Como contestación al intento de los nacionalistas catalanes de hacer un referendum para decidir su unión o separación política de España se responde que la Constitución española prohíbe ese tipo de consulta. Y lo prohíbe, se añade, porque la soberanía nacional reside únicamente en el pueblo español; es éste el sujeto jurídico que tiene el derecho de decidir sobre la posible secesión de una parte de la nación; nadie más. Pero, conviene preguntarse: ¿por qué? Aunque esa afirmación sea correcta, será poco convincente si no añadimos el por qué eso es así.
Podríamos decir algo similar respecto de las varias declaraciones de la Conferencia Episcopal Española sobre este tema diciendo que “la unidad de España es un valor moral”. Y, aunque aquí el por qué de la afirmación se da a entender, conviene también aclararlo y fundamentarlo de una manera más expresa y amplia. Es lo que vamos a hacer aquí.
Tendremos que entrar, pues, profundizando, en la realidad de las sociedades humanas. Aristóteles dejó establecido para siempre que: a) el ser humano es sociable por naturaleza; b) y que necesita de la sociedad para realizarse plenamente como ser humano. Por eso, podemos decir que, como regla general, es más ético lo que favorece e intensifica la condición social del ser humano que cualquier otro impulso que la dificulta o la disminuye. Operando desde ese principio general, aunque sea de un modo tácito o implícito, la humanidad ha considerado siempre como éticamente bueno y superior lo que une a los seres humanos y como pernicioso y negativo aquello que los separa y divide.
Si nos fijamos en el pensamiento cristiano, san Agustín aprueba en este tema el sentir de la filosofía griega y se apoya además en el origen común de todos los seres humanos, que conoce por la Biblia, como argumento a favor de la unidad en la vida social. Y en esto le sigue santo Tomás de Aquino.
Si analizamos la dimensión religiosa del hombre, advertimos que las religiones se organizan como sociedades, y, dentro del cristianismo, tenemos esa sociedad que es la Iglesia, y, en ésta, es significativo que, como se dice en el Credo de Nicea, la unidad es un valor de la Iglesia junto con el de santa, católica y apostólica. También en el tema de la total consagración del ser humano a Dios, considerada por muchos como la más alta perfección de la vida cristiana, prevalece el que se viva en comunidad. En efecto, aun estando en los tiempos en que se admiraba el ejemplo del eremita san Antonio y el mismo san Jerónimo vivía en soledad en Belén, el máximo genio del cristianismo, san Agustín, imitando en esto a san Basilio en Oriente, fundó y organizó la llamada vida religiosa para ser vivida en comunidad; y en esto le siguieron los más grandes fundadores de la misma en Occidente, en la Iglesia Católica: san Benito, san Bernardo, san Francisco de Asís, santo. Domingo de Guzmán, san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús, san Juan Bosco…hasta hoy. Alguien dirá que estoy hablando de realidades muy distintas de la que nos ocupa. Pero, ¡atención!, no tan distintas, puesto que en todos los casos estamos hablando de sociedades humanas, por lo que en alguna medida queda iluminado el problema que nos estamos planteando con los ejemplos que hemos propuesto, teniendo en cuenta, además, que yo me dirijo sobre todo a los creyentes católicos.
En sintonía con todo esto, excepto cuando la unión de dos sociedades tiene por objeto hacer daño a otra tercera, siempre se ha considerado éticamente positiva y mejor en todos los sentidos la unión de una sociedad humana con otra u otras que lo contrario a la misma, esto es, la secesión de cualquiera de ellas. Pero, si Aristóteles pensaba además que el ser humano no puede realizarse plenamente sino viviendo en sociedad, y san Agustín decía que la vida en comunidad es el mejor modo de vivir para alcanzar la felicidad auténtica, hemos de pensar que, además del aspecto ético ya mencionado, el vivir en sociedad reporta a la persona humana muchos otros bienes de todo tipo (humanos, políticos, sociales y económicos) y la anulación o disminución de ese modo de vida le causa los males contrapuestos. Y cuanto mayor es esa sociedad, de por sí, mayores son los bienes que pueden recibir de la misma cada uno de los individuos que la componen.
Por ejemplo, una sociedad pequeña, un pueblo, no puede tener una asistencia sanitaria con todos los medios modernos de salud. Otro ejemplo: Si Cataluña no hubiera estado integrada en España, muchos españoles de otras comunidades autónomas más pobres no hubieran recibido una importante ayuda para mejorar su situación, pero, en ese mismo caso, tampoco Cataluña hubiera podido recibir, en tiempos recientes, grandes cantidades de dinero de España para evitar su quiebra financiero-económica debida, parece, a una administración desacertada. Y así se podrían poner otros ejemplos más y más amplios para concluir siempre lo mismo: En general, cuanto mayor sea la sociedad en que viven los individuos humanos, mayor cantidad y más cualificada diversidad de bienes reciben. De esa convicción nacieron los Estados Unidos, ha nacido la Unión Europea y otras uniones de naciones que se están pergeñando, sin olvidar que ha habido grandes autoridades de gran prestigio moral (como algunos papas) que han abogado por la unión política mundial. Todo esto nos lleva a pensar que, aunque se podría discutir la conveniencia o no de unir sociedades distintas, simplemente porque muchas veces no es posible por razones diversas, lo que de ninguna manera se puede dudar es de la calificación como un anti-valor el dividir las ya establecidas en el ámbito de la unidad.
Más todavía: Como regla general básica e indiscutible, se puede afirmar que una parte de una sociedad no se debe separar de un todo social mayor (estado, nación…) si no es con el consentimiento del mismo, porque tal separación afecta negativamente a ese todo. Según lo ya expuesto, esto se debe a que esta sociedad, al disminuir en cuanto tal, queda afectada por las consecuencias negativas correspondientes. Y sin duda que esa parte que pretende separarse ha recibido en el pasado bienes de la entidad total a que ha pertenecido. ¿Recordamos, por ejemplo, los muchos años, ¿cien?, en que, con un cierto perjuicio de los demás españoles, los aranceles de España protegieron los productos catalanes frente al exterior, lo cual fue una de las causas importantes de su enriquecimiento? Por regla general, no es lícito, es injusto, separarse ahora de la sociedad con la que se han intercambiado tantos bienes a lo largo de los siglos, salvo en el caso de la violación de los derechos humanos fundamentales. La secesión, pues, respecto de una sociedad más amplia, insisto, va contra la conveniencia y justos intereses de que gozan todos sus ciudadanos, ya que reducir la sociedad es también reducir el número y valía de los bienes que de ella reciben los individuos que la componen. Pero, más profundamente y como resumen, la secesión dentro de un Estado, va contra la condición humana que es, según hemos visto, sociable por naturaleza; por eso, la pretensión secesionista es, de por sí, antinatural, antihumana. Debido a ello, todas las naciones adelantadas blindan su unidad con leyes del máximo rango y que no pueden ser cambiadas sino por todo el conjunto de la sociedad afectada. Así se comprende, en nuestro caso, que debamos afirmar que la soberanía nacional reside en el pueblo español en su conjunto.
Hay otro aspecto del tema que nos ocupa que, a mi entender, no se tiene suficientemente en cuenta. Y es que en Cataluña viven ciudadanos que se sienten españoles, que también son pueblo de Cataluña y que también tienen sus derechos como tales. En la situación actual los que se sienten solo catalanes satisfacen sus derechos como pueblo, por lo menos en gran parte, con las numerosas e importantes competencias que tiene su autonomía, por lo que Cataluña es ya en gran medida independiente. A la vez, los que se sienten españoles, satisfacen estos derechos cívicos, al menos en parte, en virtud de que Cataluña sigue siendo España con las pertinentes consecuencias. Pero en el caso de que Cataluña se independice, los derechos de estos últimos, que se sienten españoles (sobre todo si se sienten solo españoles) quedan anulados, y se convierten en apátridas forzados. En este orden de cosas se quedan sin nada. Cuatro, tres, dos o un millón de personas quedan despojadas de su patria, y sin que los otros valores humano-cristianos queden mejor que en la otra alternativa. No vale para este caso el que se hable de mayorías de población, ni simples ni absolutas, pues semejante amputación tan grave no debe aplicarse a un 30% o quizá a un 40% por ciento de la población no habiendo, como no las hay, razones de suficiente peso que lo justifique. Por eso, se puede concluir, simplificando bastante, pues la realidad es muy compleja, que, incluso humanamente, moralmente, considerando precisamente la doctrina de los derechos de los pueblos, la situación política actual, la autonómica o similar (la federal, por ejemplo) de Cataluña, es la mejor posible. Esta situación es la que permite respetar los derechos de unos y de otros como pueblo en la medida práctica posible, y guardar y promocionar los otros valores. Por consiguiente, a todo esto han de ayudar los gobernantes, los partidos políticos y los medios de comunicación, sin olvidarnos de la Iglesia.
Acabo de nombrar a la Iglesia. Por parte de algunos representantes catalanes de la Iglesia se ha esgrimido a favor de la posible autodeterminación de Cataluña la doctrina eclesial sobre los derechos de los pueblos. Cuando estos derechos implican la defensa de los valores más fundamentales de la persona humana, esto es, la vida, los llamados derechos humanos, la libertad y otros bienes principales del ser humano en el ejercicio de su existencia frente a la inicua anulación y explotación de que han sido víctimas muchos pueblos por parte de otros más poderosos (colonialismo), la postura de la Iglesia ha sido, debe ser y es clara e inexcusable. Pero este derecho solo, el de autodeterminación, de por sí, escueto, reducido a sí mismo, cuando no se violan ni se cuestionan los derechos fundamentales de la persona humana, debe ser considerado cuidadosamente en su relación con otros valores. Aun siendo un valor, no es el supremo valor humano o cristiano, ni mucho menos.
Y esto se debe considerar a la luz de la jerarquía de verdades y de valores establecida en la teología a partir del concilio Vaticano II. Por eso, puede suceder que el ejercicio de ese derecho implique el grave e inminente peligro de que se conculquen otros derechos más nuclearmente humanos y evangélicos, como la paz, la concordia, y la convivencia ciudadana, e incluso intrafamiliar, dentro de Cataluña y en el resto de España. En este caso, la Iglesia debe analizar el tema con mucho cuidado. Los supremos valores del Evangelio de Jesús son el amor a Dios y el amor al prójimo en todas sus variantes y consecuencias. Pues bien, al ejercer hoy el derecho de autodeterminación en Cataluña, es muy de temer, que se desaten actitudes, ya han comenzado, de soberbia, egoísmo, mentiras, odios, calumnias, confrontaciones y tensiones, etc., cuya gravedad y alcance no podemos predecir de cara al futuro si esto prosigue y se consuma. Alguien dirá que estas reacciones no deberían darse, y en esto quizá estaríamos de acuerdo, pero, desgraciadamente, el que no debieran darse no evita que se den. Es necesario contar con la naturaleza humana tal y como es, no como debiera ser. Y esto hay que tenerlo muy en cuenta por parte de los responsables y dirigentes de la sociedad y de un modo particular por los dirigentes de la Iglesia; puesto que están en juego los valores que éstos más han de promover y proteger, esto es, los valores más sustancialmente humanos y cristianos que, como todos sabemos, giran alrededor de la convivencia ordenada, de la paz y de la caridad basada sobre la justicia. Y me parece decisivo tener en cuenta que cuando dos proyectos (unidos a España y separados de la misma) no pueden realizarse a la vez, se ha de preferir, aquí y ahora, el que menos violaciones de los valores fundamentales humanos y cristianos implique. Para el cristiano debe ser más valioso el amor a Dios y al prójimo que el amor a la propia lengua, tierra o nación, su historia e idiosincrasia, incluso, la economía. Y el católico catalán, incluso el nacionalista, debe estar atento a no intentar conseguir un valor secundario como es el de la autodeterminación (en el caso de la Cataluña actual no cabe otro rango) a costa de otros valores superiores humanos, y, sobre todo, cristianos.
Por todo lo que llevamos expuesto pueden afirmar los obispos españoles que “la unidad de España es un valor moral”.
Por último, si se aplicase esa doctrina del derecho de autodeterminación de los pueblos a Europa, ¿qué sucedería si tenemos en cuenta que, además de España, Italia, Francia, Alemania y otras naciones europeas se componen de ocho o diez o más pueblos distintos? Sucedería que se abriría entonces la posibilidad de una de las mayores catástrofes, en varios sentidos, que jamás hayan afectado al continente europeo en toda su historia, pues podríamos volver, en algunos aspectos, a la Edad Media.
Considerando todo esto no ha de sorprender la contundente comunicación de la Nunciatura Apostólica de la Santa Sede en España el 4 de febrero de 2014: “Ante las declaraciones efectuadas el día 23 de enero de 2014 por el abad de Montserrat, Dom Josep María Soler, y difundidas por los medios de comunicación, sobre que un eventual Estado catalán sería reconocido por el Vaticano, esta Nunciatura Apostólica en España quiere precisar públicamente que las mencionadas declaraciones del abad son opiniones de su exclusiva respon sabilidad personal y no reflejan en absoluto la posición de la Santa Sede”.
Actualizamos: La Conferencia Episcopal Tarraconense ha asegurado este martes (23 sep. 2015) que «no corresponde a la Iglesia proponer una opción concreta», sino que defiende la legitimidad moral de toda opción política basada en el respeto de la dignidad de las personas y los pueblos, y que busquen paz, solidaridad y justicia”.
¿No será que estos obispos temen que se analice a fondo el tema y aparezca con claridad la verdad? En todo caso, a la luz de lo que ya hemos dicho, “la paz, solidaridad y justicia” se guardan mejor manteniendo la unidad política de Cataluña con España Pienso que lo hemos argumentado suficientemente.
Me quedo con el cardenal CAÑIZARES, arzobispo de Valencia y su obispo auxiliar Dn. Esteban Escudero (23 sep. 2015): “Orar por España y su unidad» , que «todos nos necesitamos, siempre es mejor la unidad que la división». Se ha de considerar que «los católicos no pueden engrosar el número extenso de lo que alguien ha llamado la «cofradía de los ausentes»: es necesaria su presencia, en virtud de su fe y no a pesar de ella, en la cosa pública para llevar el Evangelio a ésta, y transformar y renovar desde dentro nuestra sociedad». Añade el cardenal Cañizares: “No hay justificación moral alguna para la secesión”.