Algunos viajes y algunos gestos del Papa tuvieron un indudable reflejo político: así por ejemplo en Polonia, donde sostuvo al sindicato Solidarnosc, que contribuyó a liberar al país del yugo soviético; los viajes a algunos países de Latinoamérica que le ofrecieron ocasión al Papa para pedir a regímenes dictatoriales de derechas (Chile, Argentina, Paraguay, etc.) y de izquierdas (Cuba) un mayor respeto de los derechos humanos; la actividad para evitar la guerra del Golfo, la de los Balcanes, la de Irak, etc.
Juan Pablo II no fue un Papa político sino un Papa religioso en el sentido estricto del término, porque incluso cuando entró en cuestiones políticas lo hizo movido por el espíritu evangélico y humanitario, que para él fueron, en el fondo, siempre religiosos, porque el Papa vio al hombre en relación con Dios, del cual son un reflejo la dignidad y libertad humana, y en relación a Cristo, redentor del hombre.
El carácter religioso de los viajes apostólicos del Papa se vio de forma muy clara en la visita a algunos puntos «calientes» del planeta, como el Líbano y Sarajevo, donde fue para contribuir a la tarea de pacificación, fundada sobre el respeto de los derechos de todos y para acabar con la espiral infernal de odios y venganzas. La prueba más evidente del carácter específicamente religioso de su pontificado fue que él pidió a la Iglesia que se comprometiera en una nueva evangelización, que no se encerrase en sí misma, como si tuviera miedo del mundo, sino que saliera al exterior, al abierto y estuviera presente, sin miedos ni complejos de inferioridad en los nuevos areópagos», donde se hace cultura, se debaten ideas, se hacen programas, donde se decide el destino espiritual de la humanidad. Por ello insistió para que la Iglesia estuviera preparada espiritual y culturalmente para esta nueva tarea.
Preparar a la Iglesia para la nueva evangelización del tercer milenio supuso para Juan Pablo II actualizarla culturalmente. Esto fue lo que hizo con sus encíclicas.
El pontificado de Juan Pablo II puso de relieve los aspectos más importantes y significativos de las últimas décadas de historia de la Iglesia y de la humanidad, que han conocido los cambios más radicales y profundos de los últimos tiempos; años que han cambiado la geografía y la historia en nombre de la dignidad y de la libertad de cada hombre y de cada pueblo; años marcados por la Cruz de Cristo y por las cruces de la humanidad; años que han universalizado la misión del sucesor de Pedro.