Luis M. Agudo | 15-07-2012
Escribo estas líneas después de haber recorrido en un día más de 300 kilómetros en coche por las tierras calcinadas en los incendios forestales de Cortes de Pallás y Andilla. Más de 20 pueblos que han visto sus términos municipales devorados a dentelladas y ahora sobreviven envueltos en una naturaleza ennegrecida como si estuviera de luto obligado. Casi 50.000 hectáreas calcinadas en una sucesión de montañas y, más aún, horizontes calcinados.
He hablado con vecinos, jóvenes, jubilados, amas de casa, propietarios de bares, agricultores, empresarios turísticos, pastores, guardias civiles… Las buenas gentes de esos pueblos están, sencillamente, deshechas. Lo he visto en primera persona. Lloraban los primeros días en cuanto hablabas con ellas. A veces desconsoladamente. Ahora, dos semanas después, las lágrimas han dado paso a una expresión de tristeza infinita, que intentan adornar con una sonrisa mustia cuando te agradecen el consuelo y el ánimo. No nos damos cuenta desde fuera pero, para muchos de ellos, su vida ha cambiado de forma decisiva con esta catástrofe. Lo saben tanto como que ese giro es a peor.
Se han dejado los ahorros de décadas, incluso a veces los de sus propios padres en una casita junto a un bosque que hoy ya nadie quiere ni mirar. En los bares, el bullicio de los veraneantes se ha evaporado. En muchos de ellos, sólo moscas y calor, caldo de cultivo espléndido para controversias que agrietan el ambiente… que si no llegaron a tiempo los medios, que si no tenían que haberles evacuado, que si no hay política forestal y el monte lleva años sin limpiarse, que si los recortes…
Cualquier polémica queda atrás cuando sigues por las carreteras… entre señales de tráfico, fundidas ya. En unas, entrevés aún una cámara de fotos invitando a detenerte en el mirador para contemplar un paraje pintoresco. Ni mirador ni paisaje ya. En otras, un pictograma ahumado de un árbol con unas mesas bajo, te animan a comer a su sombra.
Ni árboles, ni mesas de madera… Y junto al embalse de Forata las llamas han arrugado el cartel plastificado de “peligro: mejillón cebra!”. Como si fuera el pirómano.
La mayor tragedia es que ahora nos olvidemos de estas buenas gentes, que no seamos capaces de poner sobre la mesa toda nuestra capacidad emprendedora y creativa, no ya de valencianos, sino de cristianos. ¿No sabemos cómo? Allá van unas ideas.
Organizar en parroquias, colegios, entidades juveniles, asociaciones religiosas, hermandades, cofradías, movimientos de laicos… excursiones solidarias e incluso actos propios que tengan como escenario precisamente, los pueblos que han sido víctimas. ¿Por qué no podemos desviar algunas de nuestras reuniones, encuentros, de juniors, scouts, de iuvenes… en la ciudad de Valencia a locales en Dos Aguas, Cortes de Pallás, Alcublas, o Villar del Arzobispo?, ¿por qué no preparar asambleas de profesores o maestros en Alcublas? o ¿por qué no un encuentro de catequistas en Real de Montroi?, ¿por qué no podemos planificar una agenda para todo el curso de desplazamientos a esos y otros lugares del incendio en nuestra parroquia, colegio, universidad o familia? Aunque sólo sea para escuchar a sus vecinos, mostrar nuestra cercanía, comprar algún detalle en sus tiendas, almorzar, comer y, al final, participar en una misa en la parroquia o ermita del pueblo afectado, o en el rezo de un rosario como el de la Cueva Santa de Altura, que se ha salvado in extremis.
Desde el turismo se lanzan cada día más “rutas”, la ruta del vino, la ruta de los monasterios, la ruta del agua, incluso la ruta del tapeo… Pues bien, desde la caridad y desde la fe en que el fuego no tiene la última palabra, sino el Creador, ¿por qué no lanzar una “Ruta de la esperanza”, en la que a modo de ruta turística podamos promover la ayuda a estos lugares visitando a sus gentes, animándolas y apoyándolas? Los atractivos no serán los paisajes, cierto, al menos durante unos años, sino algo que nos va a asombrar mucho más: La capacidad del hombre por salir adelante, con ayuda de Dios… y un poco también con la nuestra.