Alfonso Esponera O.P.
Catedrático emérito de Historia de la Iglesia

En Valencia el próximo 17 de abril celebraremos este año la fiesta de San Vicente Ferrer y estamos próximos a la celebración en el mes de mayo del Centenario de la Coronación de la imagen de la Virgen de los Desamparados.

El mencionado dominico valenciano (1350-1419) tuvo una gran devoción a la Virgen María. A los diecisiete años tomó el hábito de dominico en su Real Convento de Predicadores -la antigua Capitanía General de Valencia-, emitiendo su profesión religiosa al año siguiente. Él propugnaba llevar una “vida religiosa reformada”, o sea de vuelta a las primitivas tradiciones y costumbres de su Orden dominicana y una de ellas era la de que los frailes y monjas dominicos todas las noches después del rezo de Completas hicieran la procesión al altar de la Virgen cantando la Salve Regina.

Hay una hermosa representación iconográfica titulada Aparición de la Virgen a San Vicente Ferrer en su celda, del pintor italiano Colantonio que puede fecharse hacia 1460 y forma parte de un ciclo de nueve momentos de la vida y milagros postmortem del Santo que rodean su bella imagen central en el retablo dedicado a él de la napolitana iglesia de San Pietro Martire. Es un óleo sobre tabla, en el que vemos la habitación conventual de fray Vicente. Una sencilla y austera arquitectura enmarca la escena. A nuestra izquierda, el Santo arrodillado -probablemente después de un amplio momento de estudio y reflexión preparando una próxima intervención- en actitud de devotísima oración ante la Virgen con el divino Niño, que aparecen en el cielo a través de la pequeña ventana que ilumina toda la habitación. Es una hermosa presentación de la vida del Santo no muy habitual en su iconografía tanto por su ambientación -su celda- como por su vinculación con la Virgen, si bien sus hagiógrafos recogen apariciones de ella como se representa en una de las pechinas de la Iglesia de la antigua Capitanía General de Valencia.

Un autor contemporáneo nuestro señala acertadamente que San Vicente fue el dominico que bajó la Teología a la plazas. Y así el Maestro Vicente luego de presentar el esquema que iba a seguir en su sermón, a continuación hacía el saludo a la Virgen María con el rezo de la Avemaría. Se dice que fue él quién inició esta costumbre. Sea o no cierto, el hecho es que en él era lo habitual y si alguna vez no lo hacía se veía como obligado a dar la explicación de porqué en esa ocasión no lo hacía.

Esto nos muestra que tenía un espíritu eminentemente mariano y que su quehacer quería que estuviera siempre presidido por María. Y en ocasiones él mismo manifestó que este rezo del Avemaría era algo más que una simple expresión de su piedad hacia la Virgen, porque la dirigía también para, con su ayuda, poder explicar bien un tema que le parecía difícil y para que, una vez explicado, lo entendieran debidamente los oyentes y lo procurasen cumplir.

Un ‘mariólogo práctico’
En los sermones que trata de la Virgen María, no se propuso dar unas clases que abarcaran toda la teología sobre ella y por ello puede afirmarse que era una mariología “incompleta”, ya que iba expo­niendo los privilegios y las gracias de María según se presentaba la oportunidad. Además, fue un predicador que no le interesaba proponer a sus oyentes las cuestiones de Escuelas teológicas en términos técnicos, sino moverlos a devoción. Estamos ante un “mariólogo práctico”, que no pretendía ser un tratadista, sino un Predicador de la Virgen, para quién ella tenía todo el cúmulo de gracias exigidas para la digna realización de su función de Madre de Dios y de los hombres. Pero su mariología fue la de su época -sobre todo a partir de 1399 hasta 1419- en que no se habían establecido y desarrollado todavía algunos de los grandes principios de los que se deriva la teología mariana.

En cuanto a sus enseñanzas mariológicas, habla de: la maternidad divina de María; la santificación de la Virgen María (Inmaculada Concepción decimos hoy); la perpetua virginidad de María; las virtudes de la Virgen María tales como la fe, la esperanza y el amor. También trató de las que se pueden denominar “virtudes de la convivencia” tales como: humildad; preocupación de vivir y actuar de suerte que vieran en ella un buen ejemplo los demás; las virtudes de una mujer perfecta; también fue modélica en su comportamiento con los Apóstoles cuando convivió con ellos. Además habló de su glorificación tal como se presentaban en aquel tiempo: su muerte, su resurrección y traslado glorioso al Cielo. Y también de las relaciones de la Virgen María con nosotros, los redimidos: María entrega a los hombres a Cristo redentor; María actúa por los hombres con Cristo redentor; María distribuye las gracias a los hombres; etc.

Y es que sus dos grandes principios mariológicos fueron: la maternidad divina y la asociación de María con Cristo, todo ello arraigado profundamente en su visión de la obra de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.

San Vicente fue un teólogo seguro que intentó y consiguió dar a sus oyentes los misterios cristianos razonados, aplicados y hechos norma para su vida cotidiana en la que la Virgen María ocupaba un importante y significativo lugar.

Atraer y sumar
El alicantino Azorín dijo de él que fue un hombre europeo: “Se solicita su dictamen en graves cuestiones europeas. Y él habla con palabra precisa, clara, convincente, decisiva. Siempre, en sus infatigables actuaciones en España y el resto de Europa, tuvo la norma de los grandes políticos: sumar y no restar; atraer a la gente a una causa y no repudiarla. Trabajó siempre por la unión y la concordia”.

Sumar y no restar, atraer y no excluir. Unión y concor­dia fue, sin duda, el objetivo de la acción del Pare Vicent a la luz de su característico Bona gent: “Todos los hombres son hermanos. Es preciso que haya Reyes, es preciso que haya Papas. Pero a los ojos de Dios, no hay más que hombres con vocaciones diferentes sin duda, pero todos iguales en los méritos de Cristo crucificado”, dirá en uno de sus sermones.

A lo largo de toda su vida lo importante fue su misión apostólica, su la­bor de evangelización, que atañía tanto a lo espiri­tual como a lo terreno, y a ello ordenó toda su ac­ción, su vida entera. Si le vemos intervenir en asuntos políticos, mediar en pleitos y enfrentamientos, arbitrar en problemas ciudadanos, no lo hace en calidad de jurisconsulto, sino como minis­tro de Dios que busca la justicia y la reconciliación, la instauración de la paz cristiana. De manera que incluso sus intervenciones en cuestiones políticas o so­ciales, como su crucial actuación en el Compromiso de Caspe en 1412, estaban dictadas en el fondo por un interés evangélico, apostólico: la pacificación de la Corona de Aragón y la unión de la dividida Cristiandad.

En este sentido, fue una persona coheren­te, ejemplar, que actuó siempre guiado por nobles con­vicciones y nunca por intereses egoístas, pues vivía lo que predicaba. Una persona inquieta, crítica y a la vez comprometida con la realidad de su tiempo, y que intentó aportar soluciones no sólo de tipo espiritual o moral, sino también efectivas, soli­darias y caritativas (como lo muestra por ejemplo su iniciativa de la fundación del Colegio para niños huérfanos), porque sabía que “la fe sin obras está muerta” (Santiago 2,17).

Temed a Dios y dadle gloria
Timete Deum et date illi honorem (Temed a Dios y dadle gloria, Apocalípsis 14,7), aparece casi siempre como su lema iconográfico. Este lema es el mejor resumen de su predicación y vida, a condición de que lo entendamos bien. Porque el temor que predicaba no era el miedo, el terror paralizante, sino la conversión que proviene del respeto, la veneración, el tener en cuenta y valorar a Dios. En efecto, quiso que sus contemporáneos tuviesen en cuenta a Dios y se convirtieran, que vivieran según el Evangelio; que no se olvidaran de Dios, sino que lo pusieran como valor central y normativo de sus vidas.
Ese Timete Deum et…, quiere decir: tened a Dios por lo más valio­so, valoradlo por encima de todo, pues es el valor fundamental para asegurarse la vida eterna, ante el cual todo lo demás es relativo. El temor de Dios que el Santo quería inculcar a sus oyentes era el amor a Dios, que mueve a darle gloria viviendo ese amor a él y a todos los seres humanos.

La iconografía vicentina lo representa con el hábito de dominico, cubierto por la capa y capucha negras, la cabeza alzada, la mano izquierda sujetando la Biblia y el brazo y mano derechos levantados, bendiciendo -insisto: bendiciendo- más que señalando el cielo. Esta imagen nos recuerda plásti­camente el contenido esencial de su predicación: mi­rar a Dios, padre de todas las bendiciones, no olvidarse de él; tener en cuenta que existe un Dios que nos ha creado y, por tanto, considerar que no podemos vivir de cual­quier manera, superficial e irresponsablemente, sino según Dios, de acuerdo con su Palabra como hizo su Madre, la Virgen María. Con ese gesto pues, el Santo nos invita a no cerrarnos en nosotros mismos sino abrirnos a Dios (“He aquí la esclava del Señor; hágase en mi tu palabra”, Lucas 1,38, respondió la Virgen María al conocer los planes de Dios sobre ella), y de ese modo dar mayor sentido, clarividen­cia y nobleza a nuestra vida.

Y ese mensaje de San Vicente continúa siendo válido hoy en día, pues es el mensaje del Evangelio y da pleno sentido a esta celebración del Centenario de la Coronación de la imagen de la Virgen de los Desamparados.