EDUARDO MARTÍNEZ*| 8.05.2020

La pandemia que azota al mundo ha puesto al descubierto otros virus además del covid-19: los que podríamos llamar «virus del pensamiento». Son viejos patógenos instalados desde siempre en la mente humana pero que en la cultura actual han cobrado un vigor y una letalidad inusitados. El individualismo, el materialismo, el hedonismo o la soberbia han funcionado como amplificadores del nuevo coronavirus. Bajo la crisis sanitaria subyace, así, una crisis moral que ha coadyuvado en la fatal expansión vírica. No habremos aprendido nada del drama que padecemos, si en la nómina de culpas nos limitamos a reseñar la natural inevitabilidad de los virus, su rápida expansión por la globalización o los maléficos propósitos –para quien se decante por la teoría conspiratoria– de algún científico sin escrúpulos.

Ese virus del individualismo alojado hasta la médula en nuestra cultura no ha podido sino bloquear una respuesta rápida frente a la pandemia. Con tal inercia egoísta corroyéndonos, lo coherente –y así sucedió en el aciago mes de marzo– no pudo ser sino priorizar la celebración de eventos multitudinarios frente a la ya entonces más que anunciada amenaza. Lo exige la lógica de ese virus humano y cultural: primero yo y mis intereses, después todo lo demás. Solo cuando la peste de nuestro tiempo descerrajó sus primeros zarpazos delante de nuestras mismas narices, decidimos poner a buen recaudo nuestras gallinas de los huevos de oro. Demasiado tarde. ¡Y qué macabra e irónica consecuencia: no solo muerte; también pobreza! Así se las gastan también esos otros virus concomitantes, los del materialismo o del hedonismo. A tales sacrificios nos someten nuestro afán de dinero y de poder o nuestra enraizada búsqueda de un placer privativo, insolidario, a cualquier precio.

La peligrosa desvalorización del miedo
La soberbia, la pretensión de autosuficiencia, es otro patógeno genuinamente humano que se ha aliado dramáticamente con el coronavirus que nos asola. Hay en nuestro tiempo una confianza desmedida en las posibilidades del hombre, una mitificación del progreso, de la ciencia o de la tecnología, como si todo ello fuera capaz por sí mismo de elevar la condición humana, cuando lo cierto es que tantas veces empleamos esos nobles elementos para la explotación del prójimo y del planeta. Tal vez una de las manifestaciones más notorias en estas semanas caóticas ha sido la total desvalorización del miedo como fenómeno humano. Nos hemos repetido como un mantra que no hay que tener miedo. En mayor o menor medida, y con escasas excepciones, hemos caído todos en la trampa. Desde la política, los medios, la tertulia en el bar o en las redes sociales, unos y otros llamamos en aquel marzo funesto a una confianza excesiva en nuestros cálculos y capacidades; ufanos, soslayamos el miedo y lo que de bueno podía aportarnos, no sea que nos diéramos cuenta de que no somos tan poderosos como pretendemos y hubiéramos de despertarnos de ese sueño absurdo de ser quienes no somos, quienes no podemos ser. Es de nuevo una vieja huella de la naturaleza humana herida, aquella de querer ser dioses y no criaturas, pero exacerbada por nuestra orgullosa cultura posmoderna.

Bajo la crisis sanitaria hay también una crisis moral. El individualismo o la pretensión de autosuficiencia han potenciado al covid-19. Urge una cultura de la fraternidad

Sin embargo, el miedo, si no es desmedido, atesora una función esencial. Nos hace conscientes de nuestra fragilidad y, por ende, de nuestra necesidad imperiosa de ser precavidos para vencer a un enemigo tan poderoso. El miedo, cuando no es neurótico, cuando no es desproporcionado respecto a la realidad objetiva de la amenaza contra la que reacciona, es pedagógico, nos alerta para poder tomar medidas a tiempo. Igual que nos hace mirar si vienen coches cuando cruzamos la calle, nos debería hacer cautos ante un virus mortal. El miedo bien equilibrado, en suma, forma parte de nuestro instinto de conservación, es un estupendo mecanismo de defensa y nos preserva del peligro. Ignorarlo con nuestros mensajes bravucones nos desnaturaliza y nos introduce en un mundo irreal, en una ensoñación siempre traicionera. Es, en el fondo, una forma de pensamiento mágico, ¡gran paradoja en este tiempo pretendidamente hipercientífico! Acaso en una sociedad cada vez más alejada de Dios, la pretensión de autosuficiencia, la de ocupar su lugar o jugar a ser dioses, es más profunda. Y quizás esa falsa seguridad en nosotros mismos, ese exceso de confianza en nuestras capacidades, nos impide ver con nitidez las amenazas que nos envuelven y las limitaciones connaturales al ser humano.

Fe en Dios y responsabilidad individual
Los cristianos no estamos exentos de ese virus de la soberbia. En algunas ocasiones durante estas semanas, incluso lo hemos canalizado nada menos que mediante los valiosísimos códigos de nuestra propia religión, a base de torcidas interpretaciones de palabras de máxima autoridad. ¡Cuánto habremos repetido estos días con un sentido inadecuado a veces (no siempre, desde luego) el bellísimo «no temáis» del Señor en el Evangelio o el consolador «no tengáis miedo» de san Juan Pablo II! Pero esos mensajes luminosos de nuestros grandes referentes no fueron pronunciados por ellos en un grado absoluto y, desde luego, no quisieron nunca ir contra la virtud de la prudencia ni comunicar una relajación en nuestros deberes como seres responsables. El mismo Jesús, por ejemplo, apela al miedo cuando señala: “No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; más bien temed a aquel que puede hacer perecer tanto el alma como el cuerpo en el infierno” (Mt 10, 28). La confianza fundamental en Dios no obsta para dar al temor un relativo valor en la vida humana. No es lo mismo un miedo absoluto, desatado y dominante, que no sería ni cristiano ni saludable, que uno parcial, proporcionado y dominable.

El cristianismo no entraña un pensamiento mágico, sino metafísico, recurre a la fe, sí, pero en conjunción con la razón. El magisterio de la Iglesia rechaza los extremismos en este campo. A saber: tanto el fideísmo como el racionalismo. Es un principio bien valioso y de gran alcance para una adecuada vida cristiana aquel de que «la gracia de Dios no anula la libertad, sino que la perfecciona». La doctrina cristiana enseña que Dios ha creado al hombre libre, responsable de sus actos y, por tanto, copartícipe del desarrollo de toda la creación. Y lo ha creado, además, en una unidad de cuerpo y alma. Desatender los requerimientos de nuestra dimensión física contradice el diseño divino para su criatura excelsa. “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo”, nos interrogaría hoy de nuevo el apóstol (1a Cor 6, 19). No caben concesiones a tentaciones espiritualistas que no reconozcan la alta dignidad del cuerpo humano y, por extensión, la grave obligación moral de cuidarlo. Han acertado –estamos convencidos de ello– los obispos españoles y de otros países al cancelar la celebración de las misas con fieles en estas semanas aciagas, apelando a la caridad de no contagiar al prójimo, así como al quinto mandamiento y a la protección de la salud y del derecho a la vida que de él se derivan. Se comprenden las urgencias espirituales ante la ausencia de la tan importante comunión eucarística, pero el momento actual imponía reverdecer algo que hace del cristianismo una religión particularmente sana y humanizadora: aquella justa síntesis entre fe y razón, que ni convierte a la primera en una caprichosa superstición ni encierra a la segunda en sus propios límites cognoscitivos.

Esperanza para el futuro
Es preciso vigilar y erradicar todos esos virus del pensamiento. Con ellos, incrustados dentro como los tenemos, estamos desarmados ante amenazas externas como la actual y tantas otras; nos exponen irremediablemente a un batacazo tras otro si no ponemos remedio. Téngase en cuenta algo decisivo: el pensamiento precede a la acción. La respuesta tardía ante el covid-19 es completamente lógica dada la mentalidad actual. Así que nos va literalmente la vida en purificar nuestro pensamiento, en encontrar antídotos frente a esos agentes tóxicos tan presentes en nuestra norma de cultura.

En el propio cristianismo –y también en cierta ética vigente allende la Iglesia– están presentes tales medicinas del alma. Se trata de saber interpretarlas correctamente y ponerlas una vez más en circulación. La evolución de la crisis sanitaria, además, avala aquellos viejos principios morales. Si el individualismo o la autosuficiencia nos han hecho perezosos para tomar medidas a tiempo, démosles la vuelta para observar su didáctico reverso, repleto de pistas para la acción. En este sentido, se ve ahora con claridad que la solidaridad, el sentido de comunidad humana, la fraternidad… ayudan, junto a la ciencia médica, a frenar el virus. Lo hacen por la vía del respeto de la distancia social y del confinamiento para evitar contagios, del uso de las mascarillas o los geles, de la ayuda a nuestros mayores… y de tantos otros maravillosos ejemplos que permiten conservar en estos tiempos terribles un mínimo de esperanza y de orgullo de ser lo que somos, personas, con esa capacidad de superarnos y hacer brillar el bien en medio de la fatalidad.

Se ha vuelto nítido ahora, en definitiva, el hecho de que el amor al prójimo no es un simple ideal o una mera teoría ética formulada por curas, beatos y moralistas. Es más bien un principio antropológico fundamental, es decir, una constatación de aquello en que consiste ser persona: ser un ser que ama. ¡Y qué tremenda lección nos da el maldito covid, qué enseñanza tan valiosa y a la vez despiadada: o amamos o morimos! Está en nuestra mano, y esa es nuestra esperanza, junto a la fe en un Dios más fuerte que cualquier virus invisible al ojo humano. Urge establecer una cultura de la fraternidad, y somos capaces de ello si ejercitamos lo mejor de nuestra naturaleza humana, que pese a estar herida, no está perdida. Enseña la Iglesia que Dios nos ha hecho a imagen y semejanza suya y, por tanto, capaces de amar. Por eso los medios se han inundado en estos días terribles de imágenes de compasión y de genuino amor. Y por eso mismo podemos vencer al virus, a todos los virus.


* Subdirector de PARAULA