Antonio Díaz Tortajada
Delegado episcopal de Religiosidad Popular
Me sorprende mucho cada año la seducción que ejerce la ceniza sobre la población que acude a las iglesias el miércoles inicial del tiempo de la Cuaresma. Gente diversa, más o menos acostumbrada a visitar un templo, que se encuentran atraídas por la ceremonia muy simple de la imposición de la ceniza. La gente se acerca al altar, y en silencio, a que el sacerdote le ponga con los dedos un poco de ceniza, dejándoles un más que mediano manchón sobre la frente.
La gente es muy sensible al tema de la muerte. La tradición española del tema de la muerte punza mucho la sensibilidad popular. Las bases estoicas y senequistas siguen estando presentes. El barroco destacó mucho el tema de la muerte, siendo los cuadros sobre las Postrimerías de Valdés Leal en el Hospital de la Caridad de Sevilla un ejemplo altamente elocuente. La ceniza alude también a las postrimerías.
Por otra parte existe una tendencia a poner le religioso, naturalmente abstracto e imperceptible, en motivos concretos y bien palpables. De aquí el culto a las imágenes y a toda la amplia parafernalia de la Semana Santa. Frecuentemente la población sencilla rinde más culto a una imagen que a un sagrario impersonalizado. Sorprende mucho la auténtica emoción que a las personas les produce su Virgen o su Cristo, mientras cuesta mucho más vivir intensamente una Eucaristía o un rato de oración callada. Siguiendo esta misma línea, el rezar resulta para la gente mucho más asequible que el orar. La oración verbal, la imagen bien sensible, los santos claramente reconocibles, todo lo concreto palpable resulta mucho cercano para el pueblo que lo abstracto e irrepresentable. La ceniza, por todo esto, es más asequible para el sentimiento popular que el arrepentimiento o la vivencia pascual, también subyacentes en toda la celebración cuaresmal.
Sin Dios, no tenemos vida
En la cultura bíblica, la ceniza constituye un signo que expresa la precariedad de la vida, cuando termina su existencia. Eso significaba el hecho de que sin Dios, no tenemos vida. Si nos falta Dios, a causa de nuestras propias faltas, entonces somos como ceniza; de ahí la frase bíblica: “Acuérdate que eres polvo y en polvo te has de convertir”; es decir, el ser humano, privado del Espíritu es solo materia que, eventualmente, dejará de vivir. En la liturgia anterior al Vaticano II se solía imponer la ceniza al usar la mencionada frase tomada del libro del Génesis, capítulo 3, verso 19. Actualmente se prefiere emplear las palabras: “Conviértete y cree en el Evangelio”, tomada del evangelio de san Marcos 1, 15.
La ceniza era muy empleada en la cultura bíblica para expresar arrepentimiento. Cuando se cometía alguna falta contra Dios y se quería hacer penitencia, las personas se cubrían con ceniza desde la cabeza a los pies.
La ceniza es un símbolo. Su función está descrita en el importante documento de la Iglesia, núm.125 del “Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia”: “El comienzo de los cuarenta días de penitencia, en el rito romano, se caracteriza por el austero símbolo de las Cenizas, que distingue la Liturgia del Miércoles de Ceniza. Propio de los antiguos ritos con los que los pecadores convertidos se sometían a la penitencia canónica, el gesto de cubrirse con ceniza tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios. Lejos de ser un gesto puramente exterior, la Iglesia lo ha conservado como signo de la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal. Se debe ayudar a los fieles, que acuden en gran número a recibir la Ceniza, a que capten el significado interior que tiene este gesto, que abre a la conversión y al esfuerzo de la renovación pascual”.
La ceniza, como signo de humildad, le recuerda al cristiano su origen y su fin: “Dios formó al hombre con polvo de la tierra” (Gn 2,7); “hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste hecho” (Gn 3,19).
En la Biblia, las cenizas son el signo que expresa la tristeza del hombre ante el dolor. “Me arroja por tierra, en el fango, confundido con el barro y la ceniza”, grita Job tras haberlo perdido todo (Job 30, 19) mientras que Tamar, hija de David, se “esparció ceniza en la cabeza” después de haber sido violada (2Sam 13, 19). Cubrirse de ceniza, acostarse en ceniza, se convirtió, lógicamente, en símbolo de duelo: “Capital de mi pueblo, vístete de saco, acuéstate en ceniza; haz duelo como por un hijo único”, pide Jeremías a Jerusalén (Jer 6, 26).
De manera más profunda, la ceniza es inseparable del polvo -los traductores griegos de la Biblia emplearon a menudo una palabra por la otra-, pues nos recuerda la procedencia del hombre antes de que Dios le insuflara la vida. “Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo», canta el salmista (Sal 103, 29), mientras Dios advierte a Adán: “Pues eres polvo y al polvo volverás” (Gén 3, 19).
La ceniza simboliza también la nada que es el hombre ante la absoluta transcendencia de Dios, que se revela a Moisés en una zarza ardiente que no se consume. Es, por lo tanto, el estado al que volverá el pecador que se aleja de Dios. Lo mismo le sucede al idólatra, que “se satisface con cenizas” (Is 44, 20) y cuyo “corazón es ceniza” (Sab 15, 10). Es también la ceniza que los profetas prometen a los pecadores: “Te reduje a cenizas sobre la tierra”, previene Ezequiel (Ez 28, 18); “Pisoteáis a los malvados, que serán como polvo bajo la planta de vuestros pies”, anuncia Malaquías (Mal 3, 21). Por analogía, al cubrirse la cabeza de ceniza los pecadores reconocen su estado y se convierten en penitentes: el rey de Nínive, tras la predicación de Jonás, «se cubrió con rudo sayal y se sentó sobre el polvo» (Jon 3, 6).
Para la Biblia, sin embargo, este gesto de penitencia anticipa también la victoria para quien confía en Dios. Es el caso de Judit que, para rezar a Dios antes de combatir al babilonio Holofernes, “se echó ceniza en la cabeza y descubrió el saco que llevaba puesto” (Jdt 9, 1). Por otra parte, según Isaías, el Mesías se manifestará consolando «a los afligidos» y poniéndoles «una diadema en lugar de cenizas» (Is 61, 3).
Para empezar nos recuerda nuestra naturaleza finita, pues con polvo fuimos formados (Gn 2, 7) y en polvo volveremos a convertirnos (Gn 3, 19); Abraham, cuando suplica a Dios por el destino de Sodoma y Gomorra, empieza reconociendo su naturaleza contingente cuando dice a Dios: “Sé que a lo mejor es un atrevimiento hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza…” (Gn 18, 27). También es señal de penitencia. El profeta Daniel, estudiando las escrituras y viendo el destino que esperaba a Jerusalén a causa de la conducta de sus ciudadanos, inicia una hermosa oración así: “Volví mi mirada hacia el Señor Dios para invocarlo en la oración y suplicarle por medio del ayuno, la penitencia y la ceniza…” (Dn 9, 3). como muestra Job cuando, al final de su terrible experiencia, se rinde finalmente de corazón a Dios hablándole así: “…y hago penitencia sobre el polvo y la ceniza.” (Jb 42, 6)
Esta frase, eco de la costumbre funeraria de sentarse sobre cenizas (Est 4, 3; etc.), y con la cual Job, al final de la prueba, es consciente de que hasta ahora empieza a conocer a Dios, marca el final de la parte terrible de su historia, y da inicio a la restauración de su vida. Job ahora tiene un corazón nuevo, que es justamente el que interesa al Señor, más por supuesto que el simple hecho de recurrir a la ceniza como formalidad externa (Is 58, 5-9). Jesús mismo utilizará el símbolo de la ceniza en toda su fuerza, al hablar de ciudades cuyos habitantes han endurecido el corazón y, tal como ocurre actualmente, no quieren tener que ver nada con El aunque han visto sus milagros:
“¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y Sidón se hubiesen hecho los milagros que se han realizado en ustedes, seguramente se habrían arrepentido, poniéndose vestidos de penitencia y cubriéndose de ceniza.» (Mt 11, 21)
La ceniza igualmente se empleó en señal expiación por los pecados cometidos por los paganos contra el santuario de Dios, contra su Iglesia, tan atacada en estos tiempos (1 Ma 3, 45-46, ver también 1 Ma 4, 36-39, el pasaje donde se narra el origen de la fiesta judia de la Dedicación del templo).
Actitud del corazón penitente
La ceniza tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios. Lejos de ser un gesto puramente exterior, la Iglesia lo ha conservado como signo de la actitud del corazón penitente.
La “Congregación para el culto divino” recuerda que el rito de las cenizas está muy arraigado en el pueblo cristiano y lo explica así: «[La] ceniza tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios. Lejos de ser un gesto puramente exterior, la Iglesia lo ha conservado como signo de la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal». El gesto proviene de un rito que hacían los que estaban obligados a la «penitencia pública», imitando una práctica frecuente en el Antiguo Testamento.
No es por casualidad que la fórmula de imposición de las cenizas se tomara del libro del Génesis, en donde se narra la expulsión del Paraíso, después del pecado: «Eres polvo y al polvo volverás. Y el Señor Dios lo expulsó del jardín del Edén» (Gen 3,19ss). Durante la Eucaristía, los pecadores tenían que permanecer en el atrio del templo, expulsados de la Iglesia (verdadero Paraíso) y privados del Cuerpo de Cristo (fruto del verdadero árbol de la vida). Se sentían como si hubieran vuelto a la situación anterior a su bautismo. Cuando eran reconciliados regresaban al hogar, a la compañía de los Santos, anticipo e imagen de la Jerusalén celestial. También los catecúmenos debían abandonar el templo después de la liturgia de la Palabra, con la esperanza de poder permanecer dentro cuando recibieran el bautismo. Catecúmenos y pecadores públicos se sentían excluidos del Paraíso y de la tierra de promisión, que es la Iglesia. A medida que avanzaba la Cuaresma, crecían sus deseos de que llegara la Pascua, para incorporarse plenamente a la comunidad.
Con estos ritos expresaban que la vida es un camino, no exento de peligros, pero con una meta clara. A diferencia de los que no saben adónde se dirigen, se consideraban peregrinos, deseosos de llegar a su destino, que es la patria verdadera, «el descanso definitivo reservado al pueblo de Dios» (Heb 4,9). La Carta a Diogneto, citando a san Pablo, afirma que los cristianos no podemos identificarnos totalmente con el lugar donde nacimos, porque «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20): «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres […]. Toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña […]. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo».
El himno de laudes del miércoles de ceniza, tomado de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, cumbre de la poesía española del s. XV, recuerda que la vida mortal es un camino hacia la eterna: «Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar; / mas cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar». Aquélla no es camino, sino ciudad permanente. Pero añade que hay que tener cuidado, porque hay peligros en el recorrido que pueden desviarnos. Para no perderse, propone seguir los pasos de Cristo, que ya nos ha precedido y nos espera en la meta.
Ya hemos visto que a partir del s. IX empezó a abandonarse la penitencia pública sacramental. La imposición de las cenizas se generalizó en el s. XI con un significado nuevo: el de la fragilidad de la vida, por lo que se convirtió en una invitación a estar preparados para cuando llegue la muerte. El himno del Oficio de lectura del miércoles de ceniza, recoge las estrofas más estremecedoras de la misma poesía que en laudes, que subrayan la brevedad de nuestra existencia. Empieza así: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, /cómo se viene la muerte / tan callando”.
Desde el s. XII, la ceniza proviene de la quema de los ramos y palmas que se usaron el Domingo de Ramos del año anterior para aclamar a Cristo como rey. Los ramos convertidos en ceniza denuncian que hasta nuestros mejores deseos se quedan muchas veces solo en palabras, en propósitos que no se materializan, en polvo y ceniza.
Oportunidad de conversión
Este rito subraya, al mismo tiempo, la fragilidad del hombre y la confianza que Dios tiene en él, dándole una nueva oportunidad. San Clemente afirma que, en todas las épocas, Dios ha concedido una oportunidad de conversión, un tiempo de penitencia. Sucedió en tiempos de Noé y en tiempos de Jonás, de ello hablaron los profetas y los evangelistas. De tan variados testimonios hemos de aprovecharnos en este tiempo de gracia: «Emprendamos otra vez la carrera hacia la meta de paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos dones y beneficios de su paz».
Así pues, la Cuaresma es un «camino» (o una «carrera», en palabras de san Clemente, que evoca 2Tim 4,7) l. Se parte de la aceptación de nuestra fragilidad moral (expuestos al pecado) y física (sujetos a la enfermedad y a la muerte), para llegar a participar en la victoria de Cristo. En palabras de san Pablo, es el paso del hombre carnal al espiritual, de guiarse por los instintos a seguir las mociones del Espíritu Santo. El pecador es desobediente, como el viejo Adán; pero está llamado a vivir en comunión con Dios, como Jesús, nuevo Adán.
Que el recuerdo del signo bíblico de la ceniza, pero sobre todo su vivencia, que comienza con la imposición el miércoles y termina con la renovación de la Pascua nos conduzcan verdaderamente a Jesucristo. El es el amor que no se agota, más allá de la muerte.
El miércoles de ceniza es el anuncio de la Pascua de cada uno de nosotros, el día en que el Señor nos “dará una diadema en vez de ceniza” (Is 61, 3). “Polvo seremos, más polvo enamorado”, recordando el famoso verso de Quevedo.
La ceniza es una parábola de la existencia cristiana: está destinada a la resurrección que es una “nueva creación”. La ceniza que nos recuerda el final de nuestra vida nos remite también a un comienzo nuevo cuyo referente es nuestro encuentro con Jesús. Se trata de un volver al amor primero que nos ha elegido y, en el seguimiento de Jesús, recorrer el camino que tiene como cumbre la victoria sobre la ceniza: la Resurrección, la manifestación de hombre nuevo, pleno y definitivo”.